sábado, 30 de junio de 2012

Polisse

Hola, me llamo Maïwenn (sí,tal como lo oyes, ¿qué pasa?), y soy una actriz, escritora, directora de cine y modelo de gafas de Chanel. Desde niña, mi sueño siempre  fue el convertirme en cuidadora de caballos en una granja-escuela. Pero la vida es así: uno casi nunca ve sus sueños cumplidos, y al final acaba haciendo otra cosa, como yo.


De todas mis facetas, la que más me llena es la de directora, porque es lo más parecido que hay a ser madre. Yo soy madre, así que sé de lo que hablo. Hay veces en las que, digamos, los actores no se quieren tomar los macarrones y tienes que ser pacientes con ellos, cantarles canciones, hacer el avión con el tenedor y nunca perder la compostura. Claro que, a veces, te tienes que hacer respetar, y tienes que gritarles firmemente, no hay otra cosa que hacer: "¡Que te comas los macarrones!". Y ellos, que son muy inquisitivos, te preguntarán por qué, y tú tendrás que responderles: "¡Porque te lo mando yo que para eso soy tu directora!". Y entonces ellos comprenden. Comprenden porque, en el fondo, son como niños. 


Total, el caso es que eso de dirigir películas lo llevo dentro, que para eso soy francesa, aunque debo reconocer también que soy bastante mía. Por ejemplo, odio a los directores de la Nouvelle vague, pues todos me parecen unos machistas prepotentes. Los peores, Truffaut, Rohmer y Godard. La única que se salva es Agnès Varda, que para eso es toda una mujer con el útero como Dios manda. Su Réponse de femmes... es una de las obras que más me han inspirado. ¡Y sólo dura 8 minutos!


El caso es que, como la Varda, me gusta hacer películas porque me gusta la vida, porque sé disfrutar de la vida. Si eres vecina del VIIe arrondissement de París y has tenido un novio rapero sabrás de lo que te estoy hablando. Y bueno, después de haber dirigido dos me dije la siguiente tiene que ser la más personal, así que decidí hacer una película donde salieran pedófilos, algo que me resulta familiar ya que empecé mi carrera como actriz infantil. 


Polisse habla de los miembros de la unidad de protección de menores de la policía de París. Yo he querido hacer un retrato lo más parecido a la realidad, así que me he centrado en un grupo de policías bordes que se llevan media película gritando, y la otra mitad tomando cafés y cervezas en los bares. ¿Qué queréis que le haga? Así son los funcionarios. Así es la vida. Así es Francia. Desde que Sarkozi entró en el poder todos los franceses gritamos con más frecuencia y más alto. Y si eres asalariado público ni te cuento. Bueno, en ese microcosmos que es mi grupo tienen más protagonismo las mujeres. No te jode, somos nosotras las que manejamos la mayoría de los asuntos, las que hacemos la compra, las que educamos a los niños, las que sufrimos de bulimia, las que nos suicidamos. Sí, de todo eso hay en mi película. Eso, y niños que sufren. ¡Y de que manera! En una escena una madre que está mal de la cabeza deja caer su niño al suelo. No era un niño de verdad, claro, (en esta película ninguno de los niños que han participado en ella han sufrido maltrato alguno), sino un muñeco, pero el mensaje estaba ahí. Si quieres algo más real, date con un ladrillo en los dientes. Esto es cine social, y no la mierda esa de Godard con su Film Socialisme. 


Mis actrices (y actores) se lo curran bien y dan todo de si. Y eso que los pongo en escenas difíciles como el pasarse horas en una oficina matando el tiempo de mala manera. Y total, para que en la mesa de edición dejáramos todo eso en 3 segundos. Pero bueno, como en el fondo soy una vitalista, también puse a mis personajes a bailar en una discoteca sin venir a cuento. Me lo pasé tan bien rodando esa escena que al final la dejamos en 5 minutos. Total, en una peli que dura más de dos horas eso ni se nota.


