martes, 26 de febrero de 2013

Argo

Argo é la úrtima penícula der Ben Affleck quién, ar paresé, la ha dirigío, produzío y protagonisao, er hijoputa le da a tó los palos. No, fuera guasa. A mí er Benny é un actor que me gusta desde que lo vi en ese flim donde se namoraba de una tortiyera, ziempre me ha paresío un tío mu formá. Er cabronaso é guapo pero no va de guapo, ¿zabeh lo que te digo? Totá, que en Argo er Benny interpreta a un agente de la Zía con barba que llo cuando lo vi pensé que z'abía escapao der biopís der Camarón, pero lla mesplicaron que er menda, que en la penícula se shama Tony, como mi primo, é un hispano y er pelo é mu importante pa la carahterisasión. Ya ve tú, loh moroh de la penícula llevan tós bigoteh, pa que no halla confucioneh a laora de distinjir los maloh de loh güenoh. Pueh cágate, er Tony ese esistió en la vida reá y er menda ze ideó un plan pa rescatá a unoh políticoh americanoh qu'estavan secuestraoh en Marrueco o por ahí. Y, ahora biene lo más güeno, er plan era aserse pasá por un equipo de rodahe sinematográfico desos que van con er cataleho en er oho buscando paisahes y tetas pa meté en la peli. De retrasao mentah, vamo. ¿Poh te quiere creéh que loh mandamaseh de la Zía le dan lus verde oliva ar plan? Zervisio de inteligensia mih cohoneh. Pero é un puntaso porque er Tony ze va a Holivuh a trapisheá con loh artistah. Tú zabeh, que si pacá que si payá, un cashondeo. Totá que la trola crese como los cuernoh de mi novia y er Toni acaba con una peli que se shama "Argo", como er nombre reá de la peli ¡qué flipe!, baho er braso y ze va a Egipto o a donde seah que están loh políticoh secuestraoh.
 
 
Llo no entiendo musho de sine pero er prinsipio de Argo donde er Benny t'esplica como zi fuera un telediario lo que había pazao en Turquía en aqueyos tiempoh ehtá mu bien. Llo me dihe, "Mira er cabronaso, zi parese er Oliver Estón". Pero zi te digo la verdá, llo la política me la paso por er forro lo cohoneh. Y zi voi ar zine a ve una penícula de trileh tiene que aver metrayeta y puñaláh. Y en Argo lo único que asen to er tiempo é hablá y venga a hablá, que paese que an estao esnifando farlopa o qué zé llo. Casi iguá que en La noshe má ojcura donde también s'habla lo sullo, pero polo menoh ze mata a gente también.
 
Totá, que ar paresé la otra noshe le dieron er Oscah a Argo, y la entrega la iso la Michel Obama que, to ai que desirlo, está güenorra la tía. Y llo me dihe, "Carahota, ¿pohqué no le da er premio a La noshe má ojcura que fue idea de tu marío?" Pero ar paresé a loh artistah también leh gujta zeh héroeh, azí que Argo, que é como Tin America pero zin er ángeh de ejta (y loh maloh zón moroh y no shinoh), tenía toa lah papeletah pá ganá. Que ya ze zabe que loh artistah zon tós mu pasíficoh y, dejpué de to lo c'apasao en America con loh asesinatoh de tantoh inosenteh, no s'iba a premiah una penícula toah shena de víhtimah mazacrá. Y güeno, Argo eh unah americaná zin ejplozioneh, que é como una servesa zin alcó, azín que tampoco é como pa ponerse a tirá coheteh. Y ar Benny lla l'andao mah premioh de la cuenta. Benny, zi me leeh er bloj, ehte mensahe é pa ti: "Benny, dame er Oscah a mí, cabronaso, que tuh no lo nesesita pa ligá en lah dijcotecah".      

lunes, 25 de febrero de 2013

Amour

Después de 89,458 días de cenas íntimas, cartas arrebatadas, Kama Sutra y paseos por el parque cogidos de la mano, uno tiene que poner los cojones sobre la mesa y hacer frente a la realidad. La intimidad se va llenando de pastillas y dentaduras postizas, las perdices provocan acidez de estómago, el champán incontinencia, las fresas diarrea. A partir de cierto momento la vida consiste en ver cómo un barco cargado de recuerdos se va hundiendo irremisiblemente.
 
