lunes, 21 de octubre de 2013

To Rome with love


En Woody Allen: a Documentary, el documental dirigido por Robert B Weide acerca del cineasta neoyorquino, asistimos a una escena reveladora. Woody nos abre las puertas de su dormitorio, el lugar, al parecer, donde da comienzo todo el proceso creativo que implica una nueva película suya. Allí, en un pequeño escritorio, se halla una máquina de escribir en la que el cómico lleva tecleando chistes y frases memorables más de medio siglo. Woody abre un cajón de la mesita de noche y nos muestra lo que hay en él: hojas de block, cuartillas, servilletas, todas ellas garabateadas con ideas o situaciones que luego más tarde darán o no darán lugar a una película. Todo comienza ahí. La mano de Woody, como la mano de un niño de San Ildefonso, escoge inocentemente una página y lee lo que hay en ella: historias de magos, amores imposibles, asesinatos. Si la idea le parece lo suficientemente sugerente, Woody la utilizará para hilar, a partir de ella, el guión de su próxima película. Allí donde otros ancianos guardan las medicinas o las dentaduras postizas, Woody Allen atesora algo así como el elixir de la eterna juventud: planteamientos de películas garabateados en un trozo de papel, el material icandescente que le permite, año tras año, seguir adelante.


To Rome with love es la penúltima creación que ha salido del cajón de su mesita de noche. Para escribir el guión de esta película, probablemente haya tenido que echar mano de más de una cuartilla  garabateada. La razón de esto es que To Rome with love aglutina cuatro historias diferentes, algunas más divertidas que otras, algunas más logradas que otras, todas ellas con el inconfundible sello de su creador. Como suele ser el caso en la filmografía de los cineastas prolíficos y protrervos, a partir de un cierto número de películas, a partir de un cierto número de años en el oficio, uno parece estar escuchando a un abuelo contando las mismas batallitas de siempre. Y así, en To Rome with love,  es fácil percibir los ecos de La rosa púrpura del Cairo, adivinar reescrituras de Annie Hall para el público del siglo XXI, descubrir en estas fábulas romanas resonancias de Celebrity o Broadway Danny RoseDicho de otra manera, To Rome with love no sólo no añade nada nuevo a la filmografía del cineasta neoyorquino, sino que en ciertos momentos parece un refrito de las ideas y obsesiones del artista.


Efectivamente, el tono elegido para estas historias es el anecdótico, y todas ellas se ven en cierta medida lastradas por la inevitable logorrea turística y topicaza con que el autor salpica los diálogos de muchas de sus aventuras europeas. Y así, Roma, protagonista ubicua de la película y de las conversaciones de sus personajes, aparece retratada como una ciudad romántica, atemporal y mágica, que sirve no tanto como marco sino como excusa perfecta para las historias que suceden en ella: un hombre que pasa del anonimato a la celebridad de la noche a la mañana; un joven arquitecto que poco a poco se va enamorando de la mejor amiga de su novia; un representante musical jubilado que parece descubrir, en la voz de su futuro consuegro, la impronta de un genio de la ópera desconocido que merece darse a conocer al público; un joven de provincias que, por un malentendido, acaba suplantando a su esposa con una prostituta, para sorpresa de sus pudientes familiares romanos.

Con estos elementos Allen entreteje un mosaico que hace pasar un rato agradable, sin grandes complicaciones. Como obra menor de una filmografía apabullante To Rome with love es, como mínimo, simpática. Es como una de esas anécdotas que hemos escuchado a nuestros abuelos hasta la saciedad, que tiene una gracia gastada, pero que no deja de hacernos sonreír de una manera refleja. Aún así, no deja de sorprender la facilidad que tiene este artista para crear personajes que conectan fácilmente con el espectador, personajes contradictorios, vulnerables, desternillantemente humanos. Para darles vida y, como casi siempre, Allen se ha sabido rodear de un elenco acertado, convincente, entregadísimo. Como muy bien pudiera haber dicho Penélope Cruz: es que Woody es mucho Woody. 

Dejando de lado los diálogos redundantes que se encargan de alabar una belleza urbana ya evidente en cada fotograma, aún es posible disfrutar con las frases inquisitivas, románticas, socarronas, del artista neoyorquino. Cabe pensar que, de todas las ciudades europeas que lo han acogido, Roma, con sus ruinas milenarias y sus ciudadanos mediterráneos,sea quizás la que mejor ha servido de marco a sus historias. Historias contadas una y otra vez, repetidas hasta la saciedad, pero acaso irrepetibles, donde las vidas humanas se muestran ante nuestros ojos en toda su grandeza y en toda su ridiculez. 

miércoles, 31 de julio de 2013

Stories We Tell

Sarah Polley (de los Polley de toda la vida), de profesión niña bonita del Canadá, actriz y directora de cine, audaz, inteligentísima. Su filmografía, aunque breve -o quizás por ello-, goza de una coherencia incuestionable: en todas sus películas alguien le pone los cuernos a alguien. Pero más allá del simple devaneo sexual, las infidelidades que aparecen en la obra de Polley le sirven a ésta como sustrato o excusa para hablarnos de otras cosas: del auténtico valor de los compromisos, del peso de las inseguridades y las insatisfacciones en las relaciones personales, de la importancia de la memoria como última valedora del amor. Con Stories We Tell, Sarah Polley apunta la cámara hacia sí misma y hacia su familia, para entregarnos un documental valiente, emotivo y lleno de cuernos. 



