martes, 31 de julio de 2012

Kosmos

A poco que uno empieza a ver el cine de un país, cierta sensibilidad se va imponiendo en la retina, algo que no obedece tan sólo al punto de vista que nos ofrece la cámara o al ritmo de la película, sino a los modos y costumbres de los personajes que la habitan, así como las calles que éstos transitan o el color de  las estaciones que los envejecen. Del poco cine turco que he visto, he podido vislumbrar un amago de poética en los siguientes elementos: la nieve; los bigotes; las mezquitas.

Omar Pamuk: Los kebabs tienen también su poesía.


Pero lo cierto es que, por mucha poesía, por mucha exuberancia que uno quiera encontrar en cualquier cinematografía exótica (exótica por desconocida), en última instancia, es el discurso del director el que acaba imponiéndose, con sus reglas y sus manías, y es ahí donde se fraguan nuestras filias y nuestras fobias, las cuales se pueden ilustrar con un simple ejemplo, por ejemplo. En las películas de Nuri Bilge Ceylan, los personajes se llevan 20 minutos paseando, mirando el atardecer en el Bósforo o rascándose la nariz tras una ventana. Esto, que para algunos puede ser el no va más de poesía, para otros es un PUTO COÑAZO. 


Omar Pamuk: Hombre, el flanneur es algo bastante poético.


Sin irme mucho por las ramas, lo mismo que el cine de Ceylan (lo poco que he sufrido de él) me parece demasiado otomano-contemplativo, el cine de Reha Erdem, (lo poco que he disfrutado de él), me parece fascinante. Hay un elemento que diferencia el estilo de ambos directores de una forma radical, y es éste: Reha Erdem hace uso (de una manera bastante peculiar, eso sí) de las elipsis.




Kosmos, la última película de Erdem, contiene uno de los comienzos más hermosos que he visto este año en el cine: un hombre corriendo por un paisaje nevado, con un fajo de billetes en la mano y aullando como un lobo en invierno. Los copos caen en la pantalla y son como preguntitas cayendo en nuestras cabezas: ¿quién es este señor? ¿de quién huye? ¿hacia dónde se dirige? ¿le pertenece el dinero que lleva? Todas las preguntas serán respondidas en la película, con mayor o menor precisión, a su debido tiempo. Aquí nos limitaremos a aclarar dos de ellas. El personaje que corre por la nieve es Battal (Sermet Yesil)  un loco, un mesías, un espíritu, un sátiro, y la ciudad a la que se dirige, o a la que llega por casualidad, es Kars, de la cual ya había oído hablar en Nievela magnífica novela de Pamuk.


Omar Pamuk: Hombre, muchas gracias.


Justo antes de entrar en la ciudad, Battal salva a un niño de morir ahogado en el río. A los ojos de Neptün (Türkü Turan), la madre del niño, este acto es algo más que heroico. Es, sobre todo, un milagro y, como tal, viene dictado por la providencia. 


La llegada de Battal (o Kosmos, como se ha llamado a sí mismo ante Neptün) a Kars irá entonces precedida por este aura sobrenatural, y toda su estancia en la ciudad será una especie de juego con la ambigüedad divina y humana del personaje. Kars que, como toda ciudad de provincias, tiene más cazurros que la capital pero menos gilipollas, recibe a Battal/Kosmos con una mezcla de curiosidad y desconfianza. La ciudad, situada en la frontera con Armenia, asediada por el continuo ruido atronador de las pruebas de tiro del ejército, gélida y gris, bien podría hacer con un milagro o dos para alegrar sus días.



Erdem retrata este microcosmos frío e hipnótico con una maestría plausible. Por un lado nos presenta el día a día de Kosmos con escenas que acaban siendo rutinarias: las visitas al mismo café, el vagabundeo por las calles, los robos. La repetición de estas escenas, intercaladas con unos planos menos prosaicos (imágenes de la plaza con la estatua ecuestre, de los ojos de las bestias, de la luna tras las nubes), crean no sólo un ritmo, sino una atmósfera que oscila entre lo onírico y lo premonitorio. Por otro lado, Erdem presta una peculiar atención a los sonidos (la tos, los mugidos, el viento, los disparos), los cuales componen una especie de sustrato caótico sobre el que se erige la realidad cotidiana de Kars. Kosmos, con su corazón un poco tarambana, parece mantener a raya ese caos y fomentarlo a partes iguales. A partes iguales, Kosmos parece ser un dios y un hombre, un poeta y una bestia.  En un lugar donde sólo existe el orden, parece ser, no hay lugar para los milagros. Y así, en la progresiva incertidumbre social que parece irse apoderando de la ciudad, parece residir la predisposición al acto divino. Esta espera de lo maravilloso viene marcada además por una banda sonora que parece compuesta adrede para la película, a pesar de ser antiguas piezas de A Silver Mt. Zion y Rachel's. Atmósfera lúgubre, acechante y hechizante a la vez. 