Yo también salgo en la película, pero en un segundo plano. Hago de una fotógrafa encargada de hacer un reportaje sobre la unidad de protección de menores. Para dar una imagen profesional salgo con el pelo recogido y con gafas de pasta negra. Esta idea no la tomé de Betty la fea, como se puede pensar por ahí, sino de Julie Delpy, que es amiga mía y una cachonda mental. Según Julie, existe dos tipos de cine hecho con gafa de pasta negra: el de Woody Allen y el de Godard. Bueno, la verdad es que no estoy de acuerdo con esta afirmación. Si bien es cierto que el cine de Julie tiene algo del de Woody, el mío no tiene nada del de Godard, gracias a Dios.

Las cosas cambian en la segunda mitad, porque me quito las gafas, me suelto el pelo y me lío con el personaje interpretado por Joeystarr. Y como soy una vitalista, no he podido evitar meter escenas de los dos viviendo un romance, y luego en plan pareja. Lo cierto es que estas escenas le dan calidez a la película, que sino sería un catálogo de parejas rotas y niños rumanos prostituidos. Yo me lo pasé muy bien rodándolas. Y eso que mis compañeras me miraban con cara de decir "Maïwenn, eres la peor". A lo que yo les respondía poniendo morritos y diciendo para mis adentros: "La peor no soy yo. La peor es Madonna".





martes, 26 de junio de 2012

Cosmopolis

Hay que ir a ver Cosmopolis, la última película de David Cronenberg, por muchos motivos, pero básicamente por tres: una escena de sexo con Juliette Binoche en una limusina, una escena de sexo con Patricia McKenzie en la habitación de un hotel, y un diálogo altamente sexual con Emily Hampshire de nuevo en el interior de la limusina. Visto así el asunto, uno se puede pensar que esta película va de sexo, pero no. Como en otras obras de Cronenberg, esta película va de otra cosa. En este caso del poder y sus consecuencias: el poder y el sexo; el poder y la destrucción. Con esta adaptación de la novela de Don Delillo, Cronenberg vuelve a viejas obsesiones estilísticas y temáticas, después de un paréntesis marcado por sus trabajos con Vigo Mortensen. Es decir, que vuelve el Cronenberg excesivo. Vuelve el Cronenberg altamente estimulante. Quizás sea el único director actual respetado por la crítica cuya obra puede sernos vendida usando el eslogan de    una película de serie B: "¡Coitos morbosos, distopias furibundas, mutilaciones indigestas, pantallas diabólicas y más!". Pasen y vean. 



Cosmopolis recrea un día en la vida de Eric Packer (Robert Pattinson), un joven multimillonario que necesita (atención guionistas) un corte de pelo, y que, para lograrlo, tendrá que cruzar la ciudad en una fecha llena de efemérides. A la visita del Presidente, se une el funeral de un rapero, además de diversas manifestaciones violentas por los alrededores de Time Square. Todos éstos sucesos hacen que el tráfico avance a la misma velocidad que un anciano con reuma. Packer realizará este viaje en una limusina, que para eso está forrado, y en ella se irá reuniendo con distintos personajes, los cuales irán apareciendo y desapareciendo con la misma brusquedad con la que una imagen en una pantalla cambia al pulsar un botón. Para Cronenberg, el momento de la llegada y el de la despedida no parece importar, no en vano son estos los momentos más sentimentales de cualquier encuentro, así que él los elimina con una serie de efectivas, si desconcertantes, elipsis. Todo esto parece cuadrar a la perfección con la realidad enajenada y algo androide de Packer. El mundo de la limusina es compacto y concentrado como una caja de herramientas. Como una caja de herramientas, es algo confuso. Por sus asientos irán pasando un genio de la informática, una marchante de arte (con la que Packer folla), una teórica de las finanzas, un doctor (que le practica a Packer un examen de próstata), una jefa directiva. En la sucesión de vis-a-vises entre Packer y sus interlocutores, uno puede entrever el mundo agonizar fuera de la limusina, bien a través de sus cristales tintados, bien a través de la pantalla del monitor, mientras dentro se habla de sexo, arte, fe, mercado, cáncer,... cualquier cosa con tal de matar el tiempo entre el ahora y la visita al barbero. Entre medias, Packer tiene tiempo de encontrarse con su mujer Elise (Sarah Gadon), concretamente para el desayuno, el almuerzo y la cena, y hablar de las ganas que tiene de follársela ya que, os lo creáis o no, el matrimonio de Packer no está aún consumado. Y luego, vuelta a la limusina, lugar en el que transcurre casi 2/3 de la película. Si Hitchcock situó su película Lifeboat en una balsa en medio del océano,  la limusina de Cosmopolis es el medio de locomoción perfecto para explicar el naufragio existencial de su protagonista.  