Sin entrar en el exhibicionismo burdo o morboso que ostentaban documentales como Tarnation -lo primero- o Capturing the Friedmans -lo segundo-, Stories We Tell se sumerge en los entresijos de la familia Polley, para mostrarnos detalles reveladores, comprometidos, de su intimidad. Pero, a diferencia de aquellas películas, el tema de Stories We Tell, aún manteniendo el sustrato biográfico, no acaba en sus personajes, sino que va más allá, y utiliza estos personajes para elaborar un ensayo lúcido sobre temas tan dispares como la paternidad, la autoría de los recuerdos o el mecanismo engañoso de las ficciones. Parte de la eficacia de este ardid se debe a Michael Polley, pater amatísimo de Sarah, actor, escritor aficionado y agente de seguros, quien pone su voz y su prosa al servicio de esta historia, dotándola de un humor y una elegancia, de un punto de vista, en fin, que parece continuar la estela cinematográfica de los grandes narradores del yo -y se me vienen a la cabeza el Michi Panero de El Desencanto o la "Little Edie" Beale de Grey Gardens-. Mr. Polley hace un strip-tease del alma para los espectadores de su hija, narrando, con no poco mérito literario, las luces y sombras de su matrimonio con Diane Polley, quien murió de cáncer cuando Sarah contaba apenas 10 años. Como en estos retratos de familia con esqueleto al fondo, uno se acerca más a la verdad cuanto mayor número de testimonios, de voces, la van enriqueciendo. Y aquí aparecen también los hermanos de Sarah -Mark, John, Joanna y Susy- hablando de la madre muerta y de la infancia, y de esa broma que solían gastar a la pequeña Sarah en las comidas familiares, durante las cuales resaltaban lo poco que ésta se parecía a su padre, tras lo cual sugerían una paternidad desconocida, una bastardía, cuya sola mención hacía a todos prorrumpir en carcajadas, chorritos de coca-cola saliendo por la nariz. Y es una delicia oír y ver hablar a esta familia de artistas -directores de casting, actores y demás miembros de la farándula- hablando sobre ellos mismos con la solvencia que uno le imagina a este tipo de caracteres: seres desinhibidos, cultos y complicados, analizando y emocionándose con un pasado cuyos ecos aún resuenan con insistencia en sus vidas presentes.  



Diane Polley fue, al parecer, una mujer excepcional. En la película hay varios testimonios que hablan de su energía inagotable, de su risa contagiosa, de su vitalismo. Y hay un clip revelador, en el que una joven Diane Polley canta mirando a cámara "Ain't Misbehavin'", y todos tenemos ocasión de ser testigos de su capacidad de seducción. Parte de los testimonios de Stories We Tell consiste en una serie de remembranzas cariñosas u homenajes implícitos de esta mujer que ya no está con nosotros, es decir, con ellos. Aunque lejos de mitificarla, Sarah Polley intenta plasmar un retrato lo más honesto posible sobre su madre, ya que la verdadera razón de las entrevistas es dilucidar lo que hubo de cierto o de mítico en esos rumores de infancia. Es decir, lo decisivo de la personalidad deslumbrante de Diane es saber si, de alguna manera, la hiciera proclive a una aventura extra-marital. Y, si este es el caso y Diane Polley se acostó con otro/s hombre/s que no fue/fueron su marido, ¿se quedó embarazada de él/uno de ellos? ¿Quién es, en definitiva, el padre de Sarah Polley, niña bonita del Canadá? 

Stories We Tell es una historia sentimental de detectives. SPOILER. Al igual que Searching for Sugar Man, donde los detectives/cineastas se dan de bruces con un hallazgo inesperado que llena a los espectadores de emoción, el descubrimiento del padre biológico de Sarah en la figura del productor de cine Harry Gulkin carga la cinta de una emotividad inesperada. Al mismo tiempo, la reconduce a terrenos inesperados donde, aparte de celebrar los hermosos misterios de la vida, se pueden advertir unos puntos suspensivos, unos silencios, que hacen referencia a la naturaleza confusa y, hasta cierto punto, amarga de las relaciones humanas. 

Sarah Polley hace un uso convincente de cámaras de Súper 8 para  crear las memorias del pasado, tanto el romance que vivieron Diane y Harry en Montreal como la convivencia, aparentemente idílica, entre Diane y Michael en Toronto. Al mismo tiempo se vale de viejas fotografías y de los testimonios de las personas involucradas en la vida de Diane (y en la futura vida de Sarah), para contarnos la historia de su venida al mundo. Significativamente, Harry parece discrepar con la aproximación que Sarah hace de la historia. Lo que no es de extrañar porque, previamente, Sarah se opuso al intento de Harry de intentar plasmar su historia de amor con Diane en un libro. 



