miércoles, 19 de octubre de 2011

Drive

De Nicolas Winding Refn conocía la trilogía de The Pusher, en la que este director nos ofrecía una crónica exhaustiva de los bajos fondos de Copenhague. Ladrones de poca monta, asesinos a sueldo, ex-convictos, trapicheros, matones, prostitutas, camellos y sociópatas, aparecían en un fresco apabullante, lleno de mala leche y desasosiego, donde los protagonistas afrontaban con más pena que gloria un destino indefectiblemente ligado al lado más sórdido de la vida. La lealtad a la familia o a los amigos o a los cómplices venían a ser todo la misma cosa, y solía conducir a la deuda, cuando no a la venganza o la perdición total. El clima claustrofóbico de The Pusher se debía no sólo a su escenografía de garages y trastiendas terroríficas, sino que venía dado también por los embrollos en que sus antihéroes se veían metidos y de los que parecía prácticamente imposible escapar. La única salida posible, si la había, se hallaba al final de un camino plagado de cadáveres.

Aunque Drive no sea un proyecto originalmente ideado  por Refn, sí contiene varios aspectos que lo ligan directamente a The Pusher. En primer lugar tenemos a su protagonista, Driver (Ryan Gosling), un anónimo especialista de Hollywood, encargado de conducir coches que se estrellan y caen al vacío. Además de eso, Driver trabaja como mecánico en un garage y como chófer esporádico de bandas de atracadores que precisan de un conductor profesional para huir de la pasma sin dejar ratro. Driver no tiene lazos afectivos. Es un lobo solitario, si descontamos la relación profesional y ligeramente afectiva que mantiene con su mentor (Bryan Cranston). Todo cambia cuando conoce a su vecina Irene (Carey Mulligan), y al hijo de ésta. Driver parece haber encontrado la familia perfecta que, de cierta forma, le completan. Pero la situación idílica dura poco y Standard (Oscar Isaac), el marido de Irene, sale de la cárcel y entra en escena. Debido a una deuda que ha adquirido durante su estancia penitenciaria, Standard pondrá la vida de su familia en peligro. Driver decide ayudar a Standard a pagar esta deuda, y se verá envuelto en una emboscada, lo que dará lugar a una sucesión de persecuciones y ejecuciones, en un clima de violencia del que nadie parece estar a salvo. 


A lo largo de su carrera Ryan Gosling ha interpretado a una larga lista de personajes disfuncionales y atormentados a los que ha sabido imbuir de una efectiva pátina de ternura. Desde el judío antisemita de The believer hasta el tímido enfermizo de Lars and the real girl, pasando por el profesor politoxicómano de Half Nelson, todos ellos se han visto beneficiados por el físico y la mirada de Gosling, una mirada que parece dejar entrever el mecanismo de una mente al pensar. En Drive, Gosling nos deja otras de esas inquietantes interpretaciones. Driver es un carácter que no tiene pasado, que apenas habla, que casi nunca sonríe. Lo único que sabemos de él es la habilidad única que tiene para conducir y a la minuciosidad con la que trabaja. Cuando conduce, Driver suele llevar un palillo de dientes en la boca y un reloj de pulsera colocado en el volante, para poder cronometrarse mejor. Cuando llega el momento de la acción, Driver se nos presenta como un carácter violento y algo psicópata. Esta violencia nos impacta, pero no nos sorprende.   