Habrá quien, al escuchar las piezas de los links del párrafo anterior pensará: "Jo, no me digas más, esas cosas de las que hablas y esa música tan bonita y tan seriota, esto es un peñazo fijo". Pero no, Kosmos está llena de pequeñas epifanías, de grandes recompensas para el espectador. Además del catálogo de imágenes portentosas, ahí están sobre todo las vidas solitarias, los personajes tristes que pululan por las calles de Kars y que Erdem y sus actores retratan con una dignidad apabullante: la profesora trasladada a Kars, el padre matarife de Neptün, el sastre con tos. Miradas profundas que contemplan el vacío de sus propias vidas mientras aguardan el milagro. Como dice un personaje de la película (ya no recuerdo cual) "en la mayoría de los sueños y en la mayoría de las palabras existen cosas vacías".


Omar Pamuck: También en la mayoría de las despensas.


Pues eso.


domingo, 22 de julio de 2012

Iron Sky

¿Qué hubiera sido de la Historia de la ficción del siglo XX si no hubieran existido los nazis? Miedo me da pensarlo. Encarnación perfecta de la idea del mal,  ideología cargada de connotaciones históricas, científicas y filosóficas, el nazismo ha servido a la literatura y al cine de una fuente inagotable de narraciones,  donde se dan cita el heroísmo más ejemplar con las últimas fantasmagorías que pueblan los insomnios del hombre moderno. Cinematográficamente hablando, bajo la sombra del nazismo se han fraguado obras maestras que van desde el documental espeluznante de más de 200 minutos de duración al musical decadente con ménage à trois incluído. Por supuesto, en un lugar destacado, están aquellas películas que lograron hacer humor con el horror. Más allá de la mofa hecha a toda la parafernalia nazi, estas obras ofrecen una alternativa más que digna a la filosofía existencialista, una forma distinta de exorcizar el Holocausto, una manera de enfrentarse al mal absoluto con un guiño escandalosamente humano. Y pienso en El gran Dictador, Ser o no Ser, Teléfono Rojo...Viendo estas obras me siento un poco como aquel padre del chiste del maestro Gila, quien, tras una broma pesadísima a consecuencia de la cual moría su hijo, se dirigía así a los garrulos de su pueblo: "Habéis matado a mi hijo pero, jo, ¡lo que me he podido reir...!". 

Iron Sky, en un intento inusual de hacernos cosquillas con el bigote de Hitler, nos ofrece la curiosidad argumental de mezclar las esvásticas con los platillos volantes. Eso está bien, se dirá más de uno. Puestos a parodiar ideologías demenciales, nada mejor que atacar a la cienciología además de al nazismo. Pero para hacer reír, lo mismo que para cazar, hay que tener puntería. Y Iron Sky tiene algo de metralleta en manos de Ed Wood. El humor que aparece en ella, un humor finés al fin y al cabo, adolece de cierta pereza intelectual,  es como un humor de universitarios. Su territorio se halla, como no podía ser de otro modo, en el subgénero spoof, y tanto sus gracietas visuales como sus diálogos absurdos beben de Mel Brooks y de los hermanos Zucker, sin alcanzar nunca el grado de delirio de estos directores. Por si eso fuera poco, la película parece mostrar cierta debilidad por sus escenas de ciencia ficción y, así, nos regala minutos de metraje llenos de naves espaciales y batallas cósmicas, que no son nada de cómicas. A no ser que quisieran parodiar el género de ciencia ficción, intención que se me escapó por completo. 



Aún así, hay un puñado de ideas cachondas, como el tratamiento "albinizador" o "ariador" (no sé cómo traducirlo) al que se ve sometido el astronauta negro, que la futura presidenta de USA sea una megalómana Sarah Palin, o el uso que los nazis hacen de El gran Dictador como material didáctico. Pero aún así las ideas no terminan de germinar o se desarrollan con torpeza argumental. La dirección de Timo Vuorensola sólo hace añadir más dudas a la calidad de la película. En una escena de caos y destrucción en Manhattan, no pude menos que percatarme de cómo todos los extras corrían en el mismo sentido...¡para hacer bulto! ¿Es Iron Sky entonces una película de serie B o una película que parodia la serie B? Hay momentos en los que parece lo segundo pero el mimo puesto en los efectos especiales, el diseño de las naves y la base lunar de los nazis hace pensar lo primero.

