miércoles, 16 de noviembre de 2011

The Future

Los Ángeles es una ciudad de más de 3 millones de esqueletos. Dicho así, a pelo, la cifra sugiere la ristra de problemas normalmente asociados a las metrópolis superpobladas. Hay mucha polución. Y mucha delincuencia. Pero el crimen y el asma no son nada comparados con la soledad, con el aislamiento, con ese catálogo infinito de sueños rotos y promesas mohosas que nunca llegarán a cumplirse y que en LA se encuentran a patadas. Pero aún más abundantes son sus surfistas, y sus artistas indie, y sus diletantes. Es decir, lo peorcito. El gran problema de esta ciudad es, entonces, sin duda alguna, la desidia. 

En The Future, Miranda July viene a hablarnos un poco de todo esto. Sophie (la misma July) y Jason (Hamish Linklater) son una pareja de treintañeros con la cabeza llena de rizos y dudas existenciales. La primera escena de la película nos presenta a los dos en un punto de partida: sentados frente a frente en un sofá, cada uno inmerso en la realidad virtual de sus portátiles. Por lo que a ellos respecta se podrían hallar sentados en cualquier parte: en la sala de espera del dentista, en el lounge de un aeropuerto,... Pero no, se encuentran en el salón de su apartamento y la vida de ambos está a punto de despegar por fin de un momento a otro. Porque ambos están dispuestos a dar el siguiente paso en su ya larga y consolidada relación sentimental: adoptar un gato. Los gatos son como los niños: se alimentan de leche, vienen de París, y vuelven más tierno o trascendente a quienquiera que los sostenga en su regazo. También, aparentemente, le cambia la vida a sus dueños o progenitores de manera radical. Es por eso que Sophie y Jason tienen un mes de plazo, un mes de libertad absoluta, para darle sentido a sus vidas, antes de que se haga oficial, con todas las responsabilidades y sacrificios que ésto acarreará, la adopción de la gatita Paw Paw. Para ello, ambos deciden dejar sus insípidos trabajos (ella, como profesora de ballet; él, como teleoperador), abstenerse de usar internet y enfrentarse al mundo con nuevos ojos. Disponen de un calendario para marcar los días y de una canción en el ipod, "Where or when", cantada por Peggy Lee, y que utilizarán como recordatorio de su amor, por si las cosas se tuecen en su periplo. Las aventuras, al igual que los fracasos, suelen comenzar con una decisión equivocada.



Es así como nos encontramos a Jason y a Sophie dueños de una libertad absoluta e intoxicante, que no tarda en desvanecerse pocos minutos después de conseguida. Porque el mundo, al contrario que youtube, está lleno de tiempos muertos e invisibilidad. Y nuestros protagonistas no tardan en verse enfrentados a un espejo que les muestra como lo que son: dos almas perdidas, inmaduras, y sin nada nuevo que decir. En cuanto la espontaneidad del plan inicial se difumina, las vidas de Jason y Sophie dejan al descubierto sus posos inquietantes: el miedo al vacío existencial,  la aprensión a la soledad y la monotonía, el dolor a ser engullidos por la realidad sin dejar rastro. Este material, que podría dar lugar a un poderoso psicodrama o a un retrato generacional, se ve desfavorecido por el tono desapasionado e ingenuo que utiliza la directora. Jason se hace voluntario de una ONG cuyo objetivo es plantar árboles por todo LA; y Sophie incia un proyecto de ejecutar y grabar una coreografía al día. Muy pronto, uno empieza a perder interés en los protagonistas, de la misma forma que ellos parecen haber perdido interés en Paw Paw. 

   

July se ha creado un estilo propio que aboga por una poética de la cotidianeidad, por una narrativa que le da más importancia a los detalles peculiares o chocantes que a las razones ocultas de los personajes. Desde este punto de vista, su website learning to love you more sea quizás su obra más lograda, ya que utiliza magistralmente la interactividad, y logra hablarnos de Miranda July, de sus anhelos y obsesiones, sin que haya rastro de Miranda July. En The Future, sin embargo, existe una sobredosis de la artista y, en ciertos momentos parece que ella misma se hubiera dedicado a llevar a cabo algunas de las tareas impuestas en su website (grabar una coreografía, hacer la llamada de teléfono que a alguien le hubiera gustado recibir,...), para hacer con ellas después una película. Desafortunadamente, estas escenas, al igual que la decisión tomada por Jason y Sophie, al igual que todo en la película, resultan demasiado fortuitas. En su búsqueda de una nueva vida, Jason acaba visitando regularmente a un señor mayor llamado Joe con el que charlará de todo y nada en particular. Sophie, por su parte, inicará una aventura con Marshall (David Warshofsky), un señor al que conoce por una llamada telefónica hecha al azar.  Da la impresión de que lo único que mantenían unidos a Jason y Sophie era la rutina que habían creado juntos y, una vez que ésta desaparece, cualquier otro tipo de relación (fraternal, amorosa), llenará inmediatamente sus vidas, como por generación espontánea.