Como contrapartida a la violencia de Driver encontramos una característica que nos llama la atención, y que lo diferencia de otros personajes del cine negro: Driver carece por completo de codicia. Cualquiera de los protagonistas de The Pusher hubiera matado por dinero, pero nuestro héroe no. Sin embargo, esta falta de apego por el mundo material hace al personaje aún más inquietante, al desposeerlo del grado de vulnerabilidad básica de todo delincuente. Para solventar esta carencia, Driver nos presenta su lado más humano en su relación con Irene. Ambos personajes están desubicados y, desde un primer momento, parecen entienderse con una simple mirada. Es así como dialoga el amor y, en este sentido, la elección de Carey Mulligan es bastante acertada. Sus ojos, siempre chispeantes, parecen llevarse media película esperando un beso. El beso llega (en una escena magnífica, lyncheana) cuando ya hay varios cadáveres en el maletero y no existe redención. Mucho antes, en uno de sus primeros encuentros, Driver decide llevar a Irene y a su hijo a un paseo en coche por el LA river. Este lugar es premonitorio. No sólo se rodó aquí la famosa escena de la carrera de Grease, sino que además ha servido de escenario a películas más sombrías como Chinatown y Terminator 2. Driver e Irene parecen ser conscientes de esta ambigüedad en el mundo que los rodea, pero mientras Irene es más una soñadora (como Sandy, el carácter de Grease interpretado por Olivia Newton-John), Driver comparte más el ingenio criminal y la fría determinación del T-1000.


Con Drive, Refn fue galardonado con la Palma de Oro al mejor director en Cannes. El ritmo de la película es impecable y, aunque el uso de la música llega a ser exhaustivo en algunos momentos (como pasaba también en The Pusher), la banda sonora está llena de acertadas canciones que ayudan a crear ese encantador ambiente retro años 80 del que se vanagloria la película. En su periplo por salvar la vida de Irene y su hijo, Driver nos deja un puñado de escenas impagables: aparte de la escena del ascensor, hay un par de persecuciones en coche acojonantes, y una escena en la que Driver se camufla en una máscara de látex robada de un rodaje para matar al gangster Nino (Ron Perlman), y que nos recuerda vagamente al psychokiller Mike Myers.

El estilo de Refn parece haber ganado en simpatía al trasladarse de Copenhague a Los Ángeles. No sólo hay más palmeras y guiños cinematográficos. También hay menos claustrofobia. La mitad de los asesinatos que suceden en esta película suceden al aire libre. A pleno sol. Lo que no amortigua en absolouto la fuerza de los arrebatos violentos ni la crudeza de sus imágenes ni la ausencia de futuro de sus protagonistas. Drive es ideal para ser vista en un drive-in. No hay nada como la luz de las estrellas para apreciar mejor ese existencialismo lumpen del que Refn parece haberse convertido en un maestro.   

miércoles, 12 de octubre de 2011

Kill List

Si ir al cine es como hacer turismo sin moverse de la butaca, Kill List es entonces un mal viaje. Abusando de las buenas intenciones del espectador, esta película nos aleja de la franja de comodidad a la que estamos acostumbrados, arrastrándonos a parajes donde reinan la desorientación y el miedo. Esto no estaría mal si, al final, uno recibiera cierta recompensa (por la que previamente ha pagado en taquilla). Pero las secuelas que Kill List deja son las de un jet-lag demoníaco y un estómago delicado tras un fin de semana con disentería.

Para empezar uno debe apechugar con la abigarrada mezcla de géneros (thriller, terror, ¡drama social!) que Ben Wheatley, su director, utiliza. Esto sería plausible si la mezcla fuera sutil y lograda, pero Kill List parece ir saltando de un género a otro abruptamente, como si hubiera tres historias independientes pero incompletas que Wheatley hubiera querido unir con el fin de crear cierta unidad. Esta unidad, sin embargo, falla a nivel narrativo, sobre todo al final. Existe, eso sí, a lo largo de toda la película, un raro equilibrio que se establece entre el tono hiperrealista con el que está rodada (con la improvisación de los actores, los encuadres descuidados, la cámara en mano) y cierta atmósfera de irrealidad que lo impregna todo. El montaje frenético (incluso en las escenas domésticas), la música fantasmagórica y ciertos giros del guión (como la escena donde la invitada dibuja un enigmático signo tras el espejo del cuarto de baño de los anfitriones) nos dejan con la terrible sospecha de que hay un monstruo aguardándonos a la vuelta de la esquina.


