martes, 5 de junio de 2012

Headhunters

Desconfíen de los protagonistas que comienzan la película presentándose ante el público con una voz en off. Lo que a primera vista parece ser una cortesía burguesa, se trata en realidad de una mascarada. Los protagonistas que nos sueltan su nombre nada más sentarnos en la butaca son unos frustrados, unos capullos, unos sociópatas irredentos. Por sus frases le conoceréis: "Me llamo C.C. Baxter. La C es por Calvin, la otra C por Clifford, pero todos me llaman Buddy"; "Me llamo Lester Burnham. Este es mi barrio. Esta es mi calle. Esta es mi vida"; o, sin ir más lejos, el protagonista de Headhunters, "Me llamo Roger Brown. Mido 1.67cm." No son personas normales. Carecen de autoestima. Tienen ciertas tendencias nihilistas. Uno siempre está encantado de conocerles.



Medir 1.67cm, en Noruega, puede crear casi tanto complejo de inferioridad como medir 1.57cm en España, y tener un pasaporte brasileño. Por supuesto, el tamaño no es un valor per se, y todo es cuestión de gustos. Hay quien jugaba con los playmobil y hay quien prefería los geyperman. Los hay, incluso, que hubieran dado cualquier cosa por poseer la granja de Pim y Pom. Para Roger Brown (Aksel Hennie), un madelman casado con una Nancy rubia, el tamaño sí importa, por lo que se ve en la necesidad de suplir la diferencia de estatura con algo más discreto que unos Manolo Blahnik. Con algo que no provoque luxaciones ni te deje juanetes de por vida. Con algo que te haga sobresalir de entre los demás y, a ser posible, te marque paquete. Con algo que eleve tu estatus y, que si te lo pudieras rociar, tendría el mismo efecto que el desodorante Lynx. Ese algo, en Noruega y aquí, es el dinero. El dinero sólo tiene un problema, que no es fácil conseguirlo. Es por eso que Roger Brown, que trabaja como directivo en una agencia de reclutamiento, se dedica en su tiempo libre a robar obras de arte y a venderlas en el mercado negro. Y todo para permitirse un profuso estilo de vida: un chalet en la Moraleja de Oslo, una galería de arte para que la señora no se aburra, desayunos con champán, cenas con diamantes para que la señora cumpla después en la cama. Ésta es, por supuesto, la idea que tiene Roger de la felicidad, una felicidad superficial y vacua, como no podía ser menos viniendo de la mente de un tecnócrata. Una felicidad que, reconozcámoslo, nos fascina a todos, como una de esas pompas de jabón de las que hablaba don Antonio Machado. El caso es que este espejismo, el de Roger, no se vendrá abajo con el Pop! de una pompa de jabón, sino con el Ring! de un teléfono móvil. Y con el Bang! de una pistola. Y con sangre, sudor y lágrimas. Y con mierda, mucha mierda.


Para aquellos lectores del autor de novela negra Jo Nesbø, estos elementos pueden resultar familiares. Y es que Headhunters, dirigida por Morten Tyldum  con gran eficacia, es una adaptación de un libro de este escritor noruego. Bueno, pues 40 minutos después de presentarse ante nosotros con datos sobre su estatura, sobre lo buena que está su mujer y sobre los pormenores de robar obras de arte en casas de ricachones ausentes, Roger Brown es un cornudo apaleado en plena huida, con un Rubens debajo del brazo y con una esperanza de vida similar a a la de un angoleño. ¡Y eso que él es noruego! Eso sí, un noruego con un asesino profesional pisándole los talones. 








Ya se ha mencionado aquí que una de las líneas argumentales más fructíferas en el mundo de la ficción es la de la lucha por la supervivencia, esa matemática feroz, donde el número de vidas del jugador es un elemento esencial para la dinámica del juego. En Headhunters, el número de vueltas de tuercas que la película da es apabullante, y su mecanismo rabioso, lleno de trampas y humor negro, parece emular a obras como North by Northwest Pulp fiction. Roger irá saliendo, más o menos airoso, de cada una de sus emboscadas a cambio de ir perdiendo, poco a poco, su identidad. Lo que no está mal del todo porque, como ya hemos dicho al principio, Roger es un auténtico capullo. Es así, anulándose como persona, perdiendo su dignidad, sobreviviendo, como nuestro protagonista llegará a una nueva percepción de la realidad, una realidad donde lo que importa no es la bolsa, sino la vida. Desde ese punto de vista, se podría considerar a Headhunters como un cuento moral, si no fuera porque el flujo de adrenalina, copioso e inacabable, hace imposible cualquier tipo de adoctrinamiento.


Al final, como siempre ocurre con estos personajes predilectos, la redención le llegará a Roger gracias al amor. Porque el amor es el único sentimiento que podrá salvarnos a todos. Eso, y quizás un asesino a sueldo detrás de cada directivo bancario inconsciente, detrás de cada dirigente político arrogante, detrás de cada inversor financiero sin escrúpulos, detrás de cada pariente caradura de un nepotista...Matar no habría que matarlos, tan sólo reconducirlos a punta de pistola, a través de cloacas, barrancos y hospitales, allí hasta donde nos encontramos el resto de los mortales, los que no tenemos nada que perder, los que sí sabemos apreciar el arte y la vida y la belleza, nosotros los supervivientes. 

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