En su anterior película Me and you and everyone we know Miranda July recurría a un elenco de niños, adolescentes y adultos infantiloides para hablarnos de la soledad y de los misterios de las relaciones sentimentales. En The Future tan sólo hay adultos infantiloides, dos adultos pop que intentan escapar del slogan punk de No future. Hay también una luna y un gato que hablan (este último con la voz de Miranda July), y que parecen personajes salidos de una película de animación. No son los únicos. Jason y Sophie son, en la evaluación infructuosa que hacen de sus vidas, como dos marionetas. Divertidas, hechizantes, conmovedoras, pero, en última instancia,  sin alma.  

  

martes, 8 de noviembre de 2011

Melancholia

Desde el comienzo de su carrera, Lars von Trier lleva entablando un diálogo impredecible con el público. Un diálogo anómalo, cargado de elocuencia, malentendidos y exhabruptos. Un diálogo que lo mismo podía sonar a declaración de guerra que a confesión de amor. Ya tras la proyección de Dancer in the Dark en Cannes, hubo manos ocupadas en aplaudir tamaña obra y manos que buscaban desesperedamente hacerse con un huevo o con un buen tomate para lanzar al director danés a la cara. La fama de provocador de Lars von Trier hace que cada uno de sus estrenos venga acompañado por ese tipo de arrebatos suscitados por el odio o el flechazo instantáneos. Este año el escándalo vino por las desangeladas declaraciones del director sobre su simpatía hacia Hitler. Declaraciones que, dado el actual clima de corrección política, fueron condenadas severamente, provocando la expulsión de von Trier del festival de Cannes y su descalificación como persona non grata. Para mí, todo este revuelo fue una exageración. ¿Acaso no es el humor socarrón de von Trier una de las mejores bazas de su cine? ¿Acaso no es Hitler la figura más indicada para sacar a colación en una conferencia de prensa sobre una película que nos habla del Apocalipsis?


A pesar de todo, no es posible negarle a von Trier esa curiosidad innata, esa capacidad por adentrarse con cada nueva película por terrenos desconocidos o, al menos, ligeramente planteados en la película anterior. Desde este punto de vista, podemos considerar Melancholia como una exposición más respetable de ideas temáticas y formales ya aparecidas en Antichrist. Esto no es difícil de conseguir, ya que Antichrist es, simplemente, una de las películas más aberrantes de la pasada década. No por mostrar escenas de mortalidad infantil, tortura o mutilación de la genitalia femenina. Sino por el hecho de que von Trier, que por aquel entonces padecía una depresión, rodara una película, cuya única finalidad pareciera ser la de deprimir a todo aquel que la viera. Este atentado de ombliguismo artístico no sería tan grave si aquel que lo perpetró no fuera considerado como uno de los directores más irreverentes e incoformistas del panorama actual. Viendo la diarrea mental que es Antichrist uno duda de  las capacidades fílmicas de von Trier. Viendo Melancholia, sin embargo, uno ve como el tema de la depresión puede ser tratado de una manera más inspirada, lo que ayuda a reconciliarse con el mundo poético y fatalista del danés.