Michael Haneke ha titulado su última película con la sugestiva palabra Amour, un título acertado si tenemos en cuenta que se trata de la historia de dos tortolitos, un título engañoso quizás si consideramos que dichos tortolitos son dos octogenarios. No me malinterpreten. Reconozco que soy un cínico pero también tengo mi corazoncito. Creo que el amor puede existir perfectamente en la tercera edad, y si no que le pregunten a la Duquesa de Alba. Pero el tema amoroso suele estar asociado, al menos en la cultura occidental, a la idea del amor romántico, el cual suele estar regido por unos parámetros muy manoseados cuando se utiliza como contenido para una canción pop, una película romántica, o un libro de literatura femenina. Amour no es una película romántica, claro, y quizás hubiera sido más acertado llamarla Senectud, Misericordia o, parafraseando una canción de Fito Páez, El amor después del amor (aunque este último título le pegaría más bien a una película de Rohmer). Es decir, la intención de Amour no es hacer sentir bien al público, no hace entrega del alijo de endorfinas que promete en su título. Amour nos habla del miedo, de la enfermedad, de la muerte. ¿Qué esperaban? Esto es una película de Haneke. Para ver un catálogo de clichés sobre el amor, descárguense la última de Richard Curtis. O la penúltima, o la antepenúltima, etc. 
 
 
Haneke lleva un tiempo dinamitando las convenciones burguesas, anunciando, como un profeta bíblico, los íntimos horrores a los que parece estar abocado el hombre moderno. Es toda su obra la descripción certera de un peligro inminente. Si en algunas de sus películas -y pienso en Funny Games, Código Desconocido o Caché- la amenaza proviene tanto del prójimo como de nuestra actitud frente a él, en sus más reciente filmografía, la amenaza parece venir de dentro: la amenaza dentro de la familia, la amenaza dentro del cuerpo. En La cinta blanca (quizás su obra más asequible por el distanciamiento que provocaba la voz narrativa y el blanco y negro), Haneke nos hacía testigos de las acciones tremebundas que ocurrían en una pequeña comunidad en la época previa a la I Guerra Mundial. Todo el misterio y el aliento literario de que hacía gala esta película desaparece en Amour, que nos ofrece un retrato crudo y sin concesiones de una pareja de ancianos enfrentándose a la enfermedad.

Georges (Jean-Louis Trintignant) y Anne (Emmanuelle Riva) han vivido una vida larga y plena. Cuando lo vemos por primera vez ambos están sentados en un auditorio, aguardando el inicio de un concierto de piano. Ambos están lúcidos, ambos aún disfrutan de los pequeños placeres de la vida. Hasta que Anne sufre una apoplejía. Amour es el recuento de esa enfermedad y sus devastadoras consecuencias en la vida de la pareja. Sobresale en esta historia el retrato de Georges, marido devoto y enamorado, quien se entrega con dedicación suprema a la doble tarea de cuidar de Anne al mismo tiempo que intenta salvaguardar la dignidad de ésta. Conmueve la ternura del personaje, la delicadeza con que Trintignant lo compone y que se complementa con el carácter más fuerte de Anne acentuado por la presencia imponente de Riva. Haneke va describiendo, con esa precisión suya tan científica, los detalles del lento deterioro de Anne. Como siempre, su fuerza radica en el encuadre preciso, la manera que tiene Haneke de colocar la cámara y que le aporta a su cine esa musculatura narrativa infalible no exenta de aliento poético. Amour, a pesar de su temática, contiene algún que otro momento de éxtasis cinemático, como en la cautivadora escena inicial -un flashforward de la película- en la que un grupo de policías irrumpe en el piso cerrado a cal y canto de Georges y Anne, para descubrir el cadáver de ésta sosteniendo un ramo de flores; o la escena del primer ataque de Anne en la cocina, que es toda una lección de tempo y economía narrativa.