Iron Sky ha sido financiada con el método de crowdfunding. Es decir, la gente seducida por el proyecto podía apoquinar dinero en un bote con el fin de verlo realizado. Pero una vez que la película está hecha y estrenada en las pantallas, parece que el aficionado aún tenga que poner un poco más de su parte para disfrutarla. Si uno no tiene más remedio que ver Iron Sky, se recomienda verla en compañía, con un paquete de palomitas y, a ser posible, fumados.





martes, 17 de julio de 2012

Killer Joe

¿Qué es un thriller? Uno va al supermercado con la lista de la compra, se lava los dientes todos los días, se plancha las camisas los domingos por la tarde, envejece. Mañana por la tarde habrá cita con el médico para un examen de próstata. ¿Dónde está la emoción en el día a día? ¿Quién nos recuerda aquello que una vez fuimos, los jóvenes, los indestructibles, los salvajes? Hay, en las plantas de desguace, una cinta de Los Chunguitos sonando aún en el radio cassette de un Renault 5: "Dame veneno que quiero morir...". Eso es: veneno. ¿Qué es un thriller? ¿A quién hay que matar? De todas estas preguntas, la única que importa es la última, porque es la que pone nuestra curiosidad malsana en movimiento. ¿A quién no le alegra el día un cadáver colocado en el sitio indicado a la hora convenida? William Friedkin, que ya lleva sus años haciendo pelis, y que sabe que al espectador que quiere veneno hay que darle veneno, comienza su última película, Killer Joe, con el sonido de un mechero zippo al abrirse, un sonido que es igualito al de una guadaña cortando cabezas.  Y ya nos pica la curiosidad.  


Luego, claro, está el protagonista, Chris Smith (un buenísimo y refrescante Emile Hirsch), un granujilla de medio pelo con el agua al cuello que no tiene mejor idea para pagar sus deudas que matar a su propia madre, Adele, para cobrar así su seguro de vida. Cómplices del plan: Ansel, padre de Chris y ex-esposo de Adele; y Dottie (la nueva sensación Juno Temple), hermanita de Chris e hija de Adele. Brazo ejecutor: el killer Joe del título (Matthew McConaughey), un policía fascista, machista, pedófilo y, posiblemente, del Athletic. La familia y uno más, qué miedito.




Toda la primera parte de Killer Joe funciona como un thriller humorístico muy bien plantado, que podría hacer las delicias de cualquier fan de Tarantino o de los hermanos Coen. El toque machista del planteamiento resulta tan subversivo (matar a la madre, ¿cómo no se nos había ocurrido antes?), que uno queda seducido por la evidente actitud gamberra de la película. Todo parece ser una caricatura de la institución familiar. Sharla, la madrastra de Chris, recibe a éste sin bragas y con el pubis al aire (y eso que fuera está lloviendo); Chris y su padre no dudan en ofrecer Dottie a Joe como una especie de pagaré, ya que no tienen dinero para cubrir los honorarios del asesino; Sharla y Dottie hablan despreocupadamente de cómo aquella le pone los cuernos al padre de ésta. Los personajes son antipáticos, primitivos o con pocas luces. Y todo parece ir siempre a peor, es decir, a mejor para nosotros. Killer Joe esté basada en una obra de teatro de Tracy Letts, del cual Friedkin ya había adaptado Bug a la pantalla. En el caso de Killer Joe uno tiene donde elegir entre las distintas situaciones extremas que se nos narran bajo el techo de una caravana de redneck: el matricidio, el adulterio, la explotación infantil. Es como si Shakespeare hubiera crecido comiendo mazorcas de maíz y bebiendo Budweissers. 




