domingo, 26 de agosto de 2012

Jackpot

De nuevo en las pantallas una obra de Jo Nesbø. En esta ocasión, el director Magnus Martens adapta un relato del exitoso autor de novela negra noruego, y nos entrega Jackpot, una especie de Manual de Bricolaje sangriento, en donde las herramientas y la maquinaria industrial juegan un papel importante en cada uno de los pasos del crimen -desde la ejecución hasta la desaparición última del fiambre-, y en donde las chapuzas son inevitables. Nada nuevo, en realidad. 


La estructura de Jackpot gira en torno al interrogatorio policial al que se ve sometido su protagonista,  Oscar Svendsen (Kyrre Hellum), por parte del comisario Solør (un acojonante y descojonante Henrik Mestard), para aclarar la masacre ocurrida en un antro de carretera, del que Oscar, mira tú por donde, resulta ser el único superviviente. La película juega con el estupor del comisario y del público, los cuales intentan imaginar qué línea une la mercancía erótica y los charcos de sangre que vemos al principio con un ser aparentemente tan anodino e inofensivo como Oscar. La historia, más o menos, es la siguiente: Oscar, encargado de una planta de reinserción laboral para expresidiarios, participa en una lotería con tres de sus "trabajadores", con tan mala suerte que el billete sale premiado. A partir de aquí, irá  surgiendo las complicaciones, como siempre ocurre cuando hay mucho dinero de por medio en manos de gente sin escrúpulos. Véase credit crunch. 



Cualquier asomo de improbabilidad o exageración de la narración se ve difuminado por el hecho de que Oscar es el que la cuenta, y uno no sabe bien si está contando la verdad o inventando una coartada. Como el mismo comisario Solør le pregunta: "Pero, ¿tú estás aquí en calidad de sospechoso o de testigo presencial?". Esa diferencia de matiz no es aclarada en la película, lo que ayuda a mantener el interés en la figura de Oscar a la vez que crea ciertas dudas sobre su entereza moral. Claro que esto último tampoco importa mucho, ya que la intención de Jackpot es entretener sin mayores pretensiones. La peli es ligerita y se digiere bien. 

Lo mejor quizás sea ese crescendo de comedia macabra que se va poblando poco a poco de cadáveres. Hay buenos puntos, alguna sorpresa indigesta, y ya. Por supuesto, su estreno viene arropado por el éxito cosechado por Headhunter, aunque una comparación entre ambas favorecería más a ésta última. Headhunter es brutal, sofisticada e inclemente en el pormenorizado descenso a los infiernos de su protagonista. Jackpot es una historia de pringados, los cuales no tienen mejor manera de celebrar un premio millonario que bebiendo cerveza y matándose los unos a los otros. Hay un ambiente de pueblo fronterizo, de cazurros sin futuro, que da de si hasta cierto punto, a partir del cual la historia empieza a perder un pelín su enjundia. Lo dicho, entretiene sin más, que ya es bastante para una lección de bricolaje.

lunes, 20 de agosto de 2012

360

Un día transcurre cuando cualquier punto de la Tierra elegido al azar regresa a la misma posición en que se encontraba 24 horas antes, tras haber recorrido 360 grados de un círculo imaginario. Es por eso quizá que este número inspire cierta idea de totalidad. Toda la andanzas humanas, sus aventuras, sus  miserias, contenidas en un aleph de cifra. 360. El mundo que gira. El reloj que avanza. El tiovivo del amor.



360 es la última película de Fernando Meirelles y está basada en La Ronde, la famosa obra de Arthur Schnitzler que ya inmortalizara Max Ophüls en una película. Confieso que cuando entré en el cine no sabía nada sobre las fuentes de 360. Mi único conocimiento de la película, a través de un trailer efectista, era que se trataba de una historia con muchos personajes, en la que los caminos de éstos se entrecruzaban por cosas del destino o el azar. Confieso también que esta argucia narrativa me atrae sobremanera, ya que algunas de mis películas favoritas están construidas con ella (como, por ejemplo, la ya mencionada La Ronde, Short Cuts o Amores Perros). Confieso, por último, que esta argucia narrativa es un arma de doble filo y que, por culpa de ella, me he tragado algunas películas insufribles de cuyos nombres no quiero acordarme pero que, desgraciadamente, ay, me acuerdo: Love Actually, París, Crash. 