La historia comienza con el matrimonio formado por Jay (Neil Maskell) y Shel (MyAnna Buring) discutiendo por asuntos domésticos. Todo parece ir mal entre ellos y ni siquiera la presencia de su hijo sirve para calmar el ensañamiento con el que ambos se atacan mutuamente. Jay es un veterano de la guerra de Iraq con problemas psicológicos y financieros, caldo de cultivo perfecto para el violento ambiente familiar que presenciamos. La cosa parece ir de mal en peor cuando Gal (Michael Smiley), otro veterano y amigo de Jay, acude con su novia (Emma Fryer) a lo que parece ser una fiesta en casa del matrimonio y acaba convirtiéndose en un campo de batalla donde Jay y Shel airean sus trapos sucios. Después de esta escena, un consejero matrimonial hubiera sugerido el divorcio, pero Gal tiene una idea mejor: él y Jay volverán a trabajar como pistoleros a saldo, ganarán un buen pellizco con el que Jay podrá salvar la mermada economía familiar y con ésta su matrimonio.
Este comienzo, a pesar de los ligeros toques de humor, acaba resultando banal, casi depresivo, y uno es consciente de la antipatía natural de todos los personajes, excepto de Gal, que es gloriosamente interpretado por Smiley.



A partir de este momento las cosas se vuelven aún más antipáticas. Jay y Gal se ponen en contacto con el “Cliente”, el cual les entrega una lista de víctimas a liquidar, y les hace firmar un contrato con sangre (¡con sangre!, ni que fuera el Tratado de Maastricht…) para asegurarse de que los pistoleros a sueldo cumplirán con su parte del trato. Este garabato hematológico es sólo un aperitivo de lo que vendrá a continuación.
Wheatley es consciente de los gustos y las sensibilidades del público. Sabe de las clavijas que hay que apretar para causar una variado registro de respuestas: asco, miedo, angustia, tensión, desconfianza,…Y quiere, por todos los medios, que no nos olvidemos de su película. Por eso coloca, en mitad de ella, una escena que choca no sólo por su brutalidad, sino porque desentona en cierta manera con el tono sugestivo y poético sucio que ha venido utilizando hasta ese momento. El bibliotecario, la segunda de las víctimas de Jay y Gal, es sorprendido con un inmenso catálogo de porno infantil. Ciego de ira, Jay decide liquidarlo a martillazo limpio, empezando por las rótulas, que eso siempre duele, hasta llegar a la cabeza, que es lo que salpica más y lo que de verdad mata. Es en esta escena donde uno empieza a desconfiar de las mañas de un director que se regodea en la verosimilitud de una ejecución macabra y que, al mismo tiempo, pone tanto empeño en resaltar las posibles vías de acceso a un mundo hasta ahora oculto.



Y es así como, con la cara llena de sangre y los nervios a flor de piel, Jay y Gal llegan a la última parte de la película, que es algo así como un guiño a The Wicker Man, con sus fiestas paganas, sus antorchas y su destape bucólico. La manera en que este final se acopla al resto de la película es un poco caprichosa y ni siquiera las pequeñas pistas que hay diseminadas a lo largo del metraje parecen aportar lo que un final de este calibre necesitaría: coherencia con el resto del metraje. Una vez más, parece que Wheatley utiliza una pirotecnia efectiva, pero que no se sabe a cuento de qué viene. El resultado de esto es que cuando, en el último minuto, se descubre la maquinación diabólica, la broma griega, uno está deseando de desabrocharse el cinturón e irse a casa. Es tan fácil viajar desde la placenta caleidoscópica del cine, que nos atrevemos a todo, incluso a cosas como Kill List. Por eso es culpa sólo nuestra si más de una vez hemos acabado en una situación intolerable, preguntándonos cómo demonios hemos llegado hasta allí y si el seguro cubrirá el trauma de la experiencia.

