miércoles, 30 de mayo de 2012

Marley

Bob Marley nació en Nine Mile, una pequeña localidad situada en medio de ningún sitio, a 100 montañas selváticas de Kingston, capital de Jamaica, en 1945. Su nombre completo era Robert Nesta Marley Booker, pero cuando murió en Miami, a la temprana edad de 36 años, todo el mundo le conocía como Bob Marley.

Bob Marley creció en medio de las contínuas humillaciones de sus vecinos. Su padre, el capitán Norval Marley, una figura borrosa y elusiva en la biografía del cantante, era blanco, por lo que Marley nació mulato, blanco perfecto para las burlas de los jamaicanos, descendientes todos ellos de esclavos africanos, evidentemente negros. Se ve que la genética, si no los colores, jugó un papel importante en la vida de Bob Marley.

Bob Marley vivió la experiencia de la pobreza de primera mano. Al comienzo de su adolescencia se muda con su familia a Kingston, al barrio de Trench Town, uno de los más humildes y peligrosos de la capital jamaicana. Aquí la vida no vale nada, y todo parece tener algo en falta: bicicletas con un sólo freno, cabras con un sólo cuerno, viudas con un sólo marido.

Bob Marley forma The Wailers con su amigo de infancia Bunny y con Peter Tosh. Tocan, tocan, tocan música a todas horas. Uno noche, van a actuar al cementerio de Kingston. Según Bob, si logran perderle el miedo a los malos espíritus, perderle el miedo al público es pan comido.

La madre de Bob, Cedella Marley, emigró a los Estados Unidos dispuesta a medrar. Marley la siguió poco después de casarse con Rita. En los Estados Unidos trabajó en una planta de automóviles durante 8 meses. Por las tardes, se dedicaba a tocar la guitarra en el garage y a fumar marihuana con un vecino.

Bob Marley tuvo 11 hijos bastardos de 7 amantes diferentes. Cuando en una entrevista le preguntaron si estaba casado, su respuesta, muy escueta, fue "No".

Cuando iba de gira, Bob Marley era registrado en todas las aduanas por las que pasaba. La policía esperaba encontrar un alijo de droga en su equipaje. Sin embargo, este alijo hipotético nunca apareció.

Bob Marley fue víctima de un atentado en 1976, ya que se malinterpretó que un futuro concierto suyo iba a servir como apoyo a la candidatura del líder del PNP, Michael Manley. Pero Marley siempre se había declarado como apolítico. Una bala le hirió el pecho; otra bala hirió a su mujer en la cabeza. Políticamente, las cosas en Jamaica iban de mal en peor, y los dos principales partidos políticos, el PNP y el JLP, eran como dos bandas rivales de gángsters. Dos días después del atentado, Bob Marley subió al escenario y cantó para un público enfebrecido.

Bob Marley vivió en Londres junto a su entourage durante una temporada. Todas las mañanas se iban a Battersea Park a jugar al fútbol.


Bob Marley grabó 12 álbumes y un buen puñado de canciones hermosísimas. Is this love, Redenption song, Satisfy my soul, Selassiè is the chapel, Waiting in vain revolucionaron la música que hasta entonces se había hecho en Jamaica, y conquistaron las ondas de todo el mundo porque tenían vocación universal. 




Estos hechos, y muchísimos otros, forman el cogollo de Marley, el nuevo documental de Kevin Macdonald. Con tanto jugo que sacar, uno se pregunta cómo es que han pasado más de 30 años para que a alguien se le haya ocurrido contar esta historia. La estructura de Marley es tradicional y se dedica a seguir los pasos del héroe desde la cuna hasta la tumba. Y, por supuesto, están los testimonios de las personas que tuvieron algo que ver en la vida de Bob: su madre, su mujer, sus amantes, sus hijos, su banda, sus productores...Todos guardan un recuerdo de él, todos tienen una opinión sobre él, todos miran a la cámara y sonríen y, a veces, lloran.

Parece ser que todo lo que se necesita para hacer un documental con garra es tener a un personaje carismático, o al que se le puede adjudicar cierto carisma. Ahí están Triumph des Willens, No direction home, Senna. Con este último, Marley comparte la visión espiritual y el destino casi mesiánico del protagonista. O sea, teoría pura y dura de Christopher Vogler, pero sin la resurrección. Senna murió a manos de su propia temeridad; Marley, por un melanoma.  Sí, todo lo que se necesita es carisma y una muerte inesperada para hacer una buena película. Con la figura de Lennon, por ejemplo, se puede hacer un documental como The U.S. vs. John Lennon, mientras que con la de McCartney, uno sólo llega a algo más estrictamente musical como Get back. Marley, por supuesto, va más allá de lo musical, y verla es como asistir a una liturgia. Uno escucha la palabra de Dios, y vuelve a casa convertido.

