martes, 27 de diciembre de 2011

The Deep Blue Sea

Tres personajes (Hester Collyer, su marido y su amante); dos escenarios (una habitación de alquiler y un pub); un intento de suicidio. Con poco más que estos elementos, Terence Davies levanta su nueva película, The Deep Blue Sea, adaptacion de la obra homónima del dramaturgo inglés Terence Rattigan. Estamos en el Londres de finales de los años 40 y todo huele a pobreza y devastación. La WWII está aún tan presente que en las calles se acomulan los socavones y en los pubs los ex pilotos de la RAF buscando desesperadamente sexo y admiración. Hester Collyer (Rachel Weisz), una señora bien posicionada pero aburrida de su vida marital, abandona a su marido y se va a vivir con uno de estos cantamañanas, jugándose en la ruleta del deseo su estatus social y económico. Hester, contradictoria, insatisfecha e impulsiva, no tarda en desengañarse y acaba tomando una decisión à la Karenina. Es aquí donde la película comienza, con Hester sola y enfrentándose a la muerte, en una habitación de alquiler donde tanto la calefacción como los corazones funcionan con monedas.   


Terence Davies inicia la película con un interesante, aunque algo excéntrico, pulso narrativo. La escena del suicidio fallido de Hester es una pirotecnia de montaje y movimientos de cámara, que se ayuda para crear su tono dramático de la fotografía estudiadísima de Florian Hoffmeister. En el limbo moribundo del gas, nuestra protagonista revive los momentos más decisivos de su vida reciente, mezclando los episodios de su aventura extramatrimonial con  las escenas de su monótona vida de casada, como si unos y otras formaran parte de la misma pesadilla. Si al morir toda la vida pasa por delante de tus ojos, la de Hester parece resumirse en sus dos roles más recientes: el de amante y el de esposa. El ejercicio de introspección termina cuando los vecinos irrumpen en la habitación de Hester, salvándola de la muerte, pero no de sus tribulaciones. Ahora, al estigma del adulterio y la pobreza se añade el estigma del intento de suicidio.

Hester  parece abocada a un callejón sin salida. No sólo se ve incapaz de regresar a la cómoda pero insípida vida con su marido sino que tampoco parece encontrar mucho futuro en la relación con su amante. The Deep Blue See resalta los aspectos más sórdidos de ésta: la alienación sentimental, la dependencia física, el desengaño. Las cosas parecen complicarse más cuando el marido (Simon Russell Beale) visita a Hester para perdonarla y ofrecerle una segunda oportunidad, y el amante (Tom Hiddleston) descubre la nota que Hester dejó para él antes del suicidio, lo que le saca de sus casillas porque no tiene paciencia para este tipo de arrebatos decimonónicos. Hester dialogará con uno y otro, en la habitación de alquiler y en el pub, exponiendo sus sentimientos y analizando sus decisiones, hasta que no queda más por decir y la película, junto con la pasión, se acaba.   


Toda la filmografía de Davies es una evocación del pasado. Hay veces, como en Distant voices u Of time and the city, en que esta evocación hunde sus raíces en la biografía y en la memoria  liverpudiense del autor, entregándonos obras de una sinceridad salvaje y fascinante. Hay otras veces, como en The House of Mirth o The Neon Bible en que la evocación se basa más en cierta sentimentalidad que este director ha ido destilando a lo largo de los años, y que corresponde a los gustos y debilidades del hombre que Terence Davies es, un hombre que hace declaraciones del siguiente tipo: "Soy gay, vivo solo y he sido célibe durante 30 años". Es fácil entrever el alma de una solterona paseándose con un candelabro por entre estas palabras y alumbrando los sótanos de parte de la filmografía de Davies. Allí están el adulterio, la bastardía, el crimen pasional. The Deep Blue Sea nos habla de una mujer valiente, que es infiel a su marido por ser fiel a sus propios sentimientos, pero su historia parece alargarse como un insufrible serial de radio. El idioma que utiliza Davies aquí, el idioma del melodrama, parece estar sobrecargado y, aunque toda la película está rodada con exquisitez, no pude evitar verla como un sombrero aparatoso que hubiera pasado de moda.  Mucho mejor hubiera sido, a día de hoy, ver una síntesis o un resumen zumbón de tanto sentimiento desbocado, algo así como lo que Almodóvar hizo en Tráiler para amantes de lo prohibido. Algo así como un chupito de ron para aquellos hijos del postmodernismo que son también adictos a los hogares rotos.

