martes, 31 de enero de 2012

La vida útil

La vida útil nos habla, irónicamente, sobre dos de las actividades más inútiles que uno puede hacer en esta vida: ver películas y enamorarse. Serán cosas de la Historia o de que se trate de una película latinoamericana, pero se le nota cierto sabor añejo, y uno piensa que un equivalente europeo o actual a  su discurso hubiera sido hablar de un blogero que hace sudokus. Su protagonista, Jorge (Jorge Jellinek, crítico de cine en la vida real), es quizás uno de los héroes más insustanciales que haya dado el cine en los últimos tiempos. Y, sin embargo, hay algo en esta película que nos atrapa. A pesar de sus pequeñas incomodidades (su catálogo de horas muertas, sus dejes de cine de autor pestiño), La vida útil derrocha una extraña jovialidad, una alegría de vivir de andar por casa. Es una película con la que se sintoniza instantáneamente. Y esto se debe, en gran medida, a su protagonista. Porque todos somos (o lo hemos sido alguna vez, o aspiramos a serlo algún día), Jorge.

Ambientada en la Cinemateca UruguayaLa vida útil nos narra los últimos días de esta institución. Agobiada por la crisis del sector, despojada de  cualquier posibilidad de subvención, la Cinemateca se verá obligada a cerrar sus puertas. Uno de los afectados de esta drástica decisión será Jorge, cinéfilo de pro, empleado de la Cinemateca durante 25 años, que vive por y para (con y desde) el cine. La primera parte de la película se centra en el día a día de Jorge y su labor en la Cinemateca. Nos encontramos, antes que nada, frente a una declaración de principios. La vida útil es una carta de amor a la verdad intrínseca del cine, a su más desamparada Cara B: las subvenciones que no llegan, el envejecimiento inmisericorde de las tecnologías, la dureza de las butacas, la timidez de los cinéfilos, las miles de horas de soledad gastadas en una sala oscura. Ésto, y no otra cosa, es el cine. No caras guapas con glamour. No topicazos manoseados tipo "fábrica de sueños" o "más estrellas que en el cielo". El cine es muerte. Y mujeres inalcanzables. Y caras desoladas tras la palabra Fin.



Federico Veiroj, su director, es consciente de la naturaleza algo tediosa del tema y, antes que soslayarla, prefiere recalcarla utilizando la estética clásica de este universo. Al toro hay que cogerlo por los cuernos. Y todo queda muy resultón. Porque en lo que respecta al mundo del cine, el blanco y negro es el nuevo negro. Ya el año pasado los críticos cinematográficos se relamieron con la última obra magna de Béla Tarr, The Turin Horse, y este año The Artist parece salir como favorita en todas las quinielas a los Oscars. La vida útil, sin tener medidas de supermodel (66 minutos de duración; se puede calcular lo que ha costado harcerla con un ábaco) exhibe su falta de color con gracia, con un encanto vintage, que es como llaman los jóvenes a la ropa de los abuelos que aún queda bien para ponerse. No podía ser de otro modo. Se nota un verdadero celo cinéfilo en todos los elementos de la película, en todos sus nimios detalles. No sólo el blanco y negro, sino también los títulos de crédito estilo años 30, las crepitaciones del sonido, la cámara fija, el encuadre expresionista. Y todo esto con respecto a la forma. Pero La vida útil también está llena de guiños cinéfilos en su contenido: desde los rústicos fotogramas de Muybridge hasta el cameo de Gonzalo Delgado (uno de sus guionistas), pasando por la proyección de Greed, la película perdida de von Stroheim. IMDB, Wikipedia, etc. Se va creando así una complicidad, una reciprocidad, y es como si nos levantáramos de la butaca y nos hundiéramos en la pantalla, es como si tuviéramos un orgasmo de gafas de pasta, bufandas y celuloide. Regocijándonos casi en silencio, sin comer palomitas.