martes, 29 de mayo de 2012

Breathing


En Viena no sólamente hay suicidios. Los vieneses también mueren por la enfermedad, por la vejez, por los asesinatos. Es decir, que la palman como Dios manda: de manera prosaica y sin escenografías. Breathing, ópera prima de Karl Markovics, está ambientada en Viena y está llena de muertos, pero ninguno de ellos parece ser un suicida. Hay también un adolescente taciturno, Roman Kogler (Thomas Schubert), quien lleva toda su vida en instituciones y que actualmente vive en un reformatorio por  culpa de un homicidio que cometió hace algunos años, a la espera de un juicio donde se juega su libertad condicional. Kogler carece de la temeridad, la desesperación o la inconsciencia necesarias para quitarse la vida. Sin embargo, posee lo suficiente de estas tres cualidades como para querer seguir viviendo. Y eso que su existencia está en un punto muerto y su futuro parece borroso y poco promisorio.  Pero Breathing no es una película depresiva o un psicodrama al uso, sino que se trata de un minucioso y absorbente estudio sobre el arte de la redención.


Cuando empieza la película, Kogler acaba de dejar de mala manera un trabajo como aprendiz de soldador y avanza, ofuscado, por una carretera desierta. Si nos ponemos alegóricos y decimos que se trata de la carretera de la vida, posiblemente acertaremos. Es en este lugar donde aparece por primera vez el personaje de Stefan (Gerhard Liebmann), un trabajador social encargado de procurar la libertad condicional para Kogler y a quien Kogler se lo pone muy crudo. Ya hemos hablado aquí antes de la irritabilidad de la juventud, de ese perpetuo estado de cabreo, insolencia, enfurruñamiento y latente violencia en el que viven. Aire fresco. El cine está lleno de jóvenes inadaptados porque la tensión que generan es siempre más dramática y, por ende, más estimulante, que las buenas maneras. Y Kogler es el chico raro del que nadie quiere ser amigo. Y no es de extrañar porque, en realidad, Kogler no quiere ser amigo de nadie. En el coche de Stefan ambos discuten. Stefan: Tienes que poner tu mierda en orden; Kogler: Que te den por culo. El diálogo éste es inventado, por supuesto, pero por ahí van los tiros. A lo largo de la película, habrá más escenas en el coche y más discusiones. Siempre habrá algún sitio al que ir, siempre habrá un asunto que airear. Tomando en cuenta simplemente las escenas que transcurren en el coche de Stefan, uno percibe la maña de Markovics al escribir el guión. Casi sin darnos cuenta se nos narra una evolución, desde esta primera escena con gritos y portazos hasta un viaje en coche con niña y colchón de Ikea al fondo. Y es que los personajes de esta película están abocados al entendimiento.






Markovics llena el mundo de Kogler de acciones automáticas y repetitivas, sin dejar resquicio alguno para que el personaje manifieste su lado más humano o para que el espectador sienta cierta simpatía por él. Curiosamente, algunas de estas acciones (el examen visual al que se ve sometido cada vez que vuelve de la calle al reformatorio, sus largos en la piscina) implican una desnudez física en el personaje que no se corresponde en absoluto con una desnudez emocional. El hermetismo de Kogler raya. Su jeta enfurruñada nos pone de mala hostia. Y, sin embargo, Breathing acaba siendo tan entrañable que, al final, nos entran ganas de dar una palmada en el hombro al chaval y enseñarle a hacer flautas de boj con una navaja. La metamorfosis comienza cuando Kogler decide solicitar un trabajo de aprendiz en una funeraria. Esta elección no nos hace estimarlo más, pero nos despierta la curiosidad por el personaje. Y éste irá creciendo lentamente ante nuestros ojos, sin que nos demos cuenta, acompañado por la música jazzística y sugerente de Herbert Tucmandl. En la funeraria las cosas no parecen comenzar con buen pie. No sólo es un trabajo demandante y triste, sino que Rudolf (Georg Friedrich) uno de sus compañeros de trabajo, parece empeñado en hacerle la vida imposible. Los muertos, eso sí, no dicen ni mu. En una de las visitas a la morgue, Kogler descubre el cadáver de una mujer que lleva su mismo apellido y se preguntará si no se trata de su propia madre, que le abandonó nada más nacer.