El caso es que con 360 piqué el anzuelo. Y de qué manera. Peter Morgan ha escrito un guión que parece basado en uno de esos chistes de estereotipos tipo "Van un alemán, un francés y un español y..." En este caso, la nacionalidad va acompañada de profesión, dejad que le de un sorbo al cubata, y os lo digo: "Pues van una puta eslovaca, un mafioso  ruso, un fotógrafo brasileño y un hombre de negocios inglés..." Suena a coña pero, desgraciadamente, ay, esos son los personajes de la película. Faltan el hombre de negocios alemán, el ex-presidiario por acoso sexual americano y unos pocos más. Dichos personajes  irán interaccionando unos con otros, en encuentros casuales en los que, o bien se acaba hablando de sus emociones, o bien se acaba follando. Todo ello con el telón de fondo de un mundo globalizado, lleno de aviones, móviles y cámaras web. Aún así, con con tanto ir y venir de los personajes, por hoteles y aeropuertos internacionales, es difícil dejar pasar por alto la falacia del título. Ese 360 de connotación global transcurre en suelo europeo y norteamericano. Hay dos brasileños que moran en Londres y un dentista parisién y musulmán. Esto hace que esa mirada global por la que aboga la película sea aún más cliché. Especialmente si se le compara con otras obras de similar y más lograda intención, como es el caso de Babel. 

El caso es que, al contrario que las películas que he disfrutado y en las que aparece una multitud de personajes, 360 parece menos interesada en desarrollar la circunstancias íntimas de los caracteres que en perseguir esa carambola formal de los encuentros y desencuentros entre los mismos. La película, por eso, se resiente de cierto lastre de artificiosidad, cosa que no mejora con las escenas de pantalla partida que Meirelles y Daniel Rezende, su montajista,  componen repetidas veces, quizás con la intención de expresar esa interconectividad tan de siglo XXI, pero que a un servidor le parecen tener el mismo nivel de creatividad que el circuito cerrado de unos grandes almacenes. Lo importante no es encuadrar a los personajes en sí, sino definirlos, es decir, encuadrar, sus intenciones. Y ahí es donde falla la película. Morgan es un guionista incisivo, cuyos trabajos más celebrados son aquellos que se centran personajes reales que ostentaron (u ostentan) un gran poder. Así tenemos al brutal Idi Amin en The Last King of Scotland, la distante Reina de Inglaterra en The Queen o el provecto Richard Nixon en Frost/Nixon. En sus diálogos, uno puede admirar las diferentes capas de mordacidad, de inteligencia, de testosterona que se le suponen a las altas esferas. Poco o nada de esto hay en 360. Parece que, al hablar de la gente corriente (y ficticia), la pluma de Morgan se diluyera en un miasma de tonterías y lugares comunes. O quizás, las relaciones sentimentales sean, con diferencia, menos intoxicante que el poder.



Hablando de poder, uno no puede evitar pensar de nuevo en La Ronde que, aún siendo una obra menor de Ophüls, no por ello deja de tener hallazgos maravillosos. Uno de ellos, posiblemente el principal, fue la inclusión del personaje que no aparecía en la obra original de Schnitzler, y que estaba interpretado por el siempre magistral Anton Walbrook. Este personaje era una especie de maestro de ceremonias que nos iba introduciendo a los personajes y que parecía tener un control absoluto sobre el destino de éstos. Sus apariciones, misteriosas, metalingüísticas, enriquecían la obra, proyectando sobre los distintos caracteres una mirada que resaltaba la naturaleza teatral, ficticia, de éstos. Mediante ello, Ophüls se encargaba de poner en perspectiva la insignificancia de los protagonistas ante los caprichos del amor y el deseo. Morgan, sin embargo, nos ofrece unos personajes que parecen ser dueños de su destino y que se muestran levemente tocados por una sentimentalidad que casi siempre resulta ñoña. Así, nos encontramos al señor de negocios que llama a su mujer para decirle que la quiere, justo después de verse frustrado su encuentro con una prostituta; el ex-presidario que, estando en una habitación con una brasileña inconsciente, logra reprimir sus instintos más lujuriosos; el dentista que reniega del amor por miedo o respeto a la palabra de Alá. Toda la jodienda que en La Ronde aparecía de manera implícita, aquí parece evitarse por culpa de un sospechoso pudor. Casi todas las historias de 360, a pesar del sustrato de soledad que contienen y el cual no se explota lo suficiente, parecen apelar a una sentimentalidad navideña, donde los deseos son más planos que una pantalla plana, y el amor aparece retratado como la enfermedad más tonta que uno pueda padecer. Tan sólo algunas escenas sueltas (el monólogo de Anthony Hopkins en la cita de Alcohólicos Anónimos, el tramo final  de thriller trepidante) se salvan de esa vacuidad de papel gauché que transpira casi toda la película.

En lo que respecta al estilo visual, el de Meirelles es elegante, dinámico, moderno. Lleno de esos tonos azules que tan bien quedan en las películas digitales y en los coches deportivos. Esto ayuda a que 360 sea digerible. Eso, y el hecho de que no dure 360 minutos.

viernes, 10 de agosto de 2012

Searching for Sugar Man

Ladies and gentlemen, con todos ustedes...¡Rodríguez!