Para empezar, el inicio operístico en cámara lenta de Melancholia, con el acertadísimo acompañamiento musical del Tristam e Isolda de Wagner, ayuda a crear la atmósfera enrarecida, como de cuento de hadas perverso, que nos acompañará a lo largo del film. Von Trier, tan aficionado a estructurar en capítulos sus películas, nos deleita en este susodicho prólogo con un homenaje a grandes y poco convencionales pintores del pasado. Uno no sabe si se encuentra en una sala de cine o en una pinacoteca. Ahí se encuentran los guiños a Delvaux y a Millais y a Boticelli, además del claro homenaje a Brueghel el Viejo, que van suscitando en el público la fascinación de un viejo álbum de cromos. Impagable es ese primer plano de Kirsten Dunst alzando los ojos al cielo y presenciando la lluvia de pájaros muertos, que nos lo dice todo: esto que estais viendo ahora no es másque una naturaleza muerta. Y todo por culpa del planeta Melancholia, que parece dirigirse irrevocablemente hacia la Tierra, y que amenaza con colisionar con ella en su vagabundeo cósmico. La premisa, tan surrealista, sirve como bomba de relojería perfecta, y nos marca una estructura narrativa con un final nítido e inaplazable, a la que nos entregamos con el corazón encogido, fríos y maravillados.


Debajo de su temática apocalíptica, Melancholia, dividida en dos actos, nos ofrece la historia de dos hermanas, que von Trier narra empleando dos tonos en los que se siente como pez en el agua: el retrato de costumbres y el psicodrama. La primera parte de la película lleva el título de Justine, y nos cuenta los avatares de este personaje, interpretado por Kirsten Dunst, el día de su boda. La belleza y el éxito profesional de la joven, el lujo y la delicadeza con los que ha sido organizada la boda, parecen formar parte de una delgadísima pátina de felicidad que desaparece al primer rascado. Von Trier disecciona las convenciones sociales con un pulso magistral, ofreciéndonos acertadísimas interpretaciones de sus actores. Cabe destacar en esta primera parte el dueto (o duelo) actoral entre John Hurt y Charlotte Rampling, que interpretan a los padres de la novia (él, sentimental y casquivano; ella, borde y retorcida), y que ejemplifica a la perfección la polaridad existente en la obra de von Trier en general, y en esta película en particular: el fatalismo y la exaltación poética inherentes a la existencia humana. En este caso, la inminente llegada del Apocalipsis no es el único elemento sombrío de la película. También están, cómo no, las relaciones humanas, siempre tan confusas, tan equívocas e hirientes. Justine, enferma bipolar y adivina, es la persona más sola del mundo en la noche de su boda, y vaga de un lado a otro por un paisaje de smokings y malhumor, sin saber muy bien cómo afrontar el carácter efímero de la felicidad. Por supuesto, ninguno de los personajes parece comprender qué sucede con Justine. El novio (Alexander Skarsgard) pasa de la idolatración al hartazgo; el jefe de Justine (Stellan Skarsgard) pasa de la admiración al repudio; el cuñado (Kiefer Sutherland) va de la condescendencia a la impaciencia; y así. Lentamente, y no por primera vez, von Trier va resquebrajando el mundo de las convenciones sociales, y nos muestra, a través de las mil grietas, eso que late debajo, llamémosle miedo y perplejidad. Y tragamos el anzuelo, porque la belleza de las imágenes cautiva con una fuerza magnética, irresistible: la limusina atascada en el camino rural, el suntuoso convite, la novia orinando en un hoyo de golf, el globo blanco del amor, que arde elevándose en la noche y que cae hecho cenizas...   



Después del festín visual que es la boda, los invitados no son los únicos que acaban borrachos. El público también queda un poco ebrio, y una inevitable modorra se apodera de nosotros. Quizás por eso la segunda parte, que lleva el título de Claire, la hermana interpretada por Charlotte Gainsbourgh, se haga un poco tedioso. Por eso, y porque se trata de una lentísima cuenta atrás, en la que las protagonistas se dedican a esperar la ya inevitable colisión de Melancholia con la Tierra. La Gainsbourgh deja atrás los excesos metódicos de Antichrist, y nos ofrece una interpretación sosegada, más acorde con su belleza. Como contrapartida, tenemos el retrato que Dunst hace de Justine, el cual le valió el premio a la mejor actriz en el festival de Cannes de este año. Como buena bipolar, Justine pasa de la alegría a la tristeza, y de ésta a la desesperación, con la misma facilidad con la que otros se cambian de calcetines. Kirsten Dunst nos ofrece el lado más sensual y frágil de este personaje, que es también, al fin y al cabo, el retrato que van Trier nos hace de la Tierra. Y, por supuesto, Justine y Claire morirán, como toda buena heroína vantrieriana, víctimas de una tragedia que se llama Melancolía, y que implica la destrucción del mundo tal y como lo conocemos.