Y así, Breathing se nos irá revelando como la historia de un joven en búsqueda de una identidad y de un lugar en el mundo. La cámara parece dar un paso atrás para ver mejor el mundo desolador de Kogler, lleno de muertos, malos rollos y penitenciarías. Y, poco a poco, el frío de Viena irá desapareciendo hasta dejar un poso de calor como el que dejan dos manos que acaban de estrecharse. Repito una vez más que esta evolución sucede casi sin que nos demos cuenta, porque ese sigilo de la película es una de sus mayores bazas. Los ojos de Kogler irán desde el fondo quieto y silencioso de la piscina hasta su superficie, como una mirada que va desde los muertos hasta los vivos, como un corazón a punto de asfixiarse que, en el último momento, da un respiro.

martes, 8 de mayo de 2012

Blank city

A finales de los 70, el Lower East Side de Nueva York era un vertedero de ratas. Los edificios estaban abandonados y medio en ruinas. Los escombros, las cucarachas y las jeringuillas eran las señas de identidad de un vecindario en pleno declive. La juventud, en cambio, era hermosa. Es así, al menos, como nos lo cuentan los protagonistas de Blank City, un documental sobre la escena uderground neoyorquina de esta época, donde músicos, artistas y cineastas alumbraron el No Wave, un movimiento que bebía de la transgresión del punk, del estilo de Goddard y de la espontaneidad que da la calle y el tener 20 años.



Ha pasado mucho tiempo desde entonces, (una inmensa oleada de triunfos, fracasos, divorcios y menopausias), así que parece apropiado volver la vista atrás y rememorar el pasado, o lo que uno cree que fue el pasado. En este caso, hay miles de fotografías y material filmado que atestiguan que la fiesta fue salvaje, que duró hasta la mañana siguiente, y que todo el mundo habló de ella hasta mucho después de que estuviera barrido el confeti del suelo. Céline Danhier, la directora de este documental, ha puesto la cámara frente a los protagonistas y les ha dejado hablar, mientras ella se ha ido al deli de la esquina a comprar una lata de cola light. Y los protagonistas tienen mucho que decir y mucho que recordar. Uno a uno van añadiendo sus pedacitos de recuerdos hasta formar un gran fresco de la época. Algunas de las cabezas del rompecabezas: Jim Jarmusch, Steve Buscemi, Debbie Harry, John Waters, Richard Kern, Lydia Lunch, Nick Zedd, Amos Poe, Jack Sargeant. Fueron todos los que están, pero no están todos los que fueron.


Los músicos hacen discos-homenajes; los escritores, antologías. Blank City es, principalmente, el testimonio de los cineastas de aquella época, y, por ese motivo, hace gala de un archivo cinematográfico de super 8 y 16mm impagable. Una de las mejores cosas de este documental son esos clips de películas underground, que son como el ojo de una cerradura por el que se tiene acceso a un mundo del que, hasta entonces, uno apenas había tenido noticias. Y así, ante nuestras atónitas pupilas, aparece un catálogo de adicciones, asesinatos, mutaciones, vagabundeos, penetraciones y paranoias varias, todos ellos de una fuerza y frescura irrefrenables. Ahí estan, pedacitos de cine underground, The Blank Generation, The Foreigner, They eat scum, Rome´78, Underground USA, Manhattan Love Suicides,  y muchas otras más, todas ellas audaces, todas ellas absurdas, resaltando, a partes iguales, el feísmo y la belleza fulgurante de una ciudad y una época. En palabras de Nick Zedd, (de su Cinema of Trasgression manifesto): "Nuestra propuesta es que hagan saltar por los aires todas las escuelas de cine y que nunca más se hagan películas aburridas". ¿Quién necesita las subvenciones?


Resulta igualmente impagable cuando los personajes nos narran los entresijos de cada rodaje, como por ejemplo cuando James Nares y su cuadrilla okuparon un apartamento con cúpula para poder rodar una escena de Rome 78, o cuando Jim Jarmusch tuvo que mover a Basquiat de un sitio a otro mientras éste dormía, para evitar así que saliera en el encuadre de algunas de las escenas de interior de Stranger than Paradise. Y quién salió en la película de quién, y quién se acostó con quién, y a cuanto estaba el kilo de celuloide en Chinatown. Como retrato generacional, Blank City da en el clavo.


 


Se hecha en falta quizás alguna referencia a los cineastas que por aquel entonces, en otras partes del mundo, estaban haciendo algo muy parecido, si no lo mismo: un cine barato y radical. No hay ni rastro del Londres de Jarman, o del Madrid de Almodóvar.  Por eso, ese punto de vista del allí y entonces y sólo nosotros, hace que algunas de las declaraciones de Blank City  tengan cierto tufillo de autocomplacencia, y es como si el abuelo Cebolleta nos estuviera contando una de sus batallitas. El final de esta época llegaría con Ronald Reagan, el SIDA y la gentrificación. Y ya sólo habría sitio para Madonna quién, en sus mejores tiempos, llenó la MTV de parafernalia S&M y besos lésbicos. La juventud, única e irrepetible, es la misma en todas partes.