domingo, 29 de abril de 2012

Le Havre

Entre ser fiel a la realidad y ser fiel a sí mismo, Aki Kaurismäki siempre ha elegido, con una campechanía envidiable, la segunda opción. Por eso Le Havre, aunque haga referencia a la ciudad portuaria de Normandía, retrata en realidad una geografía emocional que es de harto conocida a los seguidores del director finés. La ciudad es lo de menos. Le Havre podía estar situada en Tánger o en Helsinki, da igual. Aquí lo que importa son los paisajes industriales, los puertos narrativos, los arrabales famélicos y pintorescos poblados por hombres enamorados que nunca sonríen. Bienvenidos a Kaurismäkipolis.



En Le Havre, Kaurismäki recupera a un personaje del pasado, Marcel Marx (André Wilms), quien ya apareciera en La vida de bohemia, y le da una mujer (Kati Outinen), una casita, un perro y un oficio de limpiabotas. Es decir, le da años vividos. Cuentas sin pagar, cigarrillos fumados. Ningún hijo. Por supuesto, no falta el humor, que en Kaurismäki es como un aire que lo enrarece todo. Al empezar la película, Marcel atiende a un cliente, un gangster al que matan pocos minutos después. Muere con las botas limpias.



Marcel exhibe, a pesar de su oficio marginal, una dignidad que es característica de los personajes de Kaurismäki. Bohemios, amnésicos, asesinos, todos parecen haber elegido desenvolverse fuera de la sociedad por voluntad propia. Quizás porque, al igual que su director, han decidido ser fieles a sí mismos. Y, al huir de lo establecido, huyen también de la convencionalidad, requisito indispensable para poder vivir en su propio mundo. Es en el conflicto que se crea cuando este mundo interior se enfrenta al mundo tal y como lo conocemos, donde reside el motor de las películas de Kaurismäki. En el caso de Marcel, por ejemplo, esa vida en la inopia cambia radicalmente cuando conoce a Idrissa (Blondin Miguel), un joven emigrante en fuga, que sueña con llegar a Londres para reencontrarse con su madre. Cuando Arletty, su mujer, ingresa en el Hospital, aquejada por lo que parece ser una enfermedad terminal, Marcel se enfrascará en la misión de esconder a Idrissa de la policía y reunir el dinero suficiente para poderlo enviar a Inglaterra sano y salvo. 

  

Le Havre tiene ligeras pinceladas de denuncia social, y un punto de vista obrero a la Guédiguian, pero el tono general de la película resulta tan amable que cualquier discurso crítico parece diluirse en vino tinto. Los emigrantes que esperan en un campamento a cruzar el canal para empezar una nueva vida en Inglaterra están tan desubicados como cualquier otro personaje de Kaurismäki, y esto nos hace percibirlos con una óptica engañosa. Por un momento nos recuerdan a The man without a past y uno sonríe sin darse cuenta que estos hombres probablemente tampoco tengan futuro. Incluso la historia de cooperación entre los vecinos para salvar a Idrissa de la policía parece tan de cuentos de hadas que se hecha de menos un poco de cinismo y discordia entre tanta bondad y tanta fe ciega en las utopías.




Pero es precisamente toda esa complacencia general, todo ese buen rollo lo que hace de Le Havre una película tan entrañable y necesaria de ver, especialmente en una época como la nuestra, donde la televisión nos ha acostumbrado a percibir la ordinariez y la antipatía como norma. En Le Havre todos los personajes, incluído los malos, son buenos. Y los malos malos, como los gángsters del principio o el papel de soplón de Jean Pierre Leaud, son anecdóticos y caricaturescos. Cabe destacar el papel del inspector Monet (un soberbio Jean-Pierre Darroussin) que, con su porte lóbrego y su mirada inquisitiva, ayuda a crear un suspense que le viene muy bien a la película. Da igual que Kaurismäki nos la de con queso y pretenda engañarnos con la supuesta formalidad de Monet o con la supuesta enfermedad de Arletty. Porque estamos ante un sincero canto a la libertad. Un canto que suena a ruido de bar, a rock´n´roll, a ladridos de perro, y al sonido que hacen los barcos al desaparecer en el horizonte.

lunes, 16 de abril de 2012

Tyrannosaur

Habiéndose iniciado en su carrera cinematográfica de la mano de Shane Meadows, no es de extrañar que el actor Paddy Considine recurra para su ópera prima a una historia sobre marginados en un mundo que es más malo que un dolor de muelas. Este es el universo de Tyrannosaur: un council state donde abunda tanto los cristales como los futuros rotos; un pub donde se ahogan las penas y las oportunidades; callejones de farolas tristes cuyo aire huele a fish and chips y a fatalidad. Considine nos trae un cine desprovisto de abalorios, donde lo que importa son sus personajes, los hombres acabados, las dependientas de tienda, los garrulos insufribles, y así. Son estos personajes, a golpe de impulsos violentos o tiernos (según el día) los que irán tejiendo la historia  que, con estos parámetros, se sitúa entre el realismo social de Ken Loach y el realismo sucio, llamémoslo así, del ya mencionado Meadows.