martes, 4 de octubre de 2011

Poetry

Tratando temas como el suicidio y el Alzheimer, Poetry podría haber resultado en una película fatalista y gris, pero no lo es en absoluto. Es, ante todo, una película vitalista. Esto se debe, en parte, al cuidado que ha puesto Lee Chang-Dong en construir una historia más centrada en celebrar los pequeños acontecimientos cotidianos alrededor de la vida de su protagonista que en explotar los matices trágicos de su situación. Y, en parte, también se debe a la cálida y valiente interpretación de Yun Jung-Hee, actriz encargada de poner en pie un carácter que nos conquista tanto por su ternura como por su rebelde excentricidad. Ambos artistas fueron aplaudidos en Cannes el año pasado, pero sólo Lee Chang-Dong fue reconocido con un premio al mejor guión.
Poetry nos cuenta la historia de Mija, una señora encargada de criar a su nieto adolescente, y que trabaja a tiempo parcial, cuidando de un anciano que ha sufrido un infarto cerebral. Ya desde su primera aparición en pantalla, Mija se nos aparece como una sesentona dulce y pizpireta, capaz de transmitirnos una discreta alegría con su sola presencia. En una visita al Hospital, Mija es diagnosticada de una fase temprana de Alzheimer. Al mismo tiempo, se hace eco de un suceso acaecido recientemente: el suicidio de Hee-jin, una adolescente compañera de clase de su nieto Wook. Impactada (o acuciada) por estas dos noticias (la de la enfermedad y la de la muerte), Mija decide apuntarse al taller de poesía que se imparte en su centro de adultos local.




Las cosas se complican un poco más cuando Mija descubre que lo que empujó a Hee-jin a quitarse la vida fue las repetidas violaciones que sufrió por parte de varios compañeros de clase, entre los que se encontraba su nieto. Uno de los padres de uno de estos niños intenta convencer a Mija de que es necesario pagar una importante suma de dinero a la madre de Hee-jin, para que ésta no levante ningún tipo de acusaciones contra los culpables.   

Poetry comparte muchas similitudes con Mother de Bong Joon-Ho, otra película coreana que también estaba protagonizada por una mujer madura y que también tenía como punto de partida de la acción el hallazgo del cadáver de una adolescente. Pero si la protagonista de Mother lleva a cabo una  investigación policial para probar la inocencia de su hijo en  el asesinato de la joven, la investigación que lleva a cabo Mija es de carácter moral, y es un intento de absolver a un mundo que sigue girando como si nada tras la muerte de Hee-jin. Desconcertada por la implicación de su nieto en el crimen, Mija tratará de buscar las razones del comportamiento de éste, al mismo tiempo que intentará  seguir los pasos de la suicida, en una especie de homenaje póstumo, como una manera de perpetuar su memoria. Para lograr todo ésto, Mija se valdrá de las armas de la poesía. Acuciada por las palabras del profesor de su taller, Mija intentará "nombrar una manzana como si fuera la primera vez que la estuviera viendo". Es esa perenne capacidad de maravillarse que ofrece la poesía, la que inspirará a Mija en su día a día, en sus varias disquisiciones.


 

Lee Chang-Dong es un narrador nato, y rodea a su protagonista principal de una impresionante galería de personajes secundarios, que ofrecen un interesante fresco no sólo de la sociedad coreana en particular, sino de la comedia humana en general. Y así, tenemos al policía honesto que fue traspasado de su puesto a uno de menor categoría, y que se dedica a recitar poemas eróticos en sus ratos libres; tenemos al viejo patriarca, discapacitado por un infarto cerebral y obsesionado con fornicar por una última vez antes de morir; tenemos a los empresarios de medio pelo, preocupados más por la educación académica de sus hijos que por la integridad de los mismos; tenemos a los adolescentes apáticos e hipnotizados por los móviles y el televisor... Todos ellos convencen por su humanidad llena de imperfecciones, por su cercanía,  por su estupidez. Todos ellos son fuente de inspiración para Mija.

Poetry se inicia y concluye con un río. En la primera escena, unos niños que juegan en la orilla descubren el cadáver de Hee-jin flotando sobre las aguas. En la última escena, un poema recitado en off por Mija va encadenando imágenes cotidianas (oficinistas que vuelven a casa, niños saltando bajo la lluvia artificial de una manguera, el tráfico, los árboles, cosas así) hasta llegar a la apoteosis del puente. El puente es el lugar desde el que Hee-jin se despidió del mundo. El río que hay debajo de este puente fluye hacia nosotros, trayéndonos en su cauce el secreto de las vidas que se han ido y el de las palabras que se han olvidado. De ese secreto, de ese silencio, y de la belleza que siempre permanece, nos habla Poetry.