Éste es el mundo de Jorge, un mundo que comprendemos. Lo mismo que comprendemos sus esfuerzos por salvar la Cinemateca. Grabando anuncios que defienden la labor de esta institución cultural, haciendo programas de radio cinéfilos, programando ciclos de cine, regalando una invitación a su amiga Paola. Invitándola luego a un café (invitación que ella rechaza). Ese tipo de cosas. Al cine hay que defenderlo con más cine.



La segunda parte de La vida útil transcurre fuera de las paredes de la Cinemateca, y es como si Jorge hubiera salido de un útero metafórico y tuviera que enfrentarse al mundo. En realidad ha perdido su trabajo y no sabe muy bien qué hacer con su vida. Así que se dedica a vagar por Montevideo, sin mucho propósito, como un zombi, con su valija bajo el brazo y la mirada algo perdida. Por un golpe de inspiración, decide llamar a Paola desde el teléfono de un bar (¡toma golpe romántico era pre-Nokia!), para ver qué es de su vida y ésta le comunica que acaba sus clases en la Universidad a las 9. Jorge mira el reloj que hay cerca de los lavabos del bar. Son las 8 en punto. 

Así que durante una hora diegética la cámara sigue a Jorge, mientras éste hace su ronda por la antesala del amor. Jorge va al edificio de la Universidad, se hace pasar por un profesor adjunto e imparte una clase sobre el arte de la mentira basada en un texto de Mark Twain. Jorge va a la peluquería a recortarse un poco el flequillo. Jorge observa, en el fondo del estanque que hay en el patio interior del edificio de la Universidad, el cortejo de los peces. Y, durante todo este tiempo, Jorge sonríe. Esta segunda parte de La vida útil recuerda a Cléo de 5 à 7, de Agnès Varda, en el vagar sin propósito del protagonista, a la espera de algo inminente. Y se puede saborear un poco de Nouvelle Vague en ese cuarto y mitad de calle y literatura que tiene este último tramo de la película. Jorge de 8 a 9, se podría haber llamado. O Jorge y Paola de 9 a...  Uno no sabe muy bien qué pasará entre estas dos personas, que se pierden en la ciudad mientras anochece. O acaso se encuentran. Qué mas da. El cine es muerte.


PD: Vi La vida útil en The Cube, cine independiente e institución (sub)cultural de Bristol, que funciona con el generoso trabajo de un grupo de voluntarios y que, recientemente, también se ha visto envuelta en problemas financieros. Ecosistema salvaje de los cinéfilos de mi ciudad, The Cube se merece todo el apoyo (moral, económico, institucional) posible. Tiene una programación interesante y además te dejan beber cerveza en la sala. El cine es también resurrección.

domingo, 29 de enero de 2012

Snowtown

Las películas que se anuncian como basadas en hechos reales suelen apelar a una sensibilidad de sobremesa. Gustan de la realidad su lado más crudo, más fúnebre, más monótono. Asumen, quizás con un lado de razón, que el instinto voyeurístico del espectador va asociado a un gusto por el morbo. Y van a inspirarse allí donde el lado más bestia de la vida campea a sus anchas: la página de sucesos. Por supuesto, muchísimas películas se inspiran en la realidad, pero no todas anuncian su contenido como basado en hechos reales. Tanto The King's Speech como The Social Network, por ejemplo, toman su inspiración de situaciones y personajes reales, pero utilizan sus respectivas anécdotas para crear un mundo de ficción, es decir, juegan con la realidad para entretener al espectador. Esa acentuación que se hace en ciertas películas al recalcar que está basada en hechos reales, sirve para colocar al público en el papel de testigos antes que en el de simples aficionados al cine. Se crea una expectación malsana. Es como el cartel de "Cuidado con el perro" que nos pone sobre aviso, y uno espera que, de un momento a otro, una bestia nos arrancará la pierna a dentelladas. Aquí, la única que muerde es la realidad. Y su rabia cinemática se desenvuelve en películas que tratan uno de estos temas: juicios, enfermedades o asesinatos. Snowtown va de esto último. Y los hechos reales en los que está basada son los asesinatos en serie perpetrados por John Bunting y sus secuaces en el sur de Australia, entre 1992 y 1992. Las víctimas, (pedófilos, homosexuales, drogadictos en su mayoría, los más marginados de una pequeña comunidad marginal) eran torturadas con saña y sus cadáveres almacenados en barriles con ácido. Reality bites.