 

 Pero esa maestría de Heneke con la cámara, esas interpretaciones sublimes de unos actores tan acertados, esa efímera poesía, están puestos al servicio de una historia que no es sólo deprimente sino que es además común a todos. No hay nada de excepcional en esta historia de amor de Georges y Anne, si descontamos la resolución última de Georges con respecto a su mujer. Lo excepcional es el cliché, las mariposas en la barriga, los violines, el corazón saliéndonos por la boca. Lo otro, los 40 años más tarde, la enfermedad, la soledad, la inminencia de la muerte, es ley de vida, y maldita la hora en que nos gastamos 6 libras para que venga alguien a recordárnosla. 

sábado, 23 de febrero de 2013

The Master

Paul Thomas Anderson es un cineasta al que un servidor idolatró durante una época -allá por los años 90, cuando ir al cine era algo así como una orgía perpetua-, no por su virtuosismo tras la cámara o por su eficacísima dirección de actores, sino por la temática que trataba en sus películas. Anderson hablaba del sexo y de la muerte con un desparpajo inusitado, utilizando una imaginería tan desbordante como íntima, tan innovadora como reivindicativa de la tradición. Claro está que eran los 90, y casi otro tanto se podía decir de Fincher,  Jonze o Tarantino, pero uno no ve todos los días el nacimiento de una filmografía con la imagen de Julianne Moore follando y poniéndose hasta el culo de coca. Uno no recibe todos los días lecciones valiosísimas para su incipiente educación sentimental.  

Ha pasado el tiempo, hemos crecido y el cine de PTA también se ha hecho mayor. Ya no hace películas corales ni urbanas. Es lo que normalmente sucede, uno madura, deja la ciudad y se muda al extrarradio. En el caso de PTA, concretamente, al desierto. Y en este paisaje agreste, lleno de predicadores, el cine de PTA se ha sublimado, se ha hecho más magro, como más contaminado de efluvios bíblicos, lo cual quizás no le venga nada mal si pensamos que todas sus películas, con la excepción quizás de la astracanada que es Punch Drunk Love, exploran los claroscuros, los altibajos,  los tomaydacas de  las relaciones paternofiliales. ¿Acaso no tenía Frank Mackey (el personaje interpretado por Tom Cruise en Magnolia) un padre distante que se estaba muriendo de cáncer? ¿Y no era Boogie Nights algo así como la parábola del hijo pródigo, siempre y cuando el hijo pródigo tuviera la polla más larga de la industria del porno? ¿Y no es There will be Blood la historia del antipadre (el Plainview interpretado por Daniel Day Lewis) y el antihijo (los gemelos Sunday interpretados por Paul Dano)? A pesar de la diferencia en registros, épocas y puntos de vistas, la filmografía de PTA es de una coherencia intachable.


 
En The Master volvemos a encontrar esa dinámica de amor-odio que mueve las relaciones que se establecen entre tantos personajes Andersonianos. Freddie Quell (Joaquin Phoenix), un ex-marine borrachuzo y rijoso,  lleva una vida a la deriva en la América de la posguerra mundial. Todas sus intenciones consisten en coger cogorzas con los menjunjes que él mismo se prepara y en follar, o pensar en follar, twentyfourseven. Es un personaje que da casi tanto asco como el Plainview de There will be Blood. La vida errática de Freddie dará un giro de 180 grados cuando se cruce en el camino de Lancaster Dodd (Philip Seymour Hoffman), un señor que se proclama a sí mismo como médico, escritor, físico nuclear y filósofo, y que es el líder de un movimiento pseudoreligioso conocido como la Causa. Se ha hablado ya de que el personaje de Dodd está basado en Ron Hubbard, el fundador de la Cienciología. Pues bien, The Master puede ser visto como la historia fallida de un lavado de cerebro. A lo largo de su relación con Dodd, Freddie irá pasando por distintos estados anímicos: admiración, convencimiento, fe, descubrimiento y desengaño, mientras  va reconociendo y asumiendo sus propios demonios interiores.  