Con un augurio tan suculento, uno sólo espera que Killer Joe vaya a más y a más, en un crescendo de violencia y mala baba no apto para cardíacos. Pero no, a mitad de la película se nos revela que el asesinato de Adele no es importante. De hecho la escena del asesinato no aparece siquiera en la película y uno sabe que Adele está muerta porque su supuesto fiambre aparece en el maletero del coche de Joe. Y a otra cosa, mariposa. A partir de ahí la película, que respiraba tan bien en su primera parte, se cierra sobre sí misma, creando una atmósfera confusa y opresiva que posiblemente no sea para gusto de todos. Parte de esto se deba a un protagonismo excesivo del carácter de Joe que, por muy bien que esté interpretado por McConaughey (frío, perturbador, impasible), a fin de cuentas, no deja de ser un psicópata asesino. Joe, que tras desvirgar e iniciar un romance con Dottie, pasa a ser un nuevo miembro de la familia, no duda en humillar y maltratar a sus componentes en una larguísima velada que parece no tener fin.  Por otra parte, el casi completo sometimiento del resto de los personajes al sadismo de Joe, deja sus historias (que es para todos la misma historia de codicia) sin una satisfactoria resolución. Hay una escena, que incluye el rostro salvajemente golpeado de Sharla y un muslo de pollo del KFC, que seguro pondrá el grito de las feministas en el cielo. Y, posiblemente, no sin razón. Porque es entonces, en ese final chungo de violencia y absurdo, cuando Killer Joe nos muestra su auténtica faz. No se trata de un thriller sino de un esperpento. Un esperpento noir sin anticlímax ni bicarbonato sódico para los ardores de estómago. 



martes, 3 de julio de 2012

Moonrise Kingdom

-¿Y si vemos la nueva de Wes Anderson? ¿Te gusta Wes Anderson?
-Me encanta Wes Anderson. Cada vez que veo una de sus películas tengo la sensación de estar en una librería de viejo, oliendo a humedad, a moho, a magia encuadernada, a tiempo detenido. Me siento seguro y feliz. Y dispuesto a la aventura. 
-Sí. Wes Anderson es la leche. Es la leche condensada La Lechera. ¿Tú crees que a papá le gustaría?
-¿A ese hijo de puta? No sé. Papá nunca desayunó con nosotros.
(Oído en la cola de un cine)


-Ze Wes is ze bes
(Jim Morrison a la edad de 6 años, cuando tenía problemas con el frenillo)




Si hay una palabra que clasificara el cine de Wes Anderson (un cine en todo caso inclasificable), esa palabra sería retro. No sólo porque en los atrezzos de sus películas abundan  las referencias a un pasado nostálgico (y ahí están los pick-up, las chaquetas de pana, las raquetas Donnay,  los gorros de lana con pompón, las máquinas de escribir, etc.) No sólo por sus bandas sonoras, rica en los éxitos del pop, el rock y el folk de los 60 y 70. También se puede adivinar, en sus personajes, una especie de tributo o parodia a personajes de viejísimas novelas americanas, es decir, a los bisabuelos de la literatura, personajes de carácter rancio que aparecen en novelas que hoy en día posiblemente poca gente lea, pero que seguro hechizaron las tardes interminables de la infancia del joven Wes. Y ahí se puede entrever a George Amberson en Chas Tenenbaum y al capitán Ahab en Steve Zissou. Al ver Moonrise Kingdom no he podido dejar de pensar en Tom Sawyer y Becky Thatcher. Los vectores son demasiado vagos, pero están ahí: el amor infantil, el niño huérfano, la niña bien, la casa en el árbol como la de Huckleberry Finn, el protagonismo del río (que no es el Mississipi ni es un río siquiera, sino el mar que rodea la isla de New Penzance, pero bueno).  También el humor, claro, aunque por supuesto la socarronería de Mark Twain no es lo que domine en las películas de Anderson, más dado al humor blanco, a la broma visual, al chiste protagonizado por niños maduros y adultos infantiles. 


Quizás sea ese aire retro una de las claves de la fascinación que despierta el cine de Wes Anderson, tan similar al aire retro de los juguetes de nuestra infancia. Especialmente de la infancia de aquellos que nacimos en los años 60 y 70, cuando los videojuegos aún no habían acabado con el Cinexin, con la Pista Looping, con la cocina Molto. La emoción subyacente en cada película de Wes se puede comparar a la que produciría el abrir la caja de los Juegos Reunidos y encontrar todas las piezas allí, intactas. Hay una especie de déjà vu, una complicidad maravillada. El niño que fue Wes Anderson mira a los ojos del espectador adulto que somos. El fabulador que Wes Anderson es sienta en sus rodillas al niño que fuimos, a ese niño con inagotable capacidad de sorpresa, y le cuenta una de sus historias, que suelen venir con el envoltorio de una anécdota familiar. Acaso eso es lo que sean. Historias de familias. Acaso la comparación que hice hace un momento con los Juegos Reunidos no fuera completamente correcta. O mejor, no la descartemos. Simplemente, eliminemos la Ju del principio. Las pelis de Wes Anderson son como ver un viejo álbum de fotos: una caprichosa y entrañable colección de egos reunidos.   