A principios de los años 70, Rodríguez (un cruce entre Nick Drake y José Feliciano) lanzó dos discos de folk-rock donde, con una voz sentida y profunda, cantaba la realidad de un hijo de inmigrantes mejicanos en downtown Detroit: las drogas, los muertos de hambre, los amores funestos... La alegría de vivir, en suma. A pesar de sus bazas indiscutibles (canciones pegadizas, letras inteligentes, el carisma de un cantante con unas perennes gafas de sol) Cold fact y su sucesor, Coming from Reality no se vendieron precisamente como rosquillas. Ni siquiera como churros. Simplemente, no se vendieron en absoluto. Las razones de tan estrepitoso fracaso escapan a los productores de dichos álbumes, que consideran la corta carrera de Rodríguez como una de las injusticias más clamorosas del mundo de la música. Un mundo donde, sin salirnos del folk, encontramos a Donovan, quien durante una época fue poco más que la sombra resentida de Bob Dylan, o a Vashti Bunyan quien, tras la indiferencia con que se recibió el primer álbum, guardó un silencio musical que duró 30 años. hay un poco de todo, como en botica. Pero si las historias de los cantantes de música popular son como el cauce del Guadiana, la de Rodríguez fue de las más extrañamente subterráneas ¿Cómo es posible (se preguntan sus productores) que un joven tan sensible, tan especial, tan dotado para la música fuera tragado tan rápidamente en la noche de los tiempos? Esta pregunta flota pesadamente en el aire, lo hace casi irrespirable y, algunas noches, arranca a  Steve Rowland (productor de Coming from Reality) de su sueño, como si de una apnea salvaje se tratara. Pero lo cierto es que Rodríguez desapareció del mapa sin dejar rastro y nadie volvió a escuchar nada más de él.

¿Nadie? No. En un país olvidado de la mano de Dios llamado Sudáfrica la música de Rodríguez inspiró a miles de jóvenes en su lucha contra un sistema  viciado y demencial llamado Apartheid. Sus álbumes, a pesar de estar censurado por las autoridades o, quizás, por eso mismo, se vendían como rosquillas. O como churros. Sus discos eran pirateados, eran escuchados en la clandestinidad. En Sudáfrica todo el mundo conocía a Rodríguez y nadie sabía nada de él. Aunque existían pistas, historias que se contaban unos a otros y que no siempre coincidían. Por ejemplo, existían discrepancias sobre su muerte. Hay quien decía que se había pegado un tiro en un concierto. Otros, que se había quemado a lo gonzo durante una actuación. A estas alturas de este post, el lector se debería de estar preguntando ya qué demonios le sucedió a Rodríguez. Searching for Sugar Man es la respuesta. Este documental es una investigación policial y musical sobre la figura legendaria (al menos en Sudáfrica) de Rodríguez, un músico de folk-rock que parece más bien un archivo top secret de la CIA.



Ya hemos mencionado en otros posts (Senna y Marley, para quien le interese) la importancia pivotal que tienen los personajes en la construcción de las historias y de cómo éstos, por su carisma o por su biografía personal, pueden resultar tan suculentos que casi se bastan para sostener una película en torno a ellos. Pues bien, el personaje de Rodríguez es uno de ellos. Aunque su biografía difiere en gran medida a la de los personajes citados anteriormente y es por eso que, más que ir dirigida hacia el final trágico del héroe, la flecha que lanza Searching for Sugar Man apunte a una diana muy distinta.

Malik Bendjelloul ha hecho un retrato del enigmático personaje utilizando una poesía soterrada. Imágenes de una Detroit fea y nevada nos acompañan a lo largo de la película, recordándonos con insistencia no sólo los orígenes humildes de Rodríguez, sino también la realidad prosaica que le inspiró a la hora de escribir sus canciones. Entre todas las personas que aparecen entrevistadas merecen una mención especial Steven "Sugar" Seagerman y Craig Bartholomew-Strydom, los fans/detectives obsesionados con sacar a Rodríguez de sus cenizas. Su entusiasmo contagioso es el que pone la historia en movimiento, lo que no es poco. 