Las historias que contamos son las historias que nos pertenecen y con Stories We Tell, aparte de cualquier elemento de usurpación inherente a todo buen artista, Sarah Polley se hace dueña y señora de su pasado, y nos lo presenta con una honestidad y una lucidez deslumbrante. Por eso se puede permitir ciertas mentirijillas -el truco de los apócrifos clips de Súper 8 que es más tarde revelado, por ejemplo-. Porque al contar una historia la estamos haciendo realidad. Y así, la paternidad de Michael se fue haciendo realidad al ejercer de padre de Sarah, por mucha confusión de esperma que hubiera en el pasado, por muy moreno que fuera él -ya es canoso- y muy pelirroja que fuera y siga siendo su hija, la niña bonita del Canadá.

martes, 25 de junio de 2013

Mud

Cuando el niño sale de casa por la ventana en mitad de la noche, su infancia se queda atrás, olvidada en la habitación a oscuras, entre los juguetes y las caricias de mamá y el sueño interrumpido, y, en ese acto clandestino, uno presiente la libertad, el mundo que aguarda ser descubierto, la cara y el corazón a punto de ser rotos por primera vez por alguien, y esas cosas tan interesantes que traen el hacerse mayor. Mud, la nueva película de Jeff Nichols, nos habla un poco de todo esto, recreando, con la magia fascinante de los cuentos, la edad imprecisa que transcurre entre el último juguete y la primera novia. El fin de la niñez. La preadolescencia. ¡El horror! ¡El horror!

Para ello, Nichols, con olfato narrativo, elige un territorio fronterizo y asilvestrado: el delta del río Arkansas al desembocar en el Mississipi, un lugar plagado de barcas, cadáveres y mitologías para rednecks. En Mud, el río es una arteria por la que navegan Charles Portis, Mark Twain y Charles Dickens sentados en la misma canoa. 



Mud nos narra las peripecias y tribulaciones de Ellis (Tye Sheridan) un joven proveniente de una familia pobre y desestructurada quien, junto a su amigo Neckbone (Jacob Lofland), entablará una curiosa relación con Mud (Matthew McConaughey), un proscrito fantasioso y cautivador que vive en una isla desierta. Ellis y Neckbone se comprometen a ayudar a Mud a reconstruir una embarcación con la que poder escapar de la isla y reunirse con su tortolita, Juniper (Reese Witherspoon). En la imaginación suceptible de Ellis, Mud, el asesino, y Juniper, la pibita ligera de cascos, son la viva reencarnación de Romeo y Julieta.   

Nichols retrata con sensibilidad el alma soñadora de Ellis, quien idealiza, desde la tierna mirada de los 14 años, tanto el supuesto amor que Mud siente por Juniper, como el amor que él mismo empieza a sentir por una chica mayor, May Pearl. O quizás todo estos amoríos platónicos son utilizados por Ellis para asimilar, de alguna manera, el derrumbe de las relaciones entre sus padres. Entre besos robados y promesas de felicidad el horizonte, como en una tragedia lorquiana, se va poblando de asesinos. 

Creo que no es gratuita la mención del poeta granadino. En Mud, los objetos adquieren un protagonismo inusitado, y pasan de la metáfora al simbolismo en un parpadeo. Así, la primera vez que los niños se encuentran con Mud en la playa, éste juguetea con una caña pequeña, cuyo anzuelo irá lanzando al agua y recogiendo, mientras que con su conversación va, poco a poco, pescando a los jóvenes. Mud vive en un barco entre los árboles, y Ellis en una casa sobre el río; ambas viviendas reflejan la fragilidad o la fugacidad del presente de sus habitantes.

Fugacidad... todo parece estar diseñado en esta película para recordarnos la edad pasajera de su protagonista. ¿Horas de rodaje? Pongamos que Nichols grita acción cuando sus personajes le pueden hablar al sol de tú a tú. Cuántos amaneceres en esta película, cuántos crepúsculos. Las sombras van creciendo y, al anochecer, siempre hay una hoguera o una linterna que encender. Sugestiones...



Los actores se ajustan a sus personajes como unos pies a unas botas de piel de serpiente. McConaughey está muy bien en su papel de asesino simpático fuera de la ley (una interesante contrarréplica al asesino antipático y brazo de la ley que ya encarnara en Killer Joe), y los niños encandilan toda la película con sus miradas aun inocentes. En algunos momentos, la película parece acercarse peligrosamente al territorio sensiblero, pero la dureza de sus personajes, unido al gran pulso narrativo de Nicholls, eluden el escollo a tiempo. Por lo demás, todas las emociones expuestas en Mud, están supeditadas al tono general de la película, que es elegíaco. Porque en esta película la niñez muere. Pero el río sigue fluyendo.  


lunes, 17 de junio de 2013

O Som ao Redor

Diez años después de Cidade de Deus, de Fernando Meirelles -cuyo éxito dio lugar a una oferta de películas brasileñas marcadas por el protagonismo de los malandros, la mise en scène de las favelas, y el discurso nihilista de la violencia y la pobreza (Bus 174, Cidade dos Homens, Tropa de Elite 1 y 2, Carandiru)- se estrena por estas latitudes O Som ao Redor, y da la impresión de que el cine de Brasil ha decidido hacer lo mismo que su Gobierno: un lavado de cara con vistas a los próximos eventos deportivos mundiales. Sin dejar de hacer hincapié -aunque de manera más sutil que sus predecesoras- en los males endémicos que azotan a este país, O Som ao Redor nos ofrece el retrato de una clase media mayormente despreocupada: ahí están el ama de casa aburrida, el agente inmobiliario enamorado, el patriarca jocundo. Si no fuera porque todos van en chanclas, o porque en Europa la clase media despreocupada ya no existe, uno se pensaría que esta película estuviese rodada en Oporto. 

