lunes, 21 de octubre de 2013

To Rome with love


En Woody Allen: a Documentary, el documental dirigido por Robert B Weide acerca del cineasta neoyorquino, asistimos a una escena reveladora. Woody nos abre las puertas de su dormitorio, el lugar, al parecer, donde da comienzo todo el proceso creativo que implica una nueva película suya. Allí, en un pequeño escritorio, se halla una máquina de escribir en la que el cómico lleva tecleando chistes y frases memorables más de medio siglo. Woody abre un cajón de la mesita de noche y nos muestra lo que hay en él: hojas de block, cuartillas, servilletas, todas ellas garabateadas con ideas o situaciones que luego más tarde darán o no darán lugar a una película. Todo comienza ahí. La mano de Woody, como la mano de un niño de San Ildefonso, escoge inocentemente una página y lee lo que hay en ella: historias de magos, amores imposibles, asesinatos. Si la idea le parece lo suficientemente sugerente, Woody la utilizará para hilar, a partir de ella, el guión de su próxima película. Allí donde otros ancianos guardan las medicinas o las dentaduras postizas, Woody Allen atesora algo así como el elixir de la eterna juventud: planteamientos de películas garabateados en un trozo de papel, el material icandescente que le permite, año tras año, seguir adelante.


To Rome with love es la penúltima creación que ha salido del cajón de su mesita de noche. Para escribir el guión de esta película, probablemente haya tenido que echar mano de más de una cuartilla  garabateada. La razón de esto es que To Rome with love aglutina cuatro historias diferentes, algunas más divertidas que otras, algunas más logradas que otras, todas ellas con el inconfundible sello de su creador. Como suele ser el caso en la filmografía de los cineastas prolíficos y protrervos, a partir de un cierto número de películas, a partir de un cierto número de años en el oficio, uno parece estar escuchando a un abuelo contando las mismas batallitas de siempre. Y así, en To Rome with love,  es fácil percibir los ecos de La rosa púrpura del Cairo, adivinar reescrituras de Annie Hall para el público del siglo XXI, descubrir en estas fábulas romanas resonancias de Celebrity o Broadway Danny RoseDicho de otra manera, To Rome with love no sólo no añade nada nuevo a la filmografía del cineasta neoyorquino, sino que en ciertos momentos parece un refrito de las ideas y obsesiones del artista.


Efectivamente, el tono elegido para estas historias es el anecdótico, y todas ellas se ven en cierta medida lastradas por la inevitable logorrea turística y topicaza con que el autor salpica los diálogos de muchas de sus aventuras europeas. Y así, Roma, protagonista ubicua de la película y de las conversaciones de sus personajes, aparece retratada como una ciudad romántica, atemporal y mágica, que sirve no tanto como marco sino como excusa perfecta para las historias que suceden en ella: un hombre que pasa del anonimato a la celebridad de la noche a la mañana; un joven arquitecto que poco a poco se va enamorando de la mejor amiga de su novia; un representante musical jubilado que parece descubrir, en la voz de su futuro consuegro, la impronta de un genio de la ópera desconocido que merece darse a conocer al público; un joven de provincias que, por un malentendido, acaba suplantando a su esposa con una prostituta, para sorpresa de sus pudientes familiares romanos.

Con estos elementos Allen entreteje un mosaico que hace pasar un rato agradable, sin grandes complicaciones. Como obra menor de una filmografía apabullante To Rome with love es, como mínimo, simpática. Es como una de esas anécdotas que hemos escuchado a nuestros abuelos hasta la saciedad, que tiene una gracia gastada, pero que no deja de hacernos sonreír de una manera refleja. Aún así, no deja de sorprender la facilidad que tiene este artista para crear personajes que conectan fácilmente con el espectador, personajes contradictorios, vulnerables, desternillantemente humanos. Para darles vida y, como casi siempre, Allen se ha sabido rodear de un elenco acertado, convincente, entregadísimo. Como muy bien pudiera haber dicho Penélope Cruz: es que Woody es mucho Woody. 

Dejando de lado los diálogos redundantes que se encargan de alabar una belleza urbana ya evidente en cada fotograma, aún es posible disfrutar con las frases inquisitivas, románticas, socarronas, del artista neoyorquino. Cabe pensar que, de todas las ciudades europeas que lo han acogido, Roma, con sus ruinas milenarias y sus ciudadanos mediterráneos,sea quizás la que mejor ha servido de marco a sus historias. Historias contadas una y otra vez, repetidas hasta la saciedad, pero acaso irrepetibles, donde las vidas humanas se muestran ante nuestros ojos en toda su grandeza y en toda su ridiculez. 

miércoles, 31 de julio de 2013

Stories We Tell

Sarah Polley (de los Polley de toda la vida), de profesión niña bonita del Canadá, actriz y directora de cine, audaz, inteligentísima. Su filmografía, aunque breve -o quizás por ello-, goza de una coherencia incuestionable: en todas sus películas alguien le pone los cuernos a alguien. Pero más allá del simple devaneo sexual, las infidelidades que aparecen en la obra de Polley le sirven a ésta como sustrato o excusa para hablarnos de otras cosas: del auténtico valor de los compromisos, del peso de las inseguridades y las insatisfacciones en las relaciones personales, de la importancia de la memoria como última valedora del amor. Con Stories We Tell, Sarah Polley apunta la cámara hacia sí misma y hacia su familia, para entregarnos un documental valiente, emotivo y lleno de cuernos. 