Habrá quién, con toda la razón del mundo, hable del duelo actoral entre Phoenix y Hoffman como una de las grandes bazas de la película, si no la mayor. A mí, sin embargo, ese sintagma, duelo actoral, me suele dar repelús, ya que me hace pensar en actuaciones pomposas, ecuánimes, previsibles. Y esto tiene menos que ver con el método utilizado por los actores para interpretar sus papeles, que con la naturaleza encorsetada de sus personajes. Entre la grandilocuencia de Dodd y el desgarro de Freddie, entre la interacción del padre dominante con el hijo rebelde,  pocos momentos hubo en que se me pusiera la carne de gallina, pocos granos de arena se me metieron en los ojos, por mucho desierto que apareciera en pantalla.   


En fin, que The Master, a pesar de ser una película grandiosa -y pienso en su fotografía en 65mm, en su diseño de época- a mí me parece una película fallida. Después de tanto sermón de Dodd y de tanto mohín de Freddie, uno acaba harto de la fealdad y el aburrimiento de la vida adulta. Por supuesto la culpa de esto es mía,  por sentimental. Y es que uno no puede dejar de echar de menos la exuberancia incandescente de la juventud.

miércoles, 20 de febrero de 2013

Zero Dark Thirty

Nos fuimos al cine y la única sala en la que daban la película que queríamos ver era la llamada "Director´s lounge", una pijada con bar propio, butacas aerodinámicas y confortabilísimas, y una entrada de precio exhorbitante en la que, además del derecho a entrar en la sala, venía incluído un vaso de vino, un cucurucho de patatas fritas y una cajita de chocolatinas obsequio de la casa. Nos sirvieron, entramos, nos acomodamos. Íbamos a ver la cacería de Osama Bin Laden en ficción, es decir, en diferido, y nos daban tapa, bebida y postre, como si estuviéramos en un avión en pleno vuelo transoceánico. Rumbo a América, pensé. No el país, sino el ideal. Saboreé el vino. No estaba nada mal. No pude evitar sentirme como Nerón o Calígula, haciendo tiempo antes de que empezara la función del circo romano con un vaso de caldo entre las manos. Sí, dentro de poco iba a presenciar torturas, muertes violentas, el espectáculo de la carne haciéndose trizas, y tenía un cartucho de patatas fritas sobre una bandeja abatible al alcance de la mano. That´s entertainment. Di otro sorbo a la copa. El sabor era inconfundible. Sabía a decadencia.

Zero Dark Thirty, la última película de Kathryn Bigelow, transcurre en una década ominosa, aquella que va desde el 11 de Septiembre del 2001 hasta el asesinato de Bin Laden en mayo del 2011. Ambas fechas aparecen en sendas escenas de la película, las cuales resaltan por el gran contraste cinematográfico con el que están rodadas. Si bien la escena del 11 de Septiembre dura apenas un minuto y se nos presenta con una discreta pantalla en pitch black sobre la cual se oyen las voces entrecortadas de las víctimas despidiéndose de sus familiares, la escena de la caída de Bin Laden, clímax de Zero Dark Thirty, está narrada al milímetro y sin elipsis, con visión nocturna y a sangre fría, de tal manera que el espectador tiene la vaga sensación de estar en los pantalones de Barak Obama, en las bragas de Hillary Clinton, y encontrarse frente a un monitor en la Casa Blanca, un 2 de Mayo de 2011, mientras contemplan cómo sus fuerzas especiales le van poniendo puntos suspensivos -con formas de agujeros de bala- a la Historia...


