lunes, 23 de mayo de 2011

Essential Killing y La Casa Muda

Huir de la muerte es un argumento que ha impregnado nuestro acervo cultural desde tiempos inmemoriales. Uno sólo tiene que cerrar los ojos y unir los puntos que van desde el Tristan Shandy hasta el Terminator, pasando por el Correcaminos, para darse cuenta que la lucha por la supervivencia es un tema efectivo y recurrente cuando no se tiene nada mejor que decir. En el cine, huir de la muerte es el tuétano que baña el esqueleto de muchas películas de género, especialmente las de catástrofe y terror. El placer que se obtiene de sus visionados está ligado a esa quiniela del por los pelos que siempre favorece al héroe. El héroe o el último de la fiesta: el personaje más solitario, aquel que acaba convencido de lo asquerosa que es la existencia cuando uno acaba bañado en sudor y sangre y con todos los amigos muertos.
Veo dos películas recientemente que tratan este tema con resultado desigual.    

Una de ellas es Essential Killing, del director polaco Jerzy Skolimovski. Aunque se trata más bien de una película de persecuciones, uno sabe que el protagonista huye de algo peor que la muerte. Esto es, ni más ni menos, que del Ejército americano. Vincent Gallo interpreta a Mohammed, un personaje que apenas habla durante todo el metraje, lo que le ahorra a Gallo algunas clases de dicción en árabe. La intensidad que requiere el protagonista depende entonces del físico del actor, que pone toda su fuerza interpretativa en la mirada y en la barba. Para eso Mohammed es un talibán que ha asesinado a tres soldados americanos. Y eso es todo lo que sabemos de él. Parece ser que tiene una familia, allá en Kabul, porque hay una escena onírica que se repite machaconamente y en la que aparecen una mujer y un bebe y pájaros volando, vamos, el típico sueño de todo padre, un sueño que, por lo demás, no nos dice nada. El caso es que Mohammed es capturado y llevado a un campo de detención en el norte de Europa, una especie de Guantánamo rodeado de nieve. Todo esto son detalles superficiales, ya que Skolimovski no se propone contarnos un drama actual sino otra cosa. Cualquier crítica política o moral brilla por su ausencia. Una noche, y gracias a un accidente  de tráfico tontísimo provocado por un conejo en la carretera, nuestro personaje escapa de sus captores y se pierde en medio de un inmenso bosque invernal. Y de eso va la película, de la huída de Mohammed hacia ninguna parte.


En este aspecto Essential killing recuerda un poco a El cuchillo en el agua (cuyo guión fue coescrito por Skolomovski y Polanski), por la desorientación existencial con la que aparecen retratados sus personajes y por la omnipresencia de la naturaleza en la historia que se nos cuenta. En ambas, los elementos del thriller aparecen difuminados por lo absurdo de una situación que no conduce a ningún sitio. En el caso de Essential Killing, aunque la premisa sugiera una película tipo El fugitivo o Acorralado, Skolimovski acaba perdiendo interés por los perseguidores de Mohammed, rompiendo así parte de la tensión y el interés que podía despertar esta persecución. Por lo demás, y una vez que Mohammed es herido, el resto del metraje parece alargarse para ver hasta dónde llega nuestro protagonista antes de caer definitivamente.

Skolimovski está más interesado en la fotografía de la película y en la composición de las escenas que en la inercia intrínseca de la historia. Toda esa retórica del blanco (la nieve, el traje de camuflaje, la leche materna, el caballo) está muy bien,  pero empalaga como una bandeja llena de merengues. La acción es descuartizada a manos de esa psicópata llamada poética. Essential killing nos presenta a un John Rambo existencialista, que nos exaspera porque no sabe matar ni huir ni disimular el miedo. Se le nota a la legua que no va a sobrevivir durante mucho tiempo. Y al final, ni siquiera el personaje de Emmanuelle Seigner, que interpreta a una samaritana muda, podrá hacer nada por salvarlo.    