Por supuesto hay momentos en los que la película, como la limusina, se relentiza, principalmente por un diálogo que en ocasiones puede resultar plúmbeo, grotesco, pedante, impersonal, y que contiene joyas del tipo: "Una persona se alza en una palabra y se derrumba en una sílaba", "somos gente de mundo: necesitamos comer y hablar", o "todo es un escándalo. Morirse es un escándalo si uno no sabes cómo hacerlo". Pero todo este fraseado no es más que un efecto secundario de una adaptación demasiado fiel al original literario, y que, bien pensado, sirve para realzar la realidad en la que viven Packer y su cuadrilla,  ahogados por eslóganes y datos estadísticos. Lo  verdaderamente impresionante es el fresco sobre el mundo actual que Cronenberg (y Delillo en 2003) ha logrado levantar. De tal forma que hay momentos en los que no se sabe si estamos viendo una película o un diario de sobremesa.


Esta sintonía con el presente sorprende especialmente en la escena en la que Packer es atacado con una tarta por el manifestante André Petrescu (Mathieu Amalric) y que recuerda a la tarta que recibió no hace mucho el también millonario y desalmado Rupert Murdoch. Las tartas son armas cargadas de futuro. Pues eso. Y así, entre la sorpresa y la logorrea, entre la jodienda y el matrimonio, Packer avanza hacia su destino,  donde le esperan un barbero y un asesino. Y hasta aquí puedo leer. 


Por supuesto que esta puesta en escena tan actual, tan fría y desapasionada, no hubiera sido posible sin sus actores, muy buenos todos. Si tuviera que señalar a uno con el dedo, señalaría a Robert Pattinson, que en esta película compone a un vampiro real, de carne y hueso, y domicilio en Manhattan.


En definitiva, Cosmopolis resulta una película difícil, a la vez que urgente y necesaria. Por lo que vale un corte de pelo, bien te puedes dar un paseo por el lado más decadente de la vida.



martes, 19 de junio de 2012

The Artist

Hace un par de años, y con ocasión del estreno mundial de la versión restaurada de Metrópolis, de Fritz Lang, el crítico de cine John Patterson hizo una acertadísima comparación entre el cine mudo de 1927 y la civilización de la Atlántida. Ambos, escribió Patterson, desaparecieron de la noche a la mañana, en el apogeo de su grandeza. Si bien la gloria de la Atlántida es más bien hipotética y descansa principalmente, aparte de en el fondo del mar, en lo que nos cuenta Platón sobre ella, la gloria del cine mudo persiste aún en nuestros días, y es relativamente fácil encontrar sus preciosos vestigios en las estanterias de DVDs de cualquier tienda especializada, en festivales de cine, en Amazon, en páginas web como MUBI. Cualquier ratón cinematográfico puede buscar, visualizar y admirar el grado de sofisticación de un arte que desapareció al soplo de una trompeta. El cine mudo, al igual que las lenguas clásicas o las religiones secretas, sigue vivito y coleando entre sus acólitos.

Así que todo ese bombo que se le ha dado a The Artist, catalogándola como obra maestra de nuestros días, suena un poco a tocomocho si se la compara, no a las películas actuales, entre las que  destaca por su extravagancia y su erudición cinematográfica, sino a las películas mudas de antaño, de las que The Artist parece ser una copia efectista pero, a fin de cuentas, bastante superficial.  No deja de resultar extraño que esta película haya sabido conectar no sólo con la crítica especializada, sino también con el gran público, logrando algo así parecido a un milagro. Y eso sin contar su carrera meteórica por todas las ceremonias del circuito (los Golden Globe, los Césars, los BAFTAS, los Oscars, no sé como no la han premiado en las Fallas de Valencia). El truco, a simple vista, consiste en meter en el mismo paquete a una obra francesa, en blanco y negro y muda (para calar entre los académicos), junto a una comedia romántica en la que sale un perrito zalamero (y arrasar, así, en los blockbusters). Mezclas más raras se han hecho en los botellones de mi pueblo, con resultados más desternillantes, y a nadie le han dado un premio.



