jueves, 23 de febrero de 2012

Margaret

¡Ay, cómo pasa el tiempo! Uno echa la vista atrás y le parece que fue ayer mismo cuando a Anna Paquin, la cara atónita, la boina azul, le dieron el Oscar por su papel de niñita redicha en El Piano. Y mírala ahora, a Anna le han salido, además de las tetas, más papeles cinematográficos, los cuales se le han ido adheriendo a la piel como si fueran máscaras o capas geológicas o cosas de la edad, describiendo una trayectoria que va desde la ya mencionada niñita, pasando por las niñatas redichas de The Squid and the Whale o 25th Hour, hasta llegar a la definitiva niñata redicha que la Paquin interpreta en Margaret. Viendo estas películas así, en orden cronológico, uno puede apreciar cierta continuidad, cierto talento repetido para obtener resultados que recuerden curiosamente los unos a los otros, como si fueran una sucesión de muñecas rusas con el ceño fruncido.  Pues bien, hete aquí la muñeca nodriza que abarca a todas las demás. Porque Lisa Cohen, el personaje de la Paquin en Margaret, es una culminación, una síntesis, un chute puro y duro de niñata redicha tras el cual uno puede decir: "apaga y vámonos". Parte de esta impresión de haber sentado cátedra se debe a la interpretación de la Paquin, que presta su mirada maliciosa, su voz levantisca, su palmito y sus morritos para crear este personaje tan adolescente y contradictorio. Si Margaret no estuviera condenada a ser una película minoritaria, Lisa Cohen podría ser un modelo cinematográfico y femenino para los jóvenes de ahora, de la misma manera que Holden Caulfield fue un modelo literario y masculino para los jóvenes del siglo XX. Pero esta película va mucho más allá de su personaje. Margaret es, narrativamente, tan ambiciosa, habla de tantas vidas, admite tantos niveles de lectura con sus tramas, subtramas, menstruos y culpabilidades, que uno parece ser testigo de una tragicomedia de proporciones épicas. Si la medimos con las películas mencionadas anteriormente, por ejemplo, Margaret contiene más conflictos materno-filiales que El Piano, más hormonas adolescentes que The Squid and the Whale y más fatalismo post 11 de Septiembre que 25th Hour. Te lo juro, tía. 


El mundo de Lisa Cohen, en sí, no tiene nada de particular. Es como el mundo de cualquier pija de Nueva York. Hija de unos padres divorciados, Lisa vive en el Upper West Side y asiste a un colegio elitista en el que los alumnos discuten política internacional en clase y en donde Matt Damon (Will Hunting 10 años después) da clases de geometría. Su madre es una actriz (J. Smith-Cameron) que trabaja en una exitosa obra de Broadway, su padre vive en un chalet junto al Pacífico y su hermano  menor está aprendiendo a tocar el piano. Hasta aquí todo muy normalito, nada que uno no haya visto ya en las pelis de Woody Allen o Noah Baumbach o, qué sé yo, el malogrado Gary Winick. Sofisticación y desidia viajando en taxis amarillos. Pero un mal día Lisa, en un impulso tonto, se dedica a llamar la atención al conductor de un autobús en marcha (Mark Ruffalo), y éste, ensimismado con la espontaneidad de la adolescente que le hace señas desde la acera, se salta un semáforo en rojo y atropella a una peatón, al más puro estilo Farruquito de Nueva Jersey. Pocos minutos después, la peatón, de nombre Monica Patterson, muere en brazos de Lisa. Este suceso, tan sangriento, tan absurdo, tan traumatizante, marcará a nuestra protagonista de manera fulminante. Cuando llega la policía al lugar de los hechos, Lisa declara que el semáforo estaba en verde, liberando al conductor (y a ella misma) de toda culpa. A partir de aquí, asediada por los remordimientos, impactada por un accidente que le ha hecho ver lo frágil que puede llegar a ser la vida, Lisa se embarcará en una especie de cruzada por honrar la memoria de Monica Patterson y por reestablecer la verdad de los hechos que condujeron a su muerte. Este hilo conductor irá entrecuzando la vida de la protagonista con la de otros personajes, casi todos adultos, casi todos desquiciados, tristes, solitarios o ensimismados: sus padres; sus profesores; Emily (Jeannie Berlin), la mejor amiga de Monica; Maretti, el conductor cuyo futuro pende de un hilo; Ramón (Jean Reno), el nuevo amante de su madre. La simple enumeración no hace justicia a la riqueza narrativa de la película, que nos irá arrastrando lentamente hacia una trama judicial, mientras flirtea con  temas tan variados como el amor en la edad adulta, la responsabilidad cívica, la incomunicación, el peso de la memoria, la pérdida de la virginidad, la educación, etc. Margaret va de lo anecdótico a lo generacional, de lo público a los privado, sin intentar manipularnos con gesto alguno de grandilocuencia. Lo que vemos es lo que hay, es lo que sienten, dicen u ocultan sus personajes.   


Es fácil dejarse enganchar por esta película desde ese arranque poético que utiliza Kenneth Lonergan para presentárnosla: una multitud anónima caminando a cámara lenta por las calles de Manhattan, al compás de la hermosa y melancolísima "Recuerdos de la Alhambra", del maestro Tárrega. A lo largo del metraje de Margaret habrá más escenas así de tiempo muerto, con gente caminando, o rascacielos impertérritos, o pájaros surcando el cielo de Manhattan. Es esta presencia ubicua de la ciudad, y la delicadeza con la que Lonergan la retrata, la que resaltará la soledad última de Lisa Cohen, su desesperación por ser tenida en cuenta, sus esfuerzos por ser escuchada, su necesidad de ser querida, sus batallas por que la dejen en paz. El retrato contradictorio de Lisa es adolescencia en estado puro. De hecho, el título de la película hace referencia a un poema de Gerard Manley Hopkins, en el  que el poeta se lamenta por la infancia perdida, y los dolorosos senderos que conducen a la edad adulta.  


La historia que hay detrás de las cámaras es casi tan alambicada y contenciosa como la que se nos cuenta delante. Kenneth Lonergan tenía, según algunos rumores, un guión de unas 200 páginas, pero ya había llegado a un acuerdo con el productor Gary Gilbert, y éste le había impuesto sus condiciones: la película no podía exceder las dos horas. Así, tras el rodaje, que se produjo en el 2005, vinieron las desaveniencias y las negociaciones. Un nuevo contrato permitió a Lonergan un montaje final de 150 minutos, pero el director no se avino a nada que durase menos de tres horas. Cinco años de disputas más tarde, una versión de la película de unos 149 minutos ha visto la luz, pero muy pronto Lonergan irá a los tribunales acusado por Gilbert de incumplimiento de contrato. Por culpa de todos estos tejemanejes del mundillo, Margaret es una película mutilada, está rota. Se advierte aquí y allá, a lo largo de su metraje, escenas que se podían haber alargado un poco más, personajes secundarios que desaparecen de repente sin dejar rastro, historias inacabadas o que son apenas esbozadas. Pecata minuta realmente, porque Margaret divierte, conmueve, exaspera, y, para algunos, puede incluso llegar a ser inolvidable. Margaret está viva.