Justin Kurzel se las arregla, sin embargo, para imbuir la película de cierto aliento poético. Para ello, narra la historia desde el punto de vista de Jamie Vlassakis (Lucas Pittaway), joven desubicado, víctima, junto a sus hermanos, de los abusos de un pedófilo, que verá en John Bunting (un acertadísimo Daniel Henshall) la figura de un padre y un salvador. Es la voz en off de Jamie la que nos introduce en la historia, narrando una de sus pesadillas, mientras vemos el paisaje moverse como desde la ventanilla de un tren. Ya desde estas primeras imágenes monótonas, crepusculares, uno advierte la intensidad hipnótica y machacona de la música y se cerciora de que un 75% del terror que puede inducir una película se debe a su sonido. Llama también la atención la fotografía como de polaroid con que se retrata el pequeño universo de Jamie y la presencia de un cielo que parece estar permanentemente atardeciendo. Para cuando aparece la figura de Bunting, uno lleva ya 10 minutos empapados de un realismo sucio o un hiperrealismo que recuerda a la obra de Nan Goldin.


Poco a poco, Bunting irá pregonando su credo en esta pequeña comunidad de desarraigados, e irá inculcando sus ideas brutales en la frágil mente del pobre Jamie. Quizás lo más terrorífico de esta película sea precisamente ese adoctrinamiento al que se ve sometido nuestro joven protagonista, que acabará sucumbiendo a la influencia maligna de Bunting. Vástago de una familia disfuncional, víctima de un pedófilo, Jamie necesita de un ejemplo a seguir, un hermano mayor que le ayude a estructurar su existencia. Y no tiene peor suerte que darse de bruces con Bunting.  Éste se rodea de una variopinta trupe de clase baja (futuras víctimas, futuros cómplices), e inicia una relación con Elizabeth, la madre de Jamie. Sentados alrededor de la mesa de la cocina, todos hablan de temas cotidianos, como una gran familia: cómo acabar con el vecino peligroso, el vecino que molesta a tus hijos, el vecino que asquea. Son caras de pobres, problemas de pobres. Snowtown carece por completo de glamour porque la sangre no tiene glamour.

Para cuando se llega al primer gran shock de la película, uno lleva ya oliendo a chamusquina durante un buen rato. Se intuye que, de un momento a otro, sucederá algo espeluznante. Los vecinos, los amigos, empienzan a desaparecer. Y Bunting, que al principio es protector y comprensivo, se vuelve más amenazador y violento. El gran bautismo de fuego de Jamie llega en una de las escenas más terroríficas que se haya rodado jamás en un cuarto de baño (pienso en Psicosis, pienso en Scarface). Es aquí donde Troy Youde, medio hermano de Jamie, es torturado y asesinado a sangre fría. Es el primero de los crímenes en que participa Jamie. A partir de este momento, cuando la salvación de Jamie resulta impensable, cuando su inocencia se hace añicos, uno gana plena conciencia de las palabras "basada en hechos reales", y se convence de que la película no tendrá final feliz. Y que el resto del metraje consistirá en un lento descenso a un infierno basado en un infierno real.

lunes, 16 de enero de 2012

A Dangerous Method

Pues la última película de David Cronenberg comienza con un carruaje que se desplaza a toda leche por el paisaje suizo. Dentro de él se encuentra Keira Knightley enzarzada en una de las peores interpretaciones de su carrera. (Aunque lo cierto es que mi conocimiento sobre la carrera de esta actriz es limitadísimo para descerrajar tamaña hipérbole. La vi en The Hole haciendo de zorrón y me gustó; la vi en  The Edge of Love, y la verdad es que no; la vi en Expiation, y ni fu ni fa. Keira: ¿Me has visto en The Duchess?; yo: No; ella: Pues entonces cállate la boca.)