Pero Kleber Mendonça Filho nos quiere contar otra historia, y su postal del Brasil no es tanto el retrato de una ciudad en plena efervescencia urbanística, como la radiografía poética de un vecindario en pleno vórtice cambiante. Ante la presencia imponente de los rascacielos de Recife, Mendonça Filho parece fijarse más en las pequeñas cosas: un balón rebotando en una callejuela, una pareja de adolescentes besándose tras una esquina, cosas sin importancia que parece tener un peso dramático significativo. La vida, supongo.     



O Som ao Redor comienza con un plano secuencia en el que vemos a una niña paseándose en patines por los límites de un condominio. Vemos el parking, vemos la zona de juego donde un grupo de niños juega al fútbol mientras sus madres charlan despreocupadamente. El ambiente general es lúdico y relajado, pero también extrañamente inquietante. Esta pauta establecerá el tono general de la película. Las historias que se nos cuentan serán así: anodinas como una siesta, espeluznantes como el filo de una pesadilla a medianoche. Es como si la limpiadora -para hacer referencia al lavado de cara que mencionábamos antes- ocultara toda la mugre debajo de la alfombra. La suciedad no se ve, pero sigue ahí. Bia, el ama de casa,  fuma marijuana para combatir la desidia; Joao, el agente inmobiliario, se dedica a buscar al delincuente que robó el estéreo del coche de su novia. Sí, Brasil ya no es el país del crimen y el tráfico de droga a gran escala, pero el malestar, cierto malestar, sigue ahí presente. Es por eso que el vecindario contrata los servicios de unos agentes de seguridad, quienes se dedicarán a patrullar el barrio, para controlar cualquier atisbo de delincuencia. Mendonça Filho utiliza todos estos elementos para darle más juego a la verdadera protagonista de la película: su propia mirada de director.  



O Som ao Redor parece adolecer así de la intención típica de las óperas primas, las cuales suelen estar menos interesada en lo que nos quiere contar que en el cómo nos lo va a contar. Y, sin embargo, a Mendonça Filho le ha salido un producto donde las decisiones estilísticas parecen remitir a la coherencia interna del relato. Un relato que, si bien puede irritar a algunos espectadores por sus lagunas narrativas y la parsimonia de su ritmo, posee una capacidad para sorprendernos con los asuntos más cotidianos. Decidido a mostrarnos un microcosmos indolente durante lo que parece ser un boom urbanístico, Mendonça Filho utiliza la cámara como si fuera un microscopio, y nos intercala, entre las vidas obtusas de sus personajes, aquello que parece ser verdaderamente significativo: los detalles fantasmagóricos, los sueños angustiosos, los presagios salvajes. Todo un poco lyncheano, vaya. Es así, utilizando una narración sesgada, elíptica, caprichosa, como se nos irá desvelando algo que no tiene nombre, una especie de malestar cotidiano latente entre los rascacielos. Pero ese descontento que se intuye en Ao Som o Redor no es nada irreal. Es bastante real, y ha venido para quedarse. 

martes, 14 de mayo de 2013

No comienza con una escena de gente feliz en calentadores y de mimos que saludan a cámara. Se trata de un anuncio para un refresco de cola y las imágenes -desenfadas, sobreexpuestas, horterísimas- sueltan un tufo a años ochenta que echa para atrás. Para aquellos que vivimos esta época, las primeras imágenes de la última película de Pablo Larraín pueden despertar un arrebato de nostalgia. Para aquellos que no la vivieron puedo imaginar una sensación más bien de grima. Para unos y otros, No nos sitúa una vez más en el particular universo de este director chileno, donde lo inquietantemente perturbador suele ir de la mano de lo absurdamente cómico.

Larraín, en tres películas no cronológicas que funcionan como una especie de sinfonía in crescendo, nos ha ido entregando la radiografía de un país y una época escalofriantes: el Chile de la dictadura de Pinochet. Si Manero nos situaba directamente en el corazón de la pesadilla y Post Mortem estaba ambientada en los días turbulentos del golpe de estado, No nos habla de las postrimerías de la dictadura, cuando un pebliscito popular acaba con  los años de horror y oprobio del gobierno de Pinochet. Por esta simple razón histórica, No se podría considerar como la película más optimista de una filmografía que, tanto por la temática que trata como por la óptica del director, es de una negrura asfixiante. Pero es que además No está imbuido de un espíritu vitalista e intoxicante, que se corresponde al de la campaña de publicidad que ayudó a derrocar el pinochetismo. Fíjense en el detalle maquiavélico: votar Sí era votar por Pinochet, validando así un pasado lleno de muertos; votar No era votar por un país libre, un país que miraba hacia adelante con cierto desenfado rejuvenecedor. Más o menos como en aquel referendum español para entrar en la OTAN. ¿Recuerdan el eslogan bueno? "vOTANo". Conciso, ingenioso, pero un pelín mandón. Y así nos lució el pelo. Nada que ver con la campaña del No chilena, llena de exuberancia, ingenuidad y poesía. Calibren este kalashnikov cargado de futuro: "Chile, la alegría ya llega". Ahí es ná.