Es por eso que yo me pregunto, porque es justo y necesario hacerse preguntas, en dónde reside la simpatía y la genialidad de The Artist y me encuentro con los 4 ases manoseados que esta película se guarda bajo la manga:


1) La nostalgia: En tiempos de crisis y apocalipsis uno siempre mira al pasado. Puestos a ponernos escapistas, siempre es más fácil desandar el camino andado que lanzarse a las fauces inhóspitas del mañana. Y el cine   cree en el ayer.  The Artist no es la única película de este año que ha lanzado una mirada nostálgica o revisionista al primer cuarto del siglo XX. Si War Horse nos trajo la Primera Guerra Mundial y Midnight in Paris la Generación Perdida, The Artist recupera, junto a Hugo, el cine del tiempo de Maricastaña. La originalidad de The Artist consiste, ya se sabe, en hablarnos de una época utilizando precisamente el lenguaje de esa época, pero desde la perspectiva y el bagaje cultural de un peatón de hoy. Es decir, cuarto y mitad de postmodernismo de saldo. Y la época de la que habla, por si el ejercicio de nostalgia no había quedado claro, es la del cine de Hollywood de los años 20, concretamente el periodo donde se pasó del cine mudo al sonoro: el hundimiento de la Atlántida. Fue en los años 20 cuando el sistema de estudios quedó definitivamente establecido, y esa manera de encandilar al público con fastuosas superproducciones y con estrenos de películas donde los nuevos dioses y diosas se aparecían repartiendo sonrisas y soplando besos de cine a las cámaras fotográficas. La denominación fabrica de sueños no podía ser más acertada: el joven cine manufacturaba emociones, y nos entregaba una magia nueva y duradera, y nos atrapaba con esa liturgia sobreactuada donde no se decía ni mú. The Artist funciona como un homenaje y una reivindicación de esa época y ese sistema en particular, y de todo el cine clásico en general. Inspirándose en F.W.Murnau, Max Linder, Alfred Hitchcock, Frank Borzage, Fred Astaire, y todo aquel que se pusiera a tiro, Michel Hazanavicius ha preparado un cocktail inusitado, una especie de poción mágica con la que nos invita, si no a otra cosa, al menos a recordar.


2) Los paralelismos: Uno de los mayores aciertos de Hazanavicius es haber creado un antihéroeGeorge Valentin (interpretado con mimo y desparpajo por Jean Dujardin),  atosigado por angustias y manías que encuentran un perfecto eco en nuestra actualidad. La amenaza del Hollywood mudo por la llegada del cine sonoro puede recordar al Hollywood de hoy en día, tratando de reinventarse en la era digital. La crisis financiera que dio paso a la Gran Depresión, y que en la película aparece de paso, es un espejo perfecto y terrorífico en el que asomar la crisis actual. Por lo demás, Valentin es un ser privilegiado, vanidoso y algo infantil que, como cualquier concursante de Gran Hermano, resulta patético cuando trata de satisfacer a cualquier precio su adicción a la fama.




3) La banda sonora: Si somos capaces de aguantar diariamente horas de inopia y desidia con una sonrisa, siempre que estemos enganchados a nuestro ipod ¿cómo no vamos a soportar hora y media de película muda si la música que escuchamos es ecléctica, evocadora, alegre, cool, y aderezada con piezas de grandes maestros  como Alberto Ginastera o Bernard Herrmann? Ludovic Bource crea una BSO magnífica y llena de matices. Ésta es la gran celebración del cine que estábamos esperando, violín y maracas bajo las estrellas.


4) El amor: Porque todo comienza con el amor y termina con el amor. The Artist es una comedia romántica donde los protagonistas, en vez de follar, bailan. Buen gusto no le falta a la película. Si acaso le sobra. Demasiado buen gusto para una historia que, de tan repetida, resulta redundante: chico y chica se conocen, chico y chica se atraen, chico y chica sufren un malentendido, chico y chica se pierden de vista, chico y chica se reencuentran, chica perdona a chico o viceversa, chico besa a chica o vicebesa, chico y chica acaban juntos.  Esta es, a grandes rasgos, la historia de The Artist, con el valor añadido de que el chico tiene un perro. Los animales siempre dan mucho juego en pantalla.