Es así como continúo escribiendo este post: en silencio. La Knightley interpreta a Sabina Spielrein, una joven perturbada que es recluída en la clínica del joven doctor Carl Jung (Michael Fassbender).  Este es el método que utiliza Keira para interpretar a una perturbada: separa mucho las mandíbulas, todo lo que puede, como si intentara abarcar con los labios todo el manubrio de Mandingo sin éxito, o con éxito pero atragantándose. También tartamudea. No puedo evitar sonrojarme viendo estos esfuerzos fallidos. Es como si viera a Orlando Bloom haciendo de Randle McMurphy en un remake de Alguien voló sobre el nido del cuco. Pero Keira no tiene pudor, y se atreve con todo. Guapa, todo lo que quieras. Buena actriz, eso no tanto. Todo lo contrario que Natalie Portman, actriz que comparte una belleza parecida a la de Keira, y que, sin embargo, asume sus roles con la reverencia y el pundonor de las artistas clásicas. Es esta actitud la que le da perspectiva y credibilidad a sus interpretaciones. Natalie hace de perturbada (por ejemplo, en Black Swan) y nos pone la carne de gallina, nos hace admirarla un poco más, en fin, le dan un Oscar. Keira hace de perturbada y la platea tose. Mi vecino de butaca y yo nos miramos:¿esta tía va en serio?  

Pero esta consternación dura solo los primeros minutos de la película. Porque A Dangerous Method no va tanto de la manifestación de la enfermedad como de los entresijos de la cura. Estamos a principios del siglo XX, concretamente en el año 1.904, y el doctor Carl Jung, para tratar los problemas mentales de Sabina S., ha decidido poner en práctica las revolucionarias teorías del doctor Freud. Para ello sólo necesita de dos sillas y de un bloc de notas, en el cual irá recogiendo todas las declaraciones que la paciente vaya vertiendo acerca de su pasado y de sus sueños. Sabina S. no tarda en dejarnos claro dos cosas: uno, que es una mujer inteligente y con grandes potenciales; dos, que el origen de su patología está íntimamente ligado al origen de su sexualidad, y que una victoria sobre la primera no viene sin una rendición a la segunda. David Cronenberg consigue fascinarnos con esa ambientación de psicoanálisis de principios de siglo, a la que sólo le bastan dos sillas, un puñado de tests asociativos, y la penumbra por todos lados para transportarnos con verosimilitud (interpretación de Keira aparte) a los rincones más oscuros del inconsciente. Con esas, Sabina S., la paciente, mejora bastante, con lo que la interpretación de Keira también mejora, es decir, se estabiliza.   Y en cuanto el personaje de Sabina deja de chirriar, la película gana aún más en propósito y en interés, es decir, en sexualidad palpitante. Este toma y daca entre paciente y doctor está perfectamente guiado por Fassbender, quizás uno de los actores que mejor uso hace de un ceño fruncido, y que aquí pone en pie a un doctor Jung joven, entusiasta y buen samaritano. A medida que la relación entre Jung y Sabina se va estrechando, el montaje de la película se hace más frenético. Pareciera como si Cronenberg tuviera prisa por llevar a su película, y llevarnos a nosotros con ella, hacia un punto culminante que se encuentra en otro lado, más allá de los muros del hospital mental donde trabaja el doctor Jung. 