Y la historia, en la sórdida, pobre y sucia Inglaterra, es una historia de amor o, más bien, de redención, como muy cristianamente ha enfatizado la traducción española del título, desperdiciando así la resonancia lírica del original inglés. Tyrannosaur representa los monstruos del pasado que, de una forma u otra, siguen presentes en nuestras vidas. Atormentado por esta presencia se encuentra Joseph (Peter Mullan), un borrachín pendenciero cuyos días son una monótona sucesión de melopeas, resacas y arrebatos de violencia. En la primera escena de la película Joseph mata a su perro en un arrebato etílico, crimen que sirve como una declaración de principios que constatase la falta de principios. Así es un día normal en la vida de Joseph: emborracharse, matar a su mejor amigo, irse a casa solo. Esta es la enésima encarnación de borracho que hace Mullan, quien se dió a conocer internacionalmente haciendo de ex-alcohólico enrollao en Mi nombre es Joe, de Loach. No hay nada como un actor inglés, o galés, o escocés para hacer de borracho, porque lo tienen fácil a la hora de encontar un modelo sobre el que construir el personaje. En Tyrannosaur Mullan recupera las expresiones y la mirada que ya utilizara para su personaje de Neds y las pone al servicio de este Joseph, mezclándolas con un poco de ternura on the rocks para darle un toque más distintivo. Aunque de ésta no hará uso hasta bastante más tarde.

En un vecindario como el suyo, raro es que no hayan quitado ya a Joseph de en medio de un navajazo, pero éste aún parece tener discernimiento suficiente como para salir por patas cuando las cosas la pintan fea. En una de estas huídas, Joseph se esconde en una charity shop regentada por Hannah (Olivia Colman), una cristiana caritativa con la que, a partir de ese momento, nuestro protagonista inciará una particularísima relación. Colman, a la que se puede ver echándose unas risas con Considine en Hot Fuzz, tiene un gran bagaje en comedia, pero aquí hace un gran uso de esa mirada triste y ese ensimismamiento, para crear el que posiblemente sea el personaje más desgarrador y tierno de su carrera.



Paddy Considine se nos revela en Tyrannosaur como un narrador nato, atento a los detalles, que sugiere más que muestra y que da espacio para que sus protagonistas crezcan. Destaca asímismo la creación de los personajes secundarios, dibujados perfectamente con unos pocos trazos, que sirven para que la historia avance: el niño vecino de Joseph que carece de figura paterna, el repugnante marido de Hannah, el amigo borrachín y ludópata de Joseph. Quizás se le pueda objetar a Considine cierto regodeo en los aspectos más sórdidos de la historia, cierta fascinación por la violencia que no siempre viene a cuento, pero todo esto son menudencias de tiquismiquis, cuando se las compara con el gran placer de ver una película tan genuina y visceral, como lo es Tyrannosaur


jueves, 12 de abril de 2012

Bonsái

Basada en la novela homónima de Alejandro Zambra, Bonsái es una película chilena que nos habla sobre los libros. Hay literatura también, y amor, y retazos de comedia madrileña (¡en Santiago de Chile!), pero sobre todo hay libros. De tapa blanda, de tapa dura, forrados, gastados, en escaparates, en repisas, bajo la cama, inéditos, memorizados, no leídos, libros para regalar, libros para follar, libros para esconderse. Libros, libros. En la era del kindle y el iPad resulta conmovedor ver una película donde se le dé tanto protagonismo a un objeto cuyo futuro parece estar amenazado por las nuevas tecnologías. En este sentido la cinta de Cristián Jiménez se puede emparentar con La vida útil, del uruguayo Federico Veiroj, la cual homenajeaba una manera de vivir y consumir cine que era tan romántica como predigital. Ambas películas no sólo se sirven de una nostalgia similar, sino que transmiten una sensibilidad forjada en otro tiempo, cuando el mundo iba mucho más despacio que ahora, y la gente no tenía ocasión de leer la primera chorrada que a cualquier hijo de vecino (for example, moi), se le pasaba por la cabeza.