Sin entrar en el exhibicionismo burdo o morboso que ostentaban documentales como Tarnation -lo primero- o Capturing the Friedmans -lo segundo-, Stories We Tell se sumerge en los entresijos de la familia Polley, para mostrarnos detalles reveladores, comprometidos, de su intimidad. Pero, a diferencia de aquellas películas, el tema de Stories We Tell, aún manteniendo el sustrato biográfico, no acaba en sus personajes, sino que va más allá, y utiliza estos personajes para elaborar un ensayo lúcido sobre temas tan dispares como la paternidad, la autoría de los recuerdos o el mecanismo engañoso de las ficciones. Parte de la eficacia de este ardid se debe a Michael Polley, pater amatísimo de Sarah, actor, escritor aficionado y agente de seguros, quien pone su voz y su prosa al servicio de esta historia, dotándola de un humor y una elegancia, de un punto de vista, en fin, que parece continuar la estela cinematográfica de los grandes narradores del yo -y se me vienen a la cabeza el Michi Panero de El Desencanto o la "Little Edie" Beale de Grey Gardens-. Mr. Polley hace un strip-tease del alma para los espectadores de su hija, narrando, con no poco mérito literario, las luces y sombras de su matrimonio con Diane Polley, quien murió de cáncer cuando Sarah contaba apenas 10 años. Como en estos retratos de familia con esqueleto al fondo, uno se acerca más a la verdad cuanto mayor número de testimonios, de voces, la van enriqueciendo. Y aquí aparecen también los hermanos de Sarah -Mark, John, Joanna y Susy- hablando de la madre muerta y de la infancia, y de esa broma que solían gastar a la pequeña Sarah en las comidas familiares, durante las cuales resaltaban lo poco que ésta se parecía a su padre, tras lo cual sugerían una paternidad desconocida, una bastardía, cuya sola mención hacía a todos prorrumpir en carcajadas, chorritos de coca-cola saliendo por la nariz. Y es una delicia oír y ver hablar a esta familia de artistas -directores de casting, actores y demás miembros de la farándula- hablando sobre ellos mismos con la solvencia que uno le imagina a este tipo de caracteres: seres desinhibidos, cultos y complicados, analizando y emocionándose con un pasado cuyos ecos aún resuenan con insistencia en sus vidas presentes.  



Diane Polley fue, al parecer, una mujer excepcional. En la película hay varios testimonios que hablan de su energía inagotable, de su risa contagiosa, de su vitalismo. Y hay un clip revelador, en el que una joven Diane Polley canta mirando a cámara "Ain't Misbehavin'", y todos tenemos ocasión de ser testigos de su capacidad de seducción. Parte de los testimonios de Stories We Tell consiste en una serie de remembranzas cariñosas u homenajes implícitos de esta mujer que ya no está con nosotros, es decir, con ellos. Aunque lejos de mitificarla, Sarah Polley intenta plasmar un retrato lo más honesto posible sobre su madre, ya que la verdadera razón de las entrevistas es dilucidar lo que hubo de cierto o de mítico en esos rumores de infancia. Es decir, lo decisivo de la personalidad deslumbrante de Diane es saber si, de alguna manera, la hiciera proclive a una aventura extra-marital. Y, si este es el caso y Diane Polley se acostó con otro/s hombre/s que no fue/fueron su marido, ¿se quedó embarazada de él/uno de ellos? ¿Quién es, en definitiva, el padre de Sarah Polley, niña bonita del Canadá? 

Stories We Tell es una historia sentimental de detectives. SPOILER. Al igual que Searching for Sugar Man, donde los detectives/cineastas se dan de bruces con un hallazgo inesperado que llena a los espectadores de emoción, el descubrimiento del padre biológico de Sarah en la figura del productor de cine Harry Gulkin carga la cinta de una emotividad inesperada. Al mismo tiempo, la reconduce a terrenos inesperados donde, aparte de celebrar los hermosos misterios de la vida, se pueden advertir unos puntos suspensivos, unos silencios, que hacen referencia a la naturaleza confusa y, hasta cierto punto, amarga de las relaciones humanas. 

Sarah Polley hace un uso convincente de cámaras de Súper 8 para  crear las memorias del pasado, tanto el romance que vivieron Diane y Harry en Montreal como la convivencia, aparentemente idílica, entre Diane y Michael en Toronto. Al mismo tiempo se vale de viejas fotografías y de los testimonios de las personas involucradas en la vida de Diane (y en la futura vida de Sarah), para contarnos la historia de su venida al mundo. Significativamente, Harry parece discrepar con la aproximación que Sarah hace de la historia. Lo que no es de extrañar porque, previamente, Sarah se opuso al intento de Harry de intentar plasmar su historia de amor con Diane en un libro. 



