martes, 23 de octubre de 2012

Carlos

Parece ser que a todo terrorista le llega su San Martín, digo, su biopic. Llevamos ya unos cuantos años contando la revolución, con sus carnicerías y extraditaciones de turno, en una moda que parece ser eminentemente europea, porque América tiene sus heridas demasiado recientes, o demasiado abiertas, o demasiado mediatizadas, y la única forma que tienen de filmar el terror, su terror, es disfrazándolo de villanos caricaturescos en películas de acción. En Europa, en cambio, estamos intentando hacer con nuestros terroristas de los años 70, lo que ya hicieron los americanos con sus gángsteres de los años 30, esto es, mitificarlos. Y así, hemos sido testigos en los últimos años de piezas como Mesrine, The Baader Meinhof Complex o, la peli que nos ocupa hoy, Carlos. Esta última comparte con las anteriores no sólo el metraje excesivo, sino también y sobre todo el retrato guay del asesino, el cual suele aparecer como un trasunto de estrella del rock, alguien que se pasa media vida en los aeropuertos y, la otra media, follando. Alguien que ha cambiado la guitarra eléctrica por la pistola como símbolo fálico. Es dado pensar que los años 70 fueron así, promiscuos, violentos, duty free. Pero hace desconfiar un poco la imagen atractiva que se le da a estos personajes en estas películas, como si el horror que se retratara en ellas tuviera bastante menos relevancia que las pegadizas bandas sonoras o que el modelito que el ejecutor de turno luciría el día del atentado. Aún así, es casi inevitable acercarse a la figura del Chacal, sin dejarse intoxicar por su aura de leyenda, de icono pop, esa rara mezcla de Che Guevara y chulo de Pigalle que tenía este chiquito. Y es por eso que Carlos cae en más de una ocasión en esa trampa facilona de disfrazar la sordidez de video-clip, algo que podríamos llamar Scorsesada, y que consiste en crear una escena audiovisualmente fascinante sobre una acción éticamente repulsiva. En ese sentido, Carlos está más cerca en tono y resultados a The Baader... que a Mesrine, la más sombría y, a mi gusto, mejor de las tres nombradas aquí.


Pero vayamos mejor por partes. Primero con los hechos: Carlos, también conicido como Ilich Ramírez Sánchez (nombre verdadero), también conocido como "el Chacal" (nombre mediático), fue un terrorista marxista, antisionista y machista (dudo que fuera del Atleti), que, durante los años 70, sembró el pánico en Europa con una serie de atentados que reivindicaban la liberación de Palestina. Entre ellos encontramos el fallido asesinato del presidente de Mark & Spencers en Londres, el atentado en un restaurante parisino que se cobró la vida de dos personas, y el ataque a la sede central del OPEP en Viena. Vivió en la semiclandestinidad en diversos países, entre ellos Hungría, Siria y Sudán, país este último en el que fue finalmente apresado en 1994, y extraditado a Francia. Es aquí donde aún vive este fotogénico matón, cumpliendo cadena perpetua por sus crímenes.

Con una historia así, que se extiende a lo largo de más de 20 años y a lo ancho de más de 10 países, uno no puede dejar de admirar la bravura cinematográfica de Olivier Assayas, su director. En esos 326 minutazos de metraje (en la versión para DVD; la televisiva fue más larga y la destinada a los cines más corta) Assayas nos ofrece una danza macabra a ritmo de punk y gatillo -en un derroche de idiomas, capitales y coches bombas- a la que se le puede tachar de cualquier cosa, menos de no ser cosmopolita. A mí, que quieren que les diga, todo ese ambiente de política internacional, con sus boatos y sus cloacas, con su hipocresía, me engancha más que las palomitas. Pero, desafortunadamente, la narración no es infalible durante toda la duración de la peli. A veces, se resiente de cierta repetición casi mecánica, como en una burocracia fílmica, de escenas similare. Y así, las llegadas a los aeropuertos, el trapicheo de pasaportes, las conversaciones en las distintas células terroristas, donde se discute constantemente sobre el dinero y la violencia. La vida del terrorista también está llena de engorros. Y los biopics, en general, no sé por qué, siempre consideran relevantes este tipo de cosas: las facturas de la luz, la estancia en el hospital, el luto por la muerte del marido. La vida de Carlos, por muy rebelde que fuera el muchacho, también tiene sus ratitos de desidia cómo no. 


 
Édgar Ramírez pone toda la carne en el asador para dar vida a este personaje fascinante, que aquí se nos presenta con todos sus claroscuros: vacuo, idealista, temerario, megalómano, seductor, insoportable, contradictorio.  Un energúmeno políglota, un dandy militar, un revolucionario que promulgaba la igualdad social mientras llevaba una vida de playboy. ¿Quién le planchaba las camisas al Chacal? Ramírez hace creíble esa vida al límite, aunque a veces emplee aspavientos de prima donna que le dan al Chacal cierto deje de galán de telenovela. ¿Quién sabe?, quizás discutiese así en la vida real. No en vano era venezolano. Y de todas formas da lo mismo. Asayas nos advierte desde el principio que su película es una obra de ficción basada en un personaje real. Muy buena la frase como definición de biopic, pero mejor aún como declaración de principios. No en vano, la frontera, real, imaginaria, entre las naciones, entre las personas, entre el pasado y el presente, es un tema muy presente en la obra de Assayas. De lo poco que he visto de él, (Clean, Summer Hours) me ha parecido adivinar en sus personajes un reiterado sentimiento de desarraigo, sentimiento que Assayas suele exponer con una sensibilidad entrenada en la atención de los pequeños detalles. De todos los rasgos de Carlos, quizás esa permanente extranjería suya, ese contínuo huir de aquí hacia allá, fuera el más destacado. La vida de el Chacal fue la de un nowhere man, y nadie mejor que Assayas para retratarla.