Estos 4 elementos, en conjunción, son la razón, a mi parecer, del éxito de The Artist. Por supuesto, habrá millones de cinéfilos con una razón única e intransferible de porqué han hecho un lugar para esta película en sus corazoncitos. Allá ellos.



Personalmente, The Artist me ha parecido una de las películas más simples, insidiosas, previsibles y absurdas de esta temporada. Y todo ello por culpa  de George Valentin, una superestrella de Hollywood que parece más bien un empleado de banca de tercera. Para un personaje que va del estrellato más absoluto al fracaso más estrepitoso, Valentin carece del genio turbador de Keaton, del magnetismo hiperestésico de la Swanson, del aura trágica de Linder. A Hazanavicius no se le ocurre otra cosa que dotar a su personaje de la compañía de un perro, difuminando así los matices más oscuros de aquel, haciendo su historia apta para todos los públicos. Por supuesto no existe nada de malo en eso, The Artist se trata, al fin y al cabo, de una feel good movie. Pero se hecha en falta un tono más adulto. Es el año 1927 ¡y estamos en Hollywood! ¿A nadie se le ocurrió poner una orgía, un pederasta, una heroinómana, por Dios? El hecho de que George Valentin no comience un romance que tiene a huevo con Peppy Miller (Bérénice Bejo) resulta poco creíble. Más increíble aún resulta el hecho de que Peppy Miller espere a Valentin, a pesar del tiempo transcurrido y de las vueltas que da la vida. Estos hechos, que hacen de Peppy y Valentin personajes éticamente buenos y estéticamente planos, colocan a The Artist en ese grupo de películas encargadas de propagar el tufillo sentimentaloide e infantiloide del celuloide. Droga adulterada que alimenta la sonrisa pánfila del espectador. 


Por supuesto, el cine mudo tenía mucho de ese tufillo. Pero también existió un cine mudo, una droga dura, que evolucionó hasta convertirse en un arte adulto, proyectando un desfile de espectros por las salas y teatros de todo el mundo, como un reflejo fascinante, hipnótico, de todos y cada uno de los horrores que se estaban fraguando en ese jovencísimo siglo XX. Hay están los vampiros, los paranoicos, los maestros del crimen, los vagabundos buenos y los aristócratas tontos. Ahí está el nacimiento de un lenguaje, el del cine, que es elocuencia y es también significado. La elocuencia que viene dada por el montaje, por el ángulo de cámara, por la composición del plano. El significado, que viene dado por el personaje, por sus sueños y deseos más ocultos, por la sublimidad en que éstos se expresan, por la emoción que nos deja atónitos en la oscuridad. Ambos, la elocuencia y el significado, son necesarios para que la historia que te están contando te llegue de verdad. 


Porque una cosa es una película muda y otra muy distinta es una película que no te dice nada. Y The Artist, al menos para mí, pertenece desgraciadamente a los dos grupos. 


El silencio del cine.

martes, 5 de junio de 2012

Headhunters

Desconfíen de los protagonistas que comienzan la película presentándose ante el público con una voz en off. Lo que a primera vista parece ser una cortesía burguesa, se trata en realidad de una mascarada. Los protagonistas que nos sueltan su nombre nada más sentarnos en la butaca son unos frustrados, unos capullos, unos sociópatas irredentos. Por sus frases le conoceréis: "Me llamo C.C. Baxter. La C es por Calvin, la otra C por Clifford, pero todos me llaman Buddy"; "Me llamo Lester Burnham. Este es mi barrio. Esta es mi calle. Esta es mi vida"; o, sin ir más lejos, el protagonista de Headhunters, "Me llamo Roger Brown. Mido 1.67cm." No son personas normales. Carecen de autoestima. Tienen ciertas tendencias nihilistas. Uno siempre está encantado de conocerles.