Se quiere decir con todo esto que el héroe, el gran protagonista  de No es el pueblo chileno, el cual ostenta el espíritu ingenuo y medroso de un niño, la rebeldía de un adolescente, y la fuerza de un adulto al que le ha llegado la hora de decir basta. Como contrapartida a este héroe tenemos a dos personajes. Por un lado está Pinochet, monstruo ejemplar del siglo XX. Ahí está sino el bigote, los ojos como bolitas de naftalina, el uniforme.  A Pinochet lo vemos tan sólo en la propaganda televisiva del Sí, pero su sombra es alargada y se cuela por todos los resquicios de la película, de la misma manera que se colaba por los resquicios de las películas anteriores de Larraín. Es un horror cotidiano que no se llega a ver pero que se presiente, en las llamadas telefónicas a medianoche, en los coches aparcados en las calles, en las miradas de desconfianza. Dice un ministro de Pinochet en la película sobre la posibilidad de usar la fuerza intimidatoria del ejército para frenar la campaña del No: "Cuidado con lo que dice Guzmán. Si yo abro esa puerta vosotros tienen que cerrar los ojos."  Es hazaña del guión que una sola frase, soltada en una reunión, pueda llegar a poner los pelos de punta.

El otro personaje es René Saavedra (Gael García Bernal) uno de los publicistas encargados de crear la campaña del No. René es el protagonista principal de la película y, aunque parezca ser un hombre de éxito, en el fondo reúne las características de los personajes larrainianos: el desarraigo emocional, el infantilismo, la monomanía.  René es un chileno que ha vivido casi toda su vida en el extranjero y que, quizás por eso, es incapaz de identificarse con los miedos y las euforias de sus paisanos. Gael compone un personaje huraño y atónito, que contempla el devenir de Chile desde una posición privilegiada pero, aún así, lo ve todo desde fuera.   


La mirada de Larraín, sin embargo, parece impregnada de una nostalgia efectivísima. Rodada en U-matic, No tiene color de telenovela de los años 80, con esas incandescencias en rojo y verde que dañan la retina y el buen gusto. Con eso, las imágenes de la película tienen la misma textura que la de los anuncios -tan reales, tan vivos aún hoy- que se retransmitieron en la franja del No, y que se pueden disfrutar, inalterados, en la película. Y sí, es posible que una realidad visualmente tan cutre pueda estar tan llena de esperanza y vitalidad.

A modo de anécdota señalar que hubo actores americanos (Christopher Reeves, Richard Drayfuss) que prestaron su imagen para la campaña del No.  Pero a diferencia que en Argo, el protagonismo que se le da a Hollywood en esta victoria histórica es nimio. Quizás por eso no le dieron el Oscar a No.

jueves, 25 de abril de 2013

Dans la Maison

François Ozon lleva ya un tiempo construyendo una filmografía que parece ser una crónica de las apariencias. No sólo de las apariencias creadas para comulgar con las convenciones sociales o con la dinámica de las relaciones de género, sino sobre todo, y particularmente, las apariencias que son tan necesarias para la construcción de las obras de ficción, y que, invariablemente, forman parte de su acabado último. Y recién escribiendo esto me estoy dando cuenta de que quizás, para Ozon, tanto las convenciones sociales como las maquinaciones de la ficción sean una y la misma cosa, una misma máscara con la que encubrir la realidad.  No sé lo que pensarán ustedes pero a mí, que un señor haga películas que traten sobre las apariencias, me resulta tan frascinante, o tan hipnótico, como un indio que hace señales de humo para comunicar que le han metido fuego al tipi. No sé si me explico.
 
Quizás por todo esto no debe de resultar extraño que Ozon base muchas de sus películas en obras teatrales, no hay nada como un texto dramático como para mostrar al desnudo este tipo de cosas, lo vacuo del alma humana, lo ridículo de las convenciones sociales, la omniscencia de la ficción. Aunque no siempre acierte.

Después de ver Potiche, película que me pareció muy poco lograda (y un pelín zafia, la verdad), tuve pesadillas en las que salía Ozon decidiéndose a adaptar para la gran pantalla Vaya par de gemelas, con Audrey Tautou de protagonista doble. La cosa no ha llegado a tal extremo y, aunque sí es cierto que Ozon se ha ayudado de la imaginación patria para hacer su nueva película, ésta no ha sido basada en una revista de Manuel Baz, sino en una obra de Juan Mayorga, dranaturgo de postín y de juegos metaliterarios. Habeas corpus: Dans la Maison nos habla de la relación que se establece entre un profesor de literatura desencantado (Fabrice Luchini) y un alumno (Ernst Umhauer) dotado de cierta habilidad para escribir bien.  Con los tiempos tan embrutecidos que corren, el hecho de que uno de sus alumnos no sólo sepa hacer la o sin un canuto (y sin un menú de emoticonos), sino que además muestre una despierta curiosidad por su prójimo, una curiosidad de entomólogo, se entiende, llena de esperanzas a este profesor. Es así como decide ayudarle y animarle en sus redacciones escolares, las cuales van más allá de la mera descripción de un día monótono en la vida de un adolescente, y se centra en una temática más hardcore: las impresiones de un adolescente al infiltrarse en la vida familiar de un compañero de clase. A veces las observaciones están cargadas de feromonas adolescentes: " Entonces lo noté, el inconfundible olor a mujer de clase media". Otras veces, las redacciones parecen informes de la Stasi: "El padre está obsesionado con China, la madre tiene copias de Klimt en la pared, y seguro que ni conoce a este artista". Cosas así. El profesor, dejando de lado las aprensiones iniciales a husmear en la vida de los demás, acaba leyéndoselo todo, enganchando cada vez más a las narraciones de su alumno. Si éste aporta la información, las vivencias, las emociones, en definitiva, la mirada,  es el profesor el que ayudará a pulir su técnica, es decir, su voz. Son estos seminarios literarios y privados entre el profesor y el alumno los que irán desarrollando la trama, modificándola según convenga para darle mayor fuerza dramática, o más verosimilitud narrativa, o más libertad a las intenciones secretas del alumno. 
 