Entre medio de las dos fechas hay diez años, los cuales dan para muchos rollos de película. Pero la Bigelow y su guionista, Mark Boal, se concentran en una única línea argumental, la investigación llevada a cabo por Maya (Jessica Chastain), una agente de la CIA obsesionada con una sola cosa: atrapar a Bin Laden. Fuera quedan la guerra de Irak o de Afganistán, fuera el sempiterno conflicto palestino, fuera la primavera árabe. Entre el paréntesis de sangre que forman las dos efemérides antes mencionadas, ésto es lo que hay mayormente: 10 años de burocracia. En Zero Dark Thirty se pasan muchas horas en la oficina, rellenando instancias, solicitando favores, inspeccionando ficheros. Es una guerra sucia y sin cuartel. Para recabar datos, se acude a la tortura de prisioneros. Al compulsar una reclamación, uno se encuentra frente a frente con un coche bomba.

El relato que nos entrega Bigelow, sin embargo, es absorbente y de un ritmo acertadísimo. Pasando de puntillas por las reticencias que pueda tener un hipotético espectador, el cual está en su derecho de rechazar todo ese horror tan de telediario de sobremesa, Bigelow se ha concentrado en los hechos, en un puñado de hechos, y nos lo ha narrado con una maestría herodotiana. Queda aquí para la posteridad un nuevo álbum de la Historia contemporánea, mostrándonos su verdadero rostro: las trampas, las vendettas, las luchas de poderes, las infamias, los orgullos heridos, el eterno llanto de las madres. Personalmente, eché de menos más drama, más protagonismo de cada uno de sus personajes, ya que se podía haber aprovechado el potencial fresco humano de la película: los prisioneros de Guantánamo, los agentes del FBI, la Casa Blanca, los terroristas de Al Qaeda, los miembros de las Fuerzas Especiales, el mismísimo Bin Laden. La historia de su captura bien podía haber dado para una serie de televisión, algo así como un cruce entre Homeland y The Wire. Pero Zero Dark Thirty es la historia de Maya, la flecha que une un 11 de Septiembre con un 2 de Mayo 10 años más tarde, y, como tal, un típico personaje de la filmografía de Bigelow.



En Maya podemos ver semejanzas con la policía Turner de Blue Steel, al ser ambas mujeres que ostentan cierta autoridad en un mundo eminentemente masculino,  y con el sargento James de The Hurt Locker, por esa dependencia ("war is a drug") que la lleva a sacrificar cualquier iniciativa de vida familiar en aras de sus servicio al Estado. Aunque en el caso del sargento James llegábamos a vislumbrar su vida familiar, y cómo ésta lo aburría de la muerte, en Zero Dark Thirty la vida privada de Maya es algo que sospechamos inexistente. Llevando a las últimas consecuencias esa premisa tan de cine americano, según la cual un personaje es el trabajo al que se dedica, Kathryn Bigelow nos dibuja una Maya entregada en cuerpo y alma a su misión imposible. La voluntad obsesiva del personaje, el carácter frío, la pose autosuficiente la emparentan directamente con un Terminator, con la excepción de que Maya cuenta con las hermosas facciones de Jessica Chastain. Como es pelirroja, guapísima, y buena actriz, no pude evitar pensar en su actuación como la de una Julia Roberts con vis dramática, o la de una Julianne Moore metafísica. Quizás el rasgo más destacable de la Chastain sea la contención, esos momentos -hay un puñado de ellos en Zero Dark Thirty- en los que está callada y mirando, y uno apenas llega a entrever toda la turbulencia oculta en su interior. Pienso en la última escena de la película, que nos muestra a una Maya de vuelta a casa, una vez cumplida la misión que le ha costado 10 años de su vida. Esos ojos, ¿qué es lo que ven? Esas lágrimas, ¿por quién se está derramando? La agente Maya vuelve a casa después de todo ese tiempo e intuye, o quizás sabe ya, como el sargento James de The Hurt Locker, que ese lugar no existe.  ¡Ah, la vida con el enemigo es mejor que la vida sin éste! Y si no que se lo digan al protagonista de la siguiente noticia:

http://internacional.elpais.com/internacional/2013/02/11/actualidad/1360619425_938030.html