La novela de Zambra se devoraba en una visita al water. Y es que tenía de bonsái algo más que el título. Capítulos cortos, robustos, melancólicos, como ramas de árbol japonés.  Y un engranaje interno tan preciso, como surgido de una poda perfecta, que no daba tregua al espectador. En Bonsái se narraba, a partir de la historia de amor de sus protagonistas, Julio y Emilia, una especie de biografía sentimental de ambos, primero juntos y después por separado, hasta llegar a la muerte de Emilia o, mejor dicho, al conocimiento de la muerte de Emilia por parte de Julio. Comenzaba Zambra así su novela: "Al final ella muere y él se queda solo, aunque en realidad se había quedado solo varios años antes de la muerte de ella, de Emilia. Pongamos que ella se llama o se llamaba Emilia y que él se llama, se llamaba y se sigue llamando Julio. Julio y Emilia. Al final Emilia muere y Julio no muere. El resto es literatura"  En la película este párrafo aparece recitado por una voz en off, que resulta ser la voz de Julio, y que, al encontrarse en una adaptación cinematográfica, sustituye la palabra literatura por la palabra ficción. Muy bueno ese inciso, porque la película carece de la hondura existencial, el humor dialéctico, y la pequeñez trascendental de la novela o, al menos, no ha sabido transmitir estos elementos con la eficacia del libro, aunque posee varios momentos en los que se desenvuelve con una autenticidad propia. Especialmente en el comienzo y el final, durante los minutos posteriores al título y los precedentes a la palabra Fin. El resto no está mal, pero se nota la poda caprichosa de la adaptación que, puestos a eliminar, ha decidido desembarazarse de muchos aspectos del personaje de Emilia (interpretado por Natalia Galgani) del texto original, centrándose más en el personaje de Julio (Diego Noguera), y dándole más peso a Blanca (Trinidad González), la vecina y amante de éste, con la que Julio echará más polvos de los que hay en el libro. Buena estrategia de márketing. Con el personaje de Emilia adulto eliminado de la historia desaparece también cierta sordidez y cierto desamparo que son parte esencial de este libro en particular, y de la literatura en general.



Bonsái, con todo ese artilugio metaliterario que ya son de por sí las adaptaciones cinematográficas, nos narra el encuentro entre Julio y Gazmuri, un viejo y conocido escritor. Ambos se entrevistan por un asunto laboral. Gazmuri necesita a alguien que mecanografíe el manuscrito de su última novela y Julio es un letraherido que está disponible para hacer este trabajo. Cuando no lo consigue, decide escribir él mismo la supuesta novela de Gazmuri que luego tendrá que mecanografiar, para poder así mantener la imagen de hombre de letras que se había creado para impresionar a Blanca. La película utiliza esta situación de partida como excusa para que Julio, en busca de inspiración,se dedique a revivir la relación que tuvo con  Emilia, ocho años antes. La película irá saltando así del presente al pasado, en capítulos que recuerdan vagamente a los capítulos de la novela. Y así, tenemos las dos tramas principales de la película. Por un lado, la de un hombre que escribe un libro apócrifo. Por otro, la de dos jóvenes enamorados, Julio y Emilia, que se dedican a hacer lo típico de la edad, escribir poemas malos, beber a morro, follar todos los días, leerse los libros favoritos, aburrirse juntos. En ambas épocas, los personajes parecen estar un poco en babia, como si fueran adolescentes perpetuos y, encima, latinoamericanos. Este relentí se nota sobre todo en Julio, el cual parece que, cuando habla, estuviera en realidad leyendo frases impresas en su corteza cerebral. Ese ensimismamiento del personaje ayuda a crear un tempo ideal para la comedia pero, a medida que la historia se va tornando más agridulce, lastrará ligeramente el ritmo de la película, disfrazándola de una gravedad que seguramente no fuera intencional.




A Jiménez se le ve que le tiene cariño a sus personajes y les da cancha para que se explayen. Nada del distanciamiento de entomólogo de Zambra. Aquí podemos ver a Julio leyéndole libros a Emilia, a Julio escribiendo el falso manuscrito de Gazmuri, a Julio cultivando un bonsái,... y casi que se hecha de menos uno de los grandes aciertos de la narración de Zambra: la película tiene tiempos muertos; la novela no. Jiménez reconstruye los aspectos más intimistas de ésta utilizando primeros planos y planos cenitales y un muy bien adaptado tono lírico. Hay imágenes interesantes: una pareja besándose, un libro sobre la arena, un árbol que tiene la altura de un gato. Pero poco a poco, la película irá languideciendo, porque el personaje de Julio es, al fin y al cabo, un lector y un escritor, y toda paciencia tiene un límite cuando se trata de contemplar a un hombre con la mirada perdida en un papel. Y los minutos parecen alargarse hasta que nos acercamos a ese final, que es un final perfecto, en el que Julio recibe la noticia de la muerte de Emilia, y la historia de amor que, una vez, le dio sentido a su vida, concluye de una manera definitiva, cerrando así un círculo perfecto. Con las palabras de Proust de fondo, todo parece encajar en su sitio: "Desde hace tiempo he estado acostándome temprano..." 