 
 
Con este argumento, Ozon desarrolla una película que parece una continuación de Swimming pool, un juego metaliterario donde el protagonista -y el espectador con él- acaba intercalando, confundiendo, sustituyendo, la realidad con la ficción, hasta tal punto que la fina línea que separa a ambas llega a desaparecer. En este sentido, resulta fácil establecer un paralelismo entre el personaje de Charlotte Rampling en aquella y el de Luchini (el personaje maduro, vampirizado por la literatura, hasta tal punto que esta obsesión por ficción hace saltar por los aires su vida convencional), así como entre el personaje de Ludivine Sagnier y el de Umhauer. Como en Swimming Pool, Dans la Maison  A Ozon se le ve manteniendo varios platos bailando en el aire al mismo tiempo (thriller académico, comedia francesa, drama de iniciación) y, hasta cierto punto, se le nota la habilidad y la gracia. Por supuesto, esta pirotecnia no habría sido posible sin el hábil trabajo de los actores, tanto Luchini, tan teatral, es decir, tan intenso, como el de joven Umhauer, cargado de dobleces. También, por supuesto, el papel secundario de Kirsten Scott Thomas, la cual sabe sacar partido a su innegable vena cómica.
 
 
Dicho esto, la resolución de la película, que tan bien ha sabido mantener el ritmo del thriller y la comedia que lleva dentro, se estanca al querer ofrecer un final tipo "más difícil todavía". Ese carpetazo en la que el cazador es cazado resulta poco creíble y un pelín forzado. La escena final en la que el alumno y el profesor se reencuentran y ambos son testigos de la intimidad de un bloque de vecinos está construida con un poso de sensiblería que no hace para nada justicia a los homenajes posibles de ese espectáculo voyeurístico: un mapa de emociones que oscila entre La ventana indiscreta y Aquí no hay quién viva.   


viernes, 12 de abril de 2013

Five Broken Cameras

Fijémosnos por unos momentos en la fuerza dramática oculta en el título de este documental: Five broken cameras que, en español castizo, como ya sabrán, sería algo así como Cinco putas cámaras rotas. Clarifiquemos, antes que nada, que estamos hablando de cámaras de video. Fijémosnos en el número: cinco no es ningún moco de pavo. Muy torpe tiene que ser un operador para que se le rompan cinco cámaras pero es que, al protagonista de este film no se le rompen, sino que se las rompen. Emad Burnat, uno de los directores y el principal protagonista de este sobrecogedor documental, nos invita, con la crudeza y la honestidad que aporta el metraje de video, a darnos un garbeo por su vida, por su realidad. Una realidad que, como ya habrán imaginado, no se limita a destruir cámaras de video.

Emad vive con su familia en Bill'in, un poblado campesino en la franja de Cisjordania. Lo primero que conocemos de él es su voz, una voz en off que escucharemos durante todo el metraje, una voz cálida y suave. El tono de su voz, sin embargo, ya desde los primeros minutos del documental, es de absoluta desolación. "Filmo para aferrarme a mi vida", nos dice Emad, y nosotros le creemos. En la primera escena que vemos con él, nos lo encuentra mos sentado frente a una mesa, sobre la cual se hayan, como cinco carroñas electrónicas, las cámaras del título. La premisa no puede ser más simple. Lo que veremos a continuación será el material rodado (no todo, supongo) con esas cámaras. El tiempo que abarca este material es del 2005 al 2010. Unos 5 años. En ese lapso de tiempo, Emad ha puesto su vida en riesgo por lo menos unas 5 veces, como se puede comprobar en la película. Resulta elocuente comprobar como la violencia que se observa en la pantalla, llegado un momento, trasciende a ésta. Hay un momento en que vemos una granada volar, la imagen es sacudida por un movimiento violento,  hay un ruido, una explosión y la pantalla se llena de "nieve". Así hasta 5 veces.

 
 Pero el principal acierto de Five Broken Cameras no radica, a mi parecer, en ese metraje inmediato, sucio y testimonial de telediario de sobremesa, que constituye la mitad de la película. Este metraje tiene, por supuesto, un valor periodístico, y suponemos que judicial, impagable. Pero lo que le da profundidad a la historia, lo que nos la acerca y nos la justifica y nos la vende es la confesión inicial de Emad acerca de la razón por la que se compró la primera cámara: para rodar el nacimiento y crecimiento de Gabreel, su cuarto hijo. Sentimentalismos aparte (aunque Five Broken Cameras es tan cruda que no tiene ninguna manipulación), la ternura que desprenden las imágenes que Emad rueda de su hijo -y de su familia- (las cuales se intercalan con las escenas de manifestaciones y abuso y violencia y duelo), sirve para poner de relieve el sentido último de su lucha, la razón instintiva, casi paternal, de su imparable rodaje. Y es que hay lugares en los que ya naces siendo un animal político, lugares en los que desde pequeño te enseñan a posicionarte por una causa, a denunciar una injusticia, a luchar por tu futuro y por el futuro de los tuyos. Hay lugares en los que uno se tiene que partir la cara hasta 5 veces para lograr que esa misma cara vuelva a sonreir.
 