Las historias que contamos son las historias que nos pertenecen y con Stories We Tell, aparte de cualquier elemento de usurpación inherente a todo buen artista, Sarah Polley se hace dueña y señora de su pasado, y nos lo presenta con una honestidad y una lucidez deslumbrante. Por eso se puede permitir ciertas mentirijillas -el truco de los apócrifos clips de Súper 8 que es más tarde revelado, por ejemplo-. Porque al contar una historia la estamos haciendo realidad. Y así, la paternidad de Michael se fue haciendo realidad al ejercer de padre de Sarah, por mucha confusión de esperma que hubiera en el pasado, por muy moreno que fuera él -ya es canoso- y muy pelirroja que fuera y siga siendo su hija, la niña bonita del Canadá.

martes, 25 de junio de 2013

Mud

Cuando el niño sale de casa por la ventana en mitad de la noche, su infancia se queda atrás, olvidada en la habitación a oscuras, entre los juguetes y las caricias de mamá y el sueño interrumpido, y, en ese acto clandestino, uno presiente la libertad, el mundo que aguarda ser descubierto, la cara y el corazón a punto de ser rotos por primera vez por alguien, y esas cosas tan interesantes que traen el hacerse mayor. Mud, la nueva película de Jeff Nichols, nos habla un poco de todo esto, recreando, con la magia fascinante de los cuentos, la edad imprecisa que transcurre entre el último juguete y la primera novia. El fin de la niñez. La preadolescencia. ¡El horror! ¡El horror!

Para ello, Nichols, con olfato narrativo, elige un territorio fronterizo y asilvestrado: el delta del río Arkansas al desembocar en el Mississipi, un lugar plagado de barcas, cadáveres y mitologías para rednecks. En Mud, el río es una arteria por la que navegan Charles Portis, Mark Twain y Charles Dickens sentados en la misma canoa. 



Mud nos narra las peripecias y tribulaciones de Ellis (Tye Sheridan) un joven proveniente de una familia pobre y desestructurada quien, junto a su amigo Neckbone (Jacob Lofland), entablará una curiosa relación con Mud (Matthew McConaughey), un proscrito fantasioso y cautivador que vive en una isla desierta. Ellis y Neckbone se comprometen a ayudar a Mud a reconstruir una embarcación con la que poder escapar de la isla y reunirse con su tortolita, Juniper (Reese Witherspoon). En la imaginación suceptible de Ellis, Mud, el asesino, y Juniper, la pibita ligera de cascos, son la viva reencarnación de Romeo y Julieta.   

Nichols retrata con sensibilidad el alma soñadora de Ellis, quien idealiza, desde la tierna mirada de los 14 años, tanto el supuesto amor que Mud siente por Juniper, como el amor que él mismo empieza a sentir por una chica mayor, May Pearl. O quizás todo estos amoríos platónicos son utilizados por Ellis para asimilar, de alguna manera, el derrumbe de las relaciones entre sus padres. Entre besos robados y promesas de felicidad el horizonte, como en una tragedia lorquiana, se va poblando de asesinos. 

Creo que no es gratuita la mención del poeta granadino. En Mud, los objetos adquieren un protagonismo inusitado, y pasan de la metáfora al simbolismo en un parpadeo. Así, la primera vez que los niños se encuentran con Mud en la playa, éste juguetea con una caña pequeña, cuyo anzuelo irá lanzando al agua y recogiendo, mientras que con su conversación va, poco a poco, pescando a los jóvenes. Mud vive en un barco entre los árboles, y Ellis en una casa sobre el río; ambas viviendas reflejan la fragilidad o la fugacidad del presente de sus habitantes.

Fugacidad... todo parece estar diseñado en esta película para recordarnos la edad pasajera de su protagonista. ¿Horas de rodaje? Pongamos que Nichols grita acción cuando sus personajes le pueden hablar al sol de tú a tú. Cuántos amaneceres en esta película, cuántos crepúsculos. Las sombras van creciendo y, al anochecer, siempre hay una hoguera o una linterna que encender. Sugestiones...



Los actores se ajustan a sus personajes como unos pies a unas botas de piel de serpiente. McConaughey está muy bien en su papel de asesino simpático fuera de la ley (una interesante contrarréplica al asesino antipático y brazo de la ley que ya encarnara en Killer Joe), y los niños encandilan toda la película con sus miradas aun inocentes. En algunos momentos, la película parece acercarse peligrosamente al territorio sensiblero, pero la dureza de sus personajes, unido al gran pulso narrativo de Nicholls, eluden el escollo a tiempo. Por lo demás, todas las emociones expuestas en Mud, están supeditadas al tono general de la película, que es elegíaco. Porque en esta película la niñez muere. Pero el río sigue fluyendo.