Y este punto culminante se encuentra en Viena y llega de la mano de Viggo Mortensen, que se pone la barba una vez más para regalarnos otra de sus interpretaciones impecables. Esta vez, en el papel de Sigmun Freud. De todas sus colaboraciones con Cronenberg, esta es la más sutil, la que se dibuja con menos elementos, y la que quizás nos da más pistas sobre la evolución de su carrera como actor. Si en A History of Violence y Eastern Promises el trabajo de Mortensen venía caracterizado por una interpretación más física, en A Dangerous Method el actor no necesita levantarse de la silla para llenar con su presencia toda la pantalla. Se le ve más sosegado, más profundo, llenando el puesto que, en sus previas películas con Cronenberg, estuvo ocupado por William Hurt y Armin Mueller-Stahl, respectivamente. Es decir, Mortensen asume la figura arquetípica del Padre. El personaje que tiene más poder, el personaje que más sabe. El personaje al que hay que matar para que la película respire. En su primer encuentro, Freud y Jung hablan durante horas de psicoanálisis y de psicología analítica, de la vida profesional y la vida doméstica, de los sueños y del hecho de ser pioneros de una disciplina en el nuevo siglo XX. Y se palpa, entre los dos personajes, entre los dos actores, una química perfecta. No es una química sexual, por supuesto (aunque el sexo sobrevuele la conversación de manera persistente) , sino la de una complicidad instantánea, la de un placer en la compañía mutua que se transmite rápidamente a todo el público. Después de este primer encuentro, la vida de Jung se complica un poco. Por un lado, la presencia en el Hospital de un nuevo interno, el doctor Otto Gross (Vincent Cassel), le hará al doctor Jung cuestionarse el verdadero papel de las inhibiciones en la vida privada de las personas. Por otro lado, iniciará un romance con Sabina quien, tras haberse matriculado en la Facultad de Medicina, se ha convertido en una prometedora estudiante de Psiquiatría. La aparición de Cassel es breve, pero suculenta. Con el personaje de Gross el actor añade otra página a ese catálogo suyo de interpretaciones cargadas de testosterona. Y Cronenberg parece recupera ecos de su anterior filmografía.


El cine de Cronenberg nos tiene acostumbrado a más visceralidad, a más delectación en todo tipo de excesos. Patologías aparecidas en sus previas películas han sido más brutales que las que aparecen aquí; la mente de antiguos personajes es más perversa que la de estos personajes. En A Dangerous Method, el director nos propone un tratamiento más recatado. Este recato, por supuesto, es inherente al tema de la película y a la época en la que está situada, aunque se eche en falta cierto toque hardcore en algunas de sus escenas. El latente masoquismo de Sabine, por ejemplo, está tratado desde la perspectiva de una colegiala a la que le guste un buen par de azotes. La promiscuidad vital de Otto Gross se atisba más en las conversaciones que mantiene con el doctor Jung que en la minúscula escena, casi un inserto, en la que le magrea los pechos a una de las enfermeras del Hospital.   

El único frenesí circundante es el del ritmo de la película. A Dangerous Method parece ir avanzando con la velocidad característica del siglo XX. Y, total, para que todos los personajes acaben más solos. Jung dará por terminado su romance con Sabine con el mismo sigilo con el que lo empieza. Y matará al doctor Freud (aunque de una manera simbólica, claro) , porque el racionalismo científico de éste no deja lugar para sus ideas teológicas y chamánicas. El último sueño narrado por el doctor Jung es una premonición de la I Guerra Mundial. Después del sexo y de las patologías del sexo y de los análisis del sexo, ésto es lo que pasará: se matarán los unos a los otros (esta vez sin simbolismos) y, al final, acabarán todos muertos.   



sábado, 7 de enero de 2012

Las Acacias

La figura del camionero es el eslabón perdido del cine Americano. Todo comenzó con una diligencia y un paisaje inabarcable, que debía de ser recorrido de cabo a rabo. El camionero era el personaje gruñón y adusto, la figura matemática que iba del punto A al B, el aventurero que se enfrentaba al destino con un cigarrillo colgado de los labios y la vista siempre puesta en el horizonte. Allí donde la figura del pistolero se encargaba de dar lustre a la metáfora sobre la justicia o la indomabilidad, la del camionero era una sombra machadiana en el Far West. Es decir, el camionero ponía el toque ascético, bondadoso, no falto de una ligera dosis de ensimismamiento. De ahí sólo hay un paso hasta llegar al protagonista de El salario del miedo, que era un camionero existencialista, o al héroe de La reina de África, que era un camionero de río. Más tarde, a la figura del camionero le salió un aura sentimental, porque siempre hay un camionero dispuesto a enamorarse o a irse de putas, y le pudimos ver en road-movies eminentemente femeninas como Estación Central de Brasil Transamerica.