En Five Broken Cameras la lucha del pueblo de Bill'in comienza cuando un nuevo asentamiento de colonos israelíes construyen sus viviendas a unos poco kilómetros de distancia. Para evitar cualquier tipo de incidentes, el gobierno de Israel, por medio de su ejército, levanta una valla inmensa, expropiando de paso terrenos cultivados de los habitantes de Bill'in. Al mismo tiempo que el pueblo se manifiesta semanalmente y sufre la violenta represión del ejército, uno ve crecer al joven Gabreel, y se conmueve al contemplar ese presente suyo de bombas lacrimógenas y vallas, al presentirle ese futuro de destierro y orfandad o, lo que podría ser peor, al presentirle ningún futuro en absoluto, arrebatado éste por una muerte violenta.
 
Mientras en los Estados Unidos el ciudadano medio utiliza las cámaras para grabar a los amigos rompiéndose la crisma por hacer el chorras en una bicicleta o a niñas repelentes participando en concursos de belleza, en otros lugares del mundo, las cámaras ruedan una realidad que no es oligofrénica ni aburrida ni suburbana. Las cámaras de Emad, por ejemplo, grabaron a amigos muriéndose de verdad, grabaron a niños descubriendo la nieve, grabaron el día a día de un pueblo, ajetreado entre los soldados y los olivos. Descansen en paz.




viernes, 5 de abril de 2013

A Liar's Autobiography

Un biopic es el certificado cinematográfico que da esplendor a las vidas de los personajes célebres. Que hagan un biopic sobre tu vida es más sofisticado que ponerle tu nombre a una calle -la cual suele estar llena de baches y meadas-, más cool que encargar a un negro literario a que escriba tu biografía y,  por regla general, te ve más gente que si pusieran tu estatua en una plaza. La resurrección milagrosa de Jesucristo al tercer día de su muerte fue moco de pavo si se la compara con la resurrección de rompe y rasga que le brindó Nicholas Ray casi 2.000 años más tarde con Rey de Reyes. A la hora de hacer un biopic, facilita las cosas que el personaje retratado esté muerto, y que su biografía contenga algunos o todos los elementos que se esperan de este tipo de películas, a saber: una infancia feliz o pobre, una adolescencia insulsa o traumática, el destello de un genio, la carrera apoteósica, el éxito, los excesos, y una muerte inesperada o trágica. Vistas al trasluz y en una sala oscura, todas las vidas son la misma vida, y un biopic, de todas las cosas que puedan inspirar este género cinematográfico, se nos antoja como un ejercicio manriqueño.

Digamos que, en general, y salvo contadísimas excepciones, los biopics acaban siendo películas convencionales basadas en vidas que, a priori, son poco convencionales. No es entonces de extrañar que se utilizara la figura de Graham Chapman, miembro del grupo de humor más irrreverente de la historia, los Monty Python, para hacer un biopic. Porque llevó una vida poco convencional -aunque bastante convencional si la comparamos a las ideas preconcebidas que tenemos de la vida de los artistas-. Pero sobre todo, porque Graham Chapman murió joven. Es decir, que fue sobrevivido por sus 5 compañeros, por los 5 restantes miembros de un grupo que basó gran parte de su humor en mofarse de lo absurdo que es la existencia y de la solemnidad con que los humanos nos referimos al más allá. No hay gag célebre de los Monthy Python en que no aparezca una figura de poder ridiculizada, un cadáver o un malentendido. En sus mejores momentos, aparecían estos tres elementos -dos, si se considera a la muerte como un malentendido- simultáneamente, como en el ya mítico gag del loro. Y qué mejor manera de seguir riéndose del sinsentido de la vida, que intentando hacer un biopic poco convencional sobre el amigo muerto. Graham Chapman es un cadáver demasiado exquisito como para que sus compañeros se contuvieran el bocado. 

La originalidad de A Liar's Autobiography estriba en el tratamiento de sus numerosísimos episodios, cada uno de ellos llevado a cabo por una compañía de animación diferente. Así, los estilos y las técnicas se mezclan, dando como resultado un cocktail multicolor que nos recuerdan un poco a aquella rotoscópica Waking life de Richard Linklater. Es como pasar una tarde mezclando los dibujitos de Hannah-Barbera con las setas alucinógenas.  

 
 



Pero en este biopic, como en cualquier otro, quizás importe menos la variedad de la forma que la unidad del contenido. Narrada en primera persona por el propio Chapman -quien es resucitado para la ocasión gracias al milagro de los audio books-,  A Liar's Autobiography nos muestra el conjunto de anécdotas, ocurrencias, copulaciones y mentirijillas que aderezaron la vida de nuestro protagonista, y que acaban formando un retrato póstumo, una máscara mortuoria. Como se puede ver por estos fotogramas, Graham Chapman fue un fumador de pipa. Fue también un lector voraz, un estudiante de medicina, un bujarrón,  un crápula y, mira tú por donde, el más inmortal de los crucificados de la historia del cine. Fue, sobre todo, un señor que sabía hacer reír.