La otra película se trata de La casa muda, una muestra uruguaya del cine de terror dirigida por Gustavo Hernández. ¿Y de qué va? Pues va de un edificio abandonado que guarda un terrible secreto. Con la crisis de la construcción, cualquier casa abandonada esconde una historia terrorífica, pero nada que ver con lo que vemos en el cine. Ahí están El orfanato y Rec. Fantasmas, zombies, poltergeists. Un terror como dios manda. No el pan nuestro de cada día, embargos, jubilados, familias en la puta calle. ¡El cine es evasión! Y si no hay dinero siempre se pueden hacer películas como La casa muda. Ingredientes: una casa vacía (obsequio del productor), una actriz joven recién salida de la escuela (que cobra más barato), una cámara, dos botes de kétchup y un camping-gas. Laura (Florencia Colucci), acude con su padre a una casa abandonada, que pertenece a un amigo de la familia, para adecentarla un poco, previamente a su venta. Las cosas empiezan a ir mal cuando Laura oye ruidos en la casa y su padre, que acude al piso superior a comprobar que no hay nadie, aparece asesinado. Esta película está rodada con gran pericia en una sola toma, así que el tiempo que describe es tiempo real. Y en esa hora larga lo que presenciamos es cómo Laura va de una habitación de la casa a otra intentando confrontar o evitar a un asesino cuya naturaleza desconocemos.

Esa tensión constante llega a desquiciar. Aunque Hernández planifica la película con gran habilidad, el contenido de ésta es tan artificioso que parece un plato recalentado. O mejor, es como si alguien arañara un plato con un tenedor durante hora y media. La respuesta natural de Laura al ver a su padre con la cara llena de kétchup hubiera sido huir de la maldita casa, pero al quedarse cierra las puertas a la credibilidad. La vuelta de tuerca del final no hace sino aumentar el engorro y la inverosimilitud de la historia. Aunque al principio se nos ha advertido que la historia está basada en hechos reales, La casa muda ofrece algunos momentos de cine y ninguno de realidad.

sábado, 14 de mayo de 2011

Pina

Durante muchos años, Wim Wenders fantaseó con la idea de dirigir una película sobre la bailarina y coreógrafa Pina Bausch. Este proyecto, tan ansiado por ambos artistas, fue postergado largamente debido a un problema de índole formal. Wenders quería que la película sobre Pina retratara con la máxima fidelidad posible la atmósfera, la magia y la fuerza de sus espectáculos; quería que el espectador de cine pudiera ponerse en la piel del espectador de danza; quería, en definitiva, poder transmitirnos los sentimientos que él mismo experimentó cuando, en el año 1985, vio Cafe Müller por primera vez. La solución a este problema vino al final de la mano de la tecnología. Wenders descubrió que el 3D le ofrecía la posibilidad de crear la ilusión del espacio y, en cierto modo, acercarnos a la realidad de la danza, como los telescopios que acercan a los astrónomos a la realidad furtiva de las estrellas.


El cine en 3D está dando mucho que hablar. Si el año pasado fue la Avatarmanía, este año ha habido ya varios comentarios de profesionales acerca de su relevancia artística, entre los que destaca los vertidos por el montajista Walter Murch. En el ínterin, se han estrenado dos documentales rodados en 3D. Uno de ellos es Cave of the forgotten dreams, de Werner Herzog. El otro es Pina, de Wim Wenders. Parece ser que, además de las películas de animación, existe otra salida plausible a esta tecnología, ya que dichos documentales han entusiasmado no sólo al público, sino también a la crítica.  Pero no debemos olvidar que ambos son obras de dos de los cineastas más experimentales y reverenciados de la actualidad, y que, posiblemente, cada uno de los estrenos de Herzog o Wenders despierta, bien por respeto, bien por inercia, una innegable fascinación. Cabe preguntarse qué uso le pueden dar al 3D documentalistas más profesionales o más personales como son José Luis Guerín o Michael Moore. O qué sentido tiene el utilizar esta tecnología cuando, para una historia que se quiera contar, no sea necesario el dar preeminencia a la cualidad del espacio escénico sobre la narrativa. Una cosa es innegable. Una película en 3D provoca cierto hipnotismo colectivo que es difícil de obviar. Las gafas, al mismo tiempo que nos aísla de la realidad de la sala, nos sumerge en un mundo donde las hojas caídas de los árboles, los peces de una pecera y las estalagmitas adquieren una dimensión que nunca antes habíamos sospechado y hacen que nuestra voluntad cinéfila se vea, en más de un caso, subyugada.