Searching for Sugar Man viene así a formar parte de ese grupo de documentales que reinvidican la memoria de un genio olvidado. Entre ellos, cabe destacar The Devil and Daniel Johnston y Dig! Pero, a diferencia de éstos (donde las figuras autodestructivas de, respectivamente, Daniel Johnston y Anton Newcombe ofrecían un retrato bastante patético y desolador de la cara B del mundillo musical), el documental de Bendjelloul apela a sentimientos más elevados. Si bien es cierto que el personaje de Rodríguez pueda resultar ejemplar en muchos aspectos, el gancho principal de Searching for Sugar Man reside en su capacidad de capturar uno de los elementos más elusivos de la música. Éste elemento, a falta de una terminología mejor, lo podemos denominar como magia. Llamémosle así pues, magia, la cual no conoce fronteras y vive para siempre. 

lunes, 6 de agosto de 2012

Woman in a dressing gown

Estrenada por primera vez en 1957, Woman in a dressing gown no llegó nunca a las pantallas españolas, cosa que no es de extraña. Y no porque trate el tema del divorcio, el cual no casaba muy bien con la idea de la familia que la dictadura franquista quería imponer a sus ciudadanos. El germen subversivo de Woman... reside en mostrar un ama de casa desastrosa, despeinada y descontenta con su vida. La imagen opuesta al prototipo de madre de familia que uno ha visto tantas veces en el cine. Porque así es, ni más ni menos, como se muestra nuestra heroína: como una mujer al borde de un ataque de nervios y, encima, con la casa por barrer. 

Pionera tanto del free cinema como de los kitchen sink dramas (obras de teatro inglesas de espesa carga social y doméstica), Woman... tuvo un gran éxito en las pantallas británicas e incluso cosechó premios tan prestigiosos como el Oso de Plata a la mejor actriz (Yvonne Mitchell, en el papel de Amy Preston) y el Golden Globe a la mejor película extranjera de habla inglesa. Vista hoy en día, Woman... no ha perdido un ápice de su fuerza melodramática, aunque formalmente se nos ha quedado un poco kitsch. O sea, que, a ratos, es encantadoramente mala. Lo que no quiere decir que necesite de nuestra indulgencia para poder disfrutarla. Porque uno ya lleva mucho Almodóvar en el cuerpo y sabe que  en la pantalla el kitsch y el ama de casa go together like horse and carriage. 


Señora en bata de guatiné
Inglaterra, años 50. La vida es una tostada quemada y una radio a máximo volumen. Los Beatles aún no han llegado a la pubertad y la tele aún no ha llegado a los hogares. Los domingos son tan aburridos que Jim Preston (Anthony Quayle) deja a su mujer Amy con los platos sucios y las camisas arrugadas, y, alegando una excusa laboral, se escapa a pasar el día con su amante Georgie (Sylvia Syms). Georgie no se parece en nada a Amy: es más joven, es una profesional (compañera de trabajo de Jim para más señas), y tiene las ideas bastante claras. Es por eso que Georgie le da un ultimatum a Jim, y le dice que si quieres mojarla te tienes que mojar, bonito, o tu mujer o yo. Y a Jim, Jimbo para su esposa, no le quedará más remedio que pedirle a ésta el divorcio.


La cárcel del amor
La acción de Woman...es casi anecdótica y sucede en poco más de 48 horas. Tiempo suficiente para que un hogar se rompa y se recomponga como por arte de birlibirloque. Su fuerza melodramática reside en ese tiempo condensado, que no da lugar a que las pasiones y los resentimientos languidezcan. Y las interpretaciones, especialmente las del elenco femenino, ofrecen eso que llaman tour de force, expresión también conocida como "están que se salen". Yvonne Mitchell interpreta a su personaje con la exacta dosis de cercanía y vulnerabilidad. Casi se la puede considerar como una precursora de las heroínas de Mike Leigh. Hay una particular escena en la que Amy acude a un salón de belleza a hacerse un peinado nuevo y, al salir, se debe de enfrentar a un chaparrón, en la que Mitchell transmite sin estridencias todo el dolor oculto que hay en un peinado que se estropea. Poesía de las pequeñas cosas. Y luego, por supuesto está el enfrentamiento con el marido y su querida, donde se ventilarán los trapos sucios con un desgarro visceral. Desgraciadamente, toda la fuerza de la película se desbarata en ese final demasiado mojigato donde el marido vuelve a casa y elige la rutina familiar sobre la aventura del amor. 

J. Lee Thompson, un director con una carrera bastante ecléctica cuyo punto álgido fue Cape fear, dirigió Woman... con cierta torpeza que no pasa inadvertida. Hay un primer plano de Sylvya Syms que da casi tanto miedo como los primeros planos de Cape fear. Este error, en una actriz de la belleza de Syms, resulta imperdonable. Y luego hay unos encuadres donde se le da más protagonismo a los muebles y a los bibelots que a los protagonistas. Es como si  Thompson se estuviera preguntando al dirigir: "¿Cómo lo habría hecho un ama de casa?". 

Aún así, Woman in a dressing gown gusta y, sin llegar a ser un homenaje a las amas de casa, uno no puede dejar de sentir admiración por el retrato que aquí se hace de ellas, las heroínas domésticas que son las que le da sentido a la palabra hogar.