viernes, 23 de septiembre de 2011

In a better world

Ganadora este año del Oscar a la mejor película de habla no inglesa, In a better world combina dos elementos que ya han aparecido reiteradamente en películas premiadas con la estatuilla durante estos últimos años: los paisajes áridos como metáforas del alma solitaria y el discurso inagotable sobre la necesidad de la violencia. Es decir, la esencia del western pululando por situaciones y personajes que pertenecen eminentemente a nuestro siglo XXI. Ya el año pasado Kathryn Bigelow triunfó con una película donde su protagonista, un militar especializado en desactivar bombas durante la guerra de Iraq, podía ser visto como un trasunto del Ethan de Centauros del desierto, otro perseguidor, otro soldado americano intentando conjurar los demonios interiores con un cocktail explosivo de coraje y obsesión. Y un año antes que la Bigelow, los hermanos Cohen nos trajeron No country for old men, un western fronterizo con psicópata y botín y azar, que tenía un pelín del Mankiewicz de El día de los tramposos y un muchito de Peckinpah, de cualquier Peckinpah. Pues bien, In a better world se podría considerar como un western danés. Lo que significa que además del desierto y de la sangre, hay familias disfuncionales e hijos primogénitos intentando escapar de la sombra del padre.


Las primeras escenas de la película nos muestran a Anton (Mikael Persbrandt), un médico que trabaja para una ONG en un campo de refugiados. Es aquí, en un mundo primitivo y dominado por la barbarie, donde recibe su aprendizaje diario sobre el mal. Anton prescribe profilaxis para malaria e intenta coser mal que bien los hachazos infligidos por uno de los señores de la guerra a sus víctimas. En Sudán, en medio de una nada desértica, Anton hace frente a la violencia aferrándose a uno de los principios de su profesión: la caridad.  Mientras tanto, en Dinamarca, su hijo Elias (Markus Rygaard) vive atosigado por el acoso escolar al que le someten sus compañeros de clase. Su actitud pasiva y algo anodina cambiará drásticamente con la llegada al colegio de Christian (William Johnk Nielsen), un joven venido desde Londres tras perder a su madre víctima de cáncer. Christian es un personaje atormentado, que se dedica a conjurar sus frustraciones planeando actos terroristas. La fuerza de este carácter (frío, calculador y, sin embargo, aún tan inocente) y la convicción con la que Nielsen lo interpreta, hubieran sido suficiente para llenar toda la película, ya que se necesitaría de una narración mayormente centrada en desarrollar las dos posibles salidas para un protagonista de este calado: o bien una redención dolorosa, o bien una perdición total. Susanne Bier toma el primer camino y se pierde en él, intentando insuflar fuerza en las distintas historias de esta película coral.


El primer fallo que aparece en la película entonces es el planteamiento de su guión. Su personaje principal no es Christian, sino Anton, y éste se revela como el ángel salvador de la historia. Uno podría alabar la intención moral de la guión, reflejada en las acciones de Anton, que se empeña en servir de ejemplo de templanza y comportamiento cívico, para irritamiento de Christian. En una de las escenas claves del film, Anton acude con los chiquillos a un taller para aclarar un previo desencuentro con un mecánico y, tras ser repetidamente abofeteado por éste, fracasa en su intento poner en evidencia la inferioridad de los seres violentos. Pero el calculado efectismo del guión deja en evidencia una bondad que no es más que un cebo para la sensibilidad de un público acostumbrado al dulce sabor de las palomitas. Existen además los personajes de la madre de Elias y el padre de Christian, progenitores preocupados por la educación de sus hijos. Mientras tanto, al fondo, Chirstian sigue siendo un niño obsesionado con hacer bombas que sirvan de lección a todos los hijoputas. Desgraciadamente, no recibe toda la atención que se merece hasta que es demasiado tarde.



Susanne Bier dirige con confianza, pero la condescendencia con la que se aproxima a sus personajes, unido a  cierto sentimentalismo, nos hace entrever dónde acaba la directora y dónde empieza la madre. In a better world, que podía haber sido un western europeo, con dejes de Lars Von Triers o Haneke, acaba convirtiéndose en uno de esos cuentos tontorrones, que uno escucha sin mucho entusiasmo justo después de ser arropado, momentos antes de que nos apaguen la luz.