Quizás este efecto hipnótico del 3D fue el que convenció a Wenders de utilizar dicha tecnología para sugerir el efecto hipnótico provocado por la danza de Pina Bausch live. Quizás Wenders viera en el subidón 3D un posible sucedáneo al vértigo y al impacto y al sobrecogimiento que provocan coreografías como la de El Rito de la Primavera. Uno puede imaginar la cronología de este singular descubrimiento. Al principio tenemos al joven Wim Wenders, que acude a un teatro a presenciar un baile demencial, lúdico y electrizante que transmite con una afilada precisión el desgarro, el absurdo y la violencia que componen las relaciones humanas. Al final tenemos al mismo cineasta, más de 20 años después, detrás de unas gafas rockeras, asomándose a los abismos ilusorios de la tercera dimensión. Eureka. La solución al problema de su película sobre Pina estaba ahí, delante de sus ojos. La obra de la coreógrafa podría ser filmada como se merecía utilizando el formato 3D.
Resulta tristemente irónico el modo en que acaban haciéndose realidad los sueños más acariciados. En el caso de la película de Wenders, aunque la tecnología le permitió acercarse a la obra de Bausch con la fidelidad que él siempre buscó, fue el tiempo el que acabó poniendo las cosas fuera de su lugar. El 30 de Junio del 2009, poco tiempo después de comenzar los preparativos para el que sería su testamento fílmico, Pina Bausch moría repentinamente.
Por supuesto, esta pérdida irreparable es la que al final acaba estableciendo el tono emocional de la película. Dividido en dos partes, el documental nos presenta por un lado las versiones escénicas de Cafe Müller, Kontakthof o La consagración de la Primavera. Por otro lado, los bailarines del Tanztheater, la compañía de Pina, interpretan números aislados en diversas localizaciones de Wuppertal, la ciudad que adoptó a la coreógrafa en 1973. Estos mismos bailarines ofrecen también un breve testimonio frente a la cámara sobre su relación con Pina, evocando la figura de la artista y transmitiéndonos un sentimiento general de orfandad. Uno puede percibir, entre los gestos frágiles, y los giros compulsivos y los movimientos rituales de la danza, no sólo la desesperación, el dolor o el vacío que  intentan representar sino otro vacío más hondo, más irremediable. Hay momentos en que, conscientes de la pérdida real que estos bailarines han padecido, uno se ve asfixiado por la intensidad trágica de algunas de las piezas. Pero existen también momentos mágicos de celebración, evocaciones lúdicas y la vida que continúa como un tranvía colgando del cielo en una ciudad fantasma.   
Es imposible imaginar cómo hubiera sido esta película si Pina hubiese vivido para llenarla con sus ideas y su presencia. Aunque es cierto que el 3D ha ayudado a Wim Wenders a subrayar la espectacularidad de su obra, también es cierto que esta tecnología no es ninguna panacea. ¿En qué dimensión representamos la presencia de una persona, o la intensidad de su mirada, o el sonido de su risa, una vez que, acabado su trabajo, esta persona abre una puerta y desaparece? ¿Dónde se proyecta la sombra de lo sublime?  ¿Cómo puede retratar el 3D el peso de una ausencia?