Medir 1.67cm, en Noruega, puede crear casi tanto complejo de inferioridad como medir 1.57cm en España, y tener un pasaporte brasileño. Por supuesto, el tamaño no es un valor per se, y todo es cuestión de gustos. Hay quien jugaba con los playmobil y hay quien prefería los geyperman. Los hay, incluso, que hubieran dado cualquier cosa por poseer la granja de Pim y Pom. Para Roger Brown (Aksel Hennie), un madelman casado con una Nancy rubia, el tamaño sí importa, por lo que se ve en la necesidad de suplir la diferencia de estatura con algo más discreto que unos Manolo Blahnik. Con algo que no provoque luxaciones ni te deje juanetes de por vida. Con algo que te haga sobresalir de entre los demás y, a ser posible, te marque paquete. Con algo que eleve tu estatus y, que si te lo pudieras rociar, tendría el mismo efecto que el desodorante Lynx. Ese algo, en Noruega y aquí, es el dinero. El dinero sólo tiene un problema, que no es fácil conseguirlo. Es por eso que Roger Brown, que trabaja como directivo en una agencia de reclutamiento, se dedica en su tiempo libre a robar obras de arte y a venderlas en el mercado negro. Y todo para permitirse un profuso estilo de vida: un chalet en la Moraleja de Oslo, una galería de arte para que la señora no se aburra, desayunos con champán, cenas con diamantes para que la señora cumpla después en la cama. Ésta es, por supuesto, la idea que tiene Roger de la felicidad, una felicidad superficial y vacua, como no podía ser menos viniendo de la mente de un tecnócrata. Una felicidad que, reconozcámoslo, nos fascina a todos, como una de esas pompas de jabón de las que hablaba don Antonio Machado. El caso es que este espejismo, el de Roger, no se vendrá abajo con el Pop! de una pompa de jabón, sino con el Ring! de un teléfono móvil. Y con el Bang! de una pistola. Y con sangre, sudor y lágrimas. Y con mierda, mucha mierda.


Para aquellos lectores del autor de novela negra Jo Nesbø, estos elementos pueden resultar familiares. Y es que Headhunters, dirigida por Morten Tyldum  con gran eficacia, es una adaptación de un libro de este escritor noruego. Bueno, pues 40 minutos después de presentarse ante nosotros con datos sobre su estatura, sobre lo buena que está su mujer y sobre los pormenores de robar obras de arte en casas de ricachones ausentes, Roger Brown es un cornudo apaleado en plena huida, con un Rubens debajo del brazo y con una esperanza de vida similar a a la de un angoleño. ¡Y eso que él es noruego! Eso sí, un noruego con un asesino profesional pisándole los talones. 








Ya se ha mencionado aquí que una de las líneas argumentales más fructíferas en el mundo de la ficción es la de la lucha por la supervivencia, esa matemática feroz, donde el número de vidas del jugador es un elemento esencial para la dinámica del juego. En Headhunters, el número de vueltas de tuercas que la película da es apabullante, y su mecanismo rabioso, lleno de trampas y humor negro, parece emular a obras como North by Northwest Pulp fiction. Roger irá saliendo, más o menos airoso, de cada una de sus emboscadas a cambio de ir perdiendo, poco a poco, su identidad. Lo que no está mal del todo porque, como ya hemos dicho al principio, Roger es un auténtico capullo. Es así, anulándose como persona, perdiendo su dignidad, sobreviviendo, como nuestro protagonista llegará a una nueva percepción de la realidad, una realidad donde lo que importa no es la bolsa, sino la vida. Desde ese punto de vista, se podría considerar a Headhunters como un cuento moral, si no fuera porque el flujo de adrenalina, copioso e inacabable, hace imposible cualquier tipo de adoctrinamiento.


Al final, como siempre ocurre con estos personajes predilectos, la redención le llegará a Roger gracias al amor. Porque el amor es el único sentimiento que podrá salvarnos a todos. Eso, y quizás un asesino a sueldo detrás de cada directivo bancario inconsciente, detrás de cada dirigente político arrogante, detrás de cada inversor financiero sin escrúpulos, detrás de cada pariente caradura de un nepotista...Matar no habría que matarlos, tan sólo reconducirlos a punta de pistola, a través de cloacas, barrancos y hospitales, allí hasta donde nos encontramos el resto de los mortales, los que no tenemos nada que perder, los que sí sabemos apreciar el arte y la vida y la belleza, nosotros los supervivientes.