En Las Acacias, su ópera prima, Pablo Girgelli bebe de esta herencia sentimental, desnudando a la figura del camionero de todos sus accesorios para ofrecernos una pequeña joya minimalista. Atención: la mitad de las escenas de la película transcurren en la cabina de un camión. ¡Toma mise-en-scène! Atención: hay tres protagonistas; uno de ellos es un bebé de 5 meses; los otros dos, adultos, tampoco se destacan por su elocuencia. Extractos del diálogo: "¿Vos sos Rubén?" "¿Cómo se llama la bebita?" "Tengo que parar acá" "Jacinta, yo..., yo..." Y poco más. Atención: la banda sonora de la película, el soundtrack del año, consiste en 57:34 minutos de rum-rum de motor. Aquí no hay ninguna enfatización. Si se quiere resaltar algo, el protagonista enciende un cigarrillo. La pericia de Girgelli ha consistido, mayormente, en llenar tanto silencio, tanto vacío, tanta distancia, con la mirada hondísima de sus protagonistas.  Y éste es el argumento: Rubén (Germán de Silva) es un camionero que accede a hacer un favor a su jefe y llevar a una mujer, Jacinta (Hebe Duarte), hasta Buenos Aires. Inesperadamente, Jacinta trae consigo, además de todos sus bártulos, a su hija Anahí (Nayra Calle Mamani). A Rubén este pequeño detalle no le hace gracia un pelo. Pero, aún así, decide llevar a estas dos pasajeras desde Paraguay hasta Buenos Aires, como había acordado con su jefe. Con esta carta de presentación no es de extrañar que fuera premiada con la Camera D'Or en Cannes.


Las Acacias transpira humildad desde su planteamiento hasta su más recóndita resolución. El viaje físico que emprenden sus protagonistas está marcado por carreteras llenas de baches y polvo y un paisaje rural con cuarto y mitad de cielo y tres kilos de pobreza. O eso parece. Y sin embargo, nuestros personajes son ricos a su manera. Porque el viaje es también el viaje interior que Rubén realiza hacia el pasado, además del viaje definitivo que Jacinta realiza hacia su futuro. Es así como ambos llenan la película de pequeños gestos, miradas, inclinaciones de cabeza. Es así como la enriquecen. Cabe destacar aquí el trabajo impredecible, impagable e inconsciente, de la  pequeña Mamani, que hace creíble toda esa ternura que brota espontáneamente y que contamina la segunda mitad de la película. Gracias a ella vemos el corazón de Rubén derretirse ante nuestros ojos. Y hace rum rum, el corazón, y también tic tac, al derretirse. Pero sobre todo rum rum. Cabe destacar también el papel de De Silva, sobre cuyos hombros recae todo el peso de la película, un peso leve, sí, pero no por ello menos valioso.  Es en la figura de su camionero donde uno se halla más cerca de una verdad insoslayable. En la guantera de su camión, Rubén guarda su pasado: una fotografía de su hijo, al que no ve desde hace 7 años. Rubén, solitario, huraño, irá reinventando, a lo largo de la película, a su nueva familia. Sentado al volante, sin moverse, mirando siempre al frente. Un poco, más o menos, como lo que hace el espectador desde su butaca.

Una vez que aparecen los títulos de crédito, después de que Rubén haya dejado a Jacinta y Anahí en su nuevo hogar, y con esa promesa aún flotando en el aire, el ruído del motor del camión se deja oír durante un rato más, y todos somos plenamente conscientes de lo que ya intuíamos antes, que, aunque la película ha terminado, la vida continúa, y que existe un camino aún por recorrer, aguardándonos en un lugar, más allá de las sombras, según se tira al horizonte a mano izquierda.