Moonrise Drive nos narra las peripecias de Sam (Jared Gilman) y Suzy (Kara Hayward), dos jovencísimos tortolitos que planean fugarse juntos a un lugar paradisíaco, dejando atrás sus infelices vidas. Anderson deja claro desde un principio que estamos en otra época, concretamente en 1965, cuando aún existían las correspondecias amorosas y  las niñas se fugaban con niños de su edad y no con señores calvos que habían conocido en una chat room. Pero claro, cuando uno deja su vida atrás, la vida siempre le persigue a uno. En este caso, los perseguidores son los compañeros scouts de Sam, su monitor (Edward Norton), los padres de Suzy (Bill Murray y Fraces McDormand), y el sheriff Capitán Sharp (Bruce Willis). Los actores están todos bien, incluidos los niños, y todos se adaptan fácilmente al universo Anderson: a todos les queda bien la ropa vintage y las neurosis. 


Sam y Suzy escapan porque ambos son unos rebeldes. Sam es huérfano, un niño díscolo y bastante impopular entre sus compañeros. Suzy es la hija primogénita de la familia Bishop, tiene tendencia a las rabietas súbitas y se sabe infeliz. La rebeldía de ambos, el saberse incomprendidos e únicos, los une, como a otros les une un concierto de Rosendo. Este amor entre adolescentes solitarios ya lo habíamos visto antes en Margot y Richie Tenenbaum, tienda de campaña incluida. Pero si el amor de los hermanos Tenenbaum era reprimido y algo trágico, el de Sam y Suzy es libre y lleno de descubrimientos. Anderson da lo mejor de sí al retratar la historia de ambos: el primer encuentro; la correspondencia amorosa; su acampada en una playa donde toman el sol, se dan el primer beso y bailan al ritmo de Le temps de L'amour, de Françoise Hardy, mientras, poco a poco, sin que se den cuenta, el pasado les va cercando.




Esta primera parte de la película es la que funciona. Luego, las autoridades públicas y familiares llegan y los separan, y Anderson se ve con media película más que rellenar, y un clímax y una resolución con las que rematar la faena. De todos los colaboradores con los que Anderson ha escrito sus guiones, quizás sea Roman Coppola el que peor ha sabido sacar partido del universo del director. Resulta curioso. El mejor Anderson es aquel en el que la figura del padre proyecta su desconcertante sombra sobre las neurosis y las inseguridades del hijo. Pienso en Royal Tenembaum, en Steve Zissou, en Mr. Fox. Y uno se imaginaría al señor Coppola Sr. siendo un Vito Corleone, un Kurtz con sus vástagos, pero parece que no fue así. Las películas escritas con Coppola Jr. (The Darjeeling Project y ésta) languidecen de una manera u otra, por falta de un conflicto paterno-filial como Dios manda. El odio de Suzy hacia sus padres es otra cosa. Suzy es demasiado joven para tomar sus fobias en serio. De la misma manera, Sam y Suzy son aún demasiado niños, demasiado inocentes, como para que su amor no deje de ser una cosa de chavales. Ambos piensan aún más en casarse que en follar. Nada que ver con los niños de Adiós, cigüeña, adiós



En definitiva, Moonrise Kingdom parece ser una película de transición. Existen demasiadas cosas prestadas de previas obras de Anderson. La inundación del final y la presentación del hogar de los Bishop al principio parecen extraídos del rodaje de Fantastic Mr. Fox, la amistad entre Sam y el capitán Sharp parece inspirada en la amistad entre Mark Fischer y Herman Blume en Rushmore, los uniformes de marino de The Life Aquatic dan paso al uniforme de boy scout. Y así. ¿Qué nos deparará entonces el cine de Wes Anderson en el futuro? Uno puede pensar en el evidente pulso literario del director, en  su pasión bibliófila. Y entonces resulta fácil soñar que Wes Anderson será el primer director en rodar la gran Novela Americana. Por supuesto, una gran Novela Americana con familias desestructuradas, persecuciones épicas, viajes iniciáticos, y una voz en off que puede ser la de un joven ventrílocuo cuyo padre murió en el 11/9, que si algo tiene el cine de Wes Anderson es simpatía. O también puede continuar como hasta ahora, haciendo libros troquelados en los que uno tira de una palanquita de cartón y un tiovivo se pone en movimiento, y en él va el niño que Wes Anderson fue, y nos sonríe. Si este es el caso, esperemos que en la próxima entrega de su colección Wes Anderson nos salude desde una montaña rusa.