Cultivar un bonsái es como escribir un libro. Leer un libro es como hablar con los muertos. Pensar en los muertos es como perderse en un bosque.

lunes, 2 de abril de 2012

House of Tolerance

París, 1900. Baudelaire la ha palmado hace ya tiempo, Toulouse-Lautrec está en las últimas, y Modigliani aún no ha llegado a la ciudad. Los burdeles están llenos de ricachones aburridos cuyo único arte consiste en escribir cartas de amor cursis o en escenificar estampas eróticas bizarras, dando rienda suelta a sus más íntimos deseos. Hay espiroquetas por todos lados. Dentro de este marco decadentista, Bertrand Bonello ha situado su última película, una especie de canto de cisne a la prostitución decimonónica, cuando en vez de cubatas y barras americanas, lo que había en los puti-clubs era opio y muebles estilo imperio. Otros tiempos, vaya. Y es que House of Tolerance es como un video de Madonna dirigido por Max Ophüls. O sea, un capricho de esos como sólo se ve en el cine francés.

No hay que negarle redaños a Bonello por haberse enfrascado en una película donde la mayoría del elenco se dedique casi exclusivamente a mostrar sus encantos. El público se puede despistar y pensar que eres un director chuloputas, que lo mismo te da desagradar a la crítica que desagradar a las feministas, y no un autor serio de culto. Especialmente si, como en este caso, se hace una peli de pilinguis. A la que te descuidas, se le ven a uno las intenciones rijosas y se hace el ridículo más espantoso. ¿Alguien vio Habitación en Roma y pensó que esta película ponía de relieve algo más trascendental que unos pezones? Sin embargo, House of Tolerance, incluso en los momentos en que resulta más chocante (como en la escena en que las prostitutas bailan al son de The right to love you), no deja de transmitir cierto encanto kitsch o retro o hiperrealista, en ese maridaje que la película hace entre la pintura y los anuncios de lencería. 


Y es que House of Tolerance parece estar diseñada como un inmenso lienzo en el que resaltan la composición y la luz (magnífica la labor del director de fotografía Josée  Deshaies, que parece reproducir pinceladas de Courbet y Renoir), pero donde los personajes se pierden en la exhuberancia del conjunto. El resultado final no deja indiferente. Impresiona, entretiene y desconcierta a partes iguales. Y hace gala de una cohesión interna impecable, que sólo se ve afectada por la innecesaria escena final. Para empezar, hay que destacar la atmósfera onírica y sofocante que impregna toda la película. Bonello presta mucho cuidado en hacernos ver que no sólo nos hallamos dentro de un burdel. También nos hallamos dentro de una pesadilla. Para ello utiliza, a modo de presentacion, en una especie de preludio situado en 1899, la historia de Madelaine  (Alice Barnole), una prostituta cuyo rostro es desfigurado salvajemente por uno de sus clientes. A partir de ese momento, Madelaine será conocida como "la mujer que ríe", y su presencia será como la de un espectro que es testigo mudo de las depravaciones de los clientes y de las deprivaciones de sus compañeras de infortunio. House of Tolerance se irá desarrollando a base de pequeñas estampas, donde los quehaceres cotidianos de las prostitutas (con sus abluciones, sus desayunos, sus reconocimientos médicos), se irá alternando con sus encuentros profesionales. Al atardecer, las prostitutas y la madame bajan a las primeras plantas del edificio y levantan una parafernalia art nouveau para los hombres que vienen a visitarlas. Los clientes ostentan perilla y grandilocuencia. Uno de ellos tiene un leopardo como mascota. No hay que olvidar que, a pesar de las canciones de rock y del efecto de pantalla partida, Bonello nos quiere transportar al albor del siglo XX. Dentro de una coctelera, eso sí. Hay un poco de denuncia social, un poco de ambientación histórica, un poco de sexo con espejos y voyeur al fondo. Y los diálogos son mayormente anodinos, sentimentales, prosaicos, como una lista de la compra el día de San Valentín.


La vida de estas prostitutas culminará en un vórtice de sífilis, adicción, locura y desencanto. No en vano Bonello ha sido incluído como parte del nuevo cine francés extremo, un cine que se destaca por su violencia, su escatología y su radicalidad. Pero House of Tolerance destaca sobre todo por sus encantos: su melancólica sensualidad, su estética decadente, su perfección formal. Encantos que va resaltado por la belleza de sus actrices. Adele Haenel, Jasmine Trinca e Iliana Zabeth son mis favoritas.