sábado, 24 de diciembre de 2011

The Salt of Life


La imagen que hemos visto recientemente de Italia en los medios de comunicación, una Italia al borde del colapso económico, asediada por la deuda externa y humillada por los caprichos de un viejo carcamal, tiene poco que ver con el ánimo que transmite The Salt of Life. Aquí, los embrollos de la actualidad italiana aparecen eclipsados por los embrollos sentimentales de su protagonista, un señor en la antesala de la vejez que decide poner a prueba los restos de su masculinidad de la mejor manera posible: buscándose una amante. Con estas credenciales uno se podría temer lo peor, un revival del casposo cine italiano de los años 70 y 80, un reciclaje en pleno siglo XXI del muslamen de Carmen Russo y del espiar por el ojo de la cerradura. Pero, por suerte, en The Salt of Life  no hay nada de eso. Ni consumo ingente de Viagra, ni invitaciones a las fiestas privadas de Berlusconi en Cerdeña. Aquí, la decrepitud y el deseo se retratan de la manera más honesta posible: con muy poco ruido y una ligerísima pincelada de sonrojo.

Gianni Di Gregorio, director, actor y guionista, recupera al protagonista de Mid-August Lunch, su anterior película, para enfrentarlo a los miedos y las inseguridades propios de la pitupausia: que si el tiempo pesa como una losa sobre el pecho, que si las mujeres ya no nos miran, que a ver si vamos organizando los papeles de mamá, no vaya a ser que un día de estos la palme. El retrato sombrío sobre el envejecimiento aparece aligerado por la mirada cálida y humorística de Di Gregorio, repitiendo así la fórmula que ya hubiera utilizado con éxito en Mid-August Lunch. Si en ésta la rutina de nuestro protagonista se interrumpía cuando éste se veía obligado a ejercer de canguro de cuatro octogenarias, en The Salt of Life las tribulaciones de Gianni comenzarán cuando, inducido por su amigo y abogado Alfonso, se lance a la busca de una aventura amorosa. Ambas, aunque traten de cosas como la decadencia física, la cercanía de la muerte o la soledad, transcurren con el trafondo del sensual estío romano. Ambas derrochan algo tan precioso y tan difícil de conseguir en el cine como es la cotidianeidad. Esa cotidianeidad de la vida inconsecuante y ligeramente excéntrica de Gianni. Ambas, pero especialmente The Salt of Life, están llena de tiempos muertos que son como un esqueleto, como los signos de puntuación de una filmografía. Gianni sacando a pasear a su perro. Gianni preparando café. Gianni quedándose dormido en un sofá. Gianni despertando. Estos momentos, por supuesto, no sólo describen una rutina, sino que capturan al personaje en los momentos en que se hace más patente su soledad, aunque Di Gregorio parezca a veces insinuar que ésta sea parte del carácter ensimismado del personaje, más que una condición asociada al envejecimiento.

Además de estos tiempo muertos, la película está construída como una sucesión de pequeños episodios, que son los encuentros, más platónicos que otra cosa, que Gianni sostiene con diversas mujeres. Estos amagos de conquista suelen acabar en nada, bien porque Gianni no da el tipo, o no da el paso, o bien porque la dama en concreto no está por la labor. A la memoria viene, por supuesto Memorias de un Seductor, y cuarto y mitad del resto de la filmografía de Woody Allen, con esas confrontaciones, entre vergonzosas y mágicas, con el universo femenino. Pero de una manera más íntima, The Salt of Life me recuerda a Las noches de Cabiria, en tanto que el amor según una prostituta no difiere mucho del amor según un sexagenario. Ambos deben de ser o muy ingenuos o muy gilipuertas para blindarse contra el cinismo y la crueldad y seguir soñando. Di Gregorio, el actor, hace aquí un papel ejemplar. Agraciado con un físico que podría utilizar para ejercer de galán, Di Gregorio prefiere difuminarlo y parapetarse con las armas de su personaje: la timidez, la docilidad, el encorvamiento, y esa manera tan ascética de enfrentarse al humor. Mírenlo haciendo flexiones en la azotea de su casa y no me negarán que podría hacer una réplica perfecta como Buster Keaton a un chapliniano Mastroiani.


Pero quizás, lo que más nos seduzca de esta película sea la relación que Gianni mantiene con su madre (papel interpretado una vez más por esa gran Valeria de Franciscis), ya recreada en Mid-August Lunch y en la que se puede apreciar una dinámica que va más allá de la edad y las arrugas: la madre dominanta, coqueta y juerguista; el hijo educado, solícito y convenido. Las escenas entre estos dos personajes son puro oro paterno-filial.