En A Liar's Autobiography hay, por el final, una narrativa del exceso que resulta un poco cansina. Graham Chapman bebió mucho, folló mucho, y todas esas cosas que rellenan tanto los biopics y que no viene a decirnos mucho, la verdad, de una vida. Hay más elocuencia, más humor, en la muerte. Y si no que se lo digan a los Monthy Phyton.



 

martes, 19 de marzo de 2013

Sightseers

Como viene siendo ya tradición, Mark Kermode, uno de los críticos cinematográficos más populares del Reino Unido, volvió a entregar este año sus Kermode awards, una reivindicación de todas aquellas películas que fueron ignoradas por la Academia de Hollywood en sus nominaciones. El cine no se acaba en los Oscars, claro está, y Kermode, con sus Kermodes, sólo pretende compartir con todos nosotros sus preferencias, las cuales, sin dejar de ser mainstream, destacan por ser elegidas con sensibilidad, criterio, y un gran respeto por el cine. Entre sus galardones, hubo uno que celebré especialmente, el de mejor guión. Este premio fue a parar a Sightseers, la que para mí fue la mejor comedia romántica del año pasado, si por comedia romántica entendemos que se trata de una película en la que hay sexo y gente enfermiza, y en la que la pareja en cuestión no se limita a cometer actos viscerales, sino que también acompañan estos actos -o arrebatos- viscerales de vísceras propiamente dichas. 
 
El argumento de Sightseers es simple, efectivo, y deliciosamente delirante. Chris (Steve Oram) y Tina (Alice Lowe), una pareja de enamorados, se van de vacaciones en una caravana con destino a Yorkshire, con la intención de irse conociendo mejor mientras hacen turismo rural. Es así como comienza esta odisea para neuróticos. Chris es un aspirante a escritor con muchas frustraciones acomuladas y un pronto difícil de controlar; Tina vive con su madre, de la que dice considerarse "su amiga" (aunque según su madre "no somos amigas, somos familia"). Con este bagaje, lo que en un principio parece ser una pequeña e idílica aventura muy pronto degenera para convertirse en una carnicería desproporcionada. Y es que el amor nos desinhibe, y no veas de qué manera. Los crepúsculos son más bonitos cuando están teñidos de sangre. El sexo es más placentero después de la cacería humana. El mundo es un lugar más perfecto cuando existen menos gilipollas habitándolo. Etcétera. El acierto de los guionistas de Sightseers -que, por cierto, son también sus actores principales- radica no sólo en el retrato  que hacen de sus protagonistas y que, en cierto sentido, adolece de cierto viso "generacional" (treintañeros desubicados, acostumbrados a llevar siempre la razón, idealistas, gruñones, rebeldes, envidiosos), sino en el uso que hacen del amor como catalizador de los más bajos instintos. En este sentido, uno debe de buscar los referentes de Sightseers al otro lado del Atlántico, en las screwball comedies de la época dorada de Hollywood, en las que, con tanta frecuencia, el amor aparecía asociado a la locura, la marginalidad y el asesinato. Al ser británica, claro, es de esperar que Sightseers sea menos glamurosa y carezca de cierta joie de vivre que sus antecedentes americanas. También es de esperar que su protagonistas coman peor. Quizás por estos motivos un servidor se riera con más ganas.
 
 

Por uno de esos casamientos  acertadísimos del mundo del cine, el guión de Oram y Lowe ha sido dirigido por Ben Wheatley, director de culto al que le gusta romper cabeza en sus set de rodajes y que tiene cierta debilidad por el cine y la tele británicos de los años 70 y 80. En Sightseers se puede apreciar, por ejemplo, la influencia de Mike Leigh en la composición de los protagonistas (no pude evitar pensar en la pareja protagonista de High Hopes y, cómo no, la de Nuts in May) y en el aspecto natural, casi improvisado, de las interpretaciones. También es posible ver la influencia de Nicholas Roeg en el retrato macabro y alucinógeno que Wheatley hace de la naturaleza. Yorkshire, con sus nieblas místicas y sus paisajes dramáticos y sus equinoccios, parece ser el lugar ideal para los sacrificios humanos. Este cocktail de underground y amateurismo le dan una frescura acertadísima a esta comedia que, no lo olvidemos, ha sido escrita por sus actores.
 
A medida que la película vaya avanzando, con la pantalla poblándose de cadáveres, y el paisaje cada vez más agreste, será inevitable hacerse la pregunta de qué va a pasar al final con estos Bonnie and Clyde de las Midlands. Y ese final, imprevisible, súbito, perfecto, es uno de los mejores finales que he visto en mucho tiempo. Mejor no desvelar nada. Decir tan sólo que hay un precipicio. Y que, después de tantas carcajadas, el cine enmudeció. Quizás alguno de nosotros escuchó, o creyó estar escuchando, los acordes de Love will tear us apart al mirar el fondo del abismo. Pero tampoco hay que ponerse melodramáticos, que estamos acabando. Digamos que la versión que creímos escuchar fue la de Nouvelle Vague y no la original de Joy Division. ¿La oímos realmente? No lo sé. Da lo mismo. Alegría.    
 
 

domingo, 17 de marzo de 2013

The King of Pigs

De todos los infiernos imaginables, el más predecible quizás sea el de la adolescencia, ya que todos hemos pasado una temporada en él. Pomadas para el acné, amores no correspondidos, el primer gran abismo abierto entre la realidad y el deseo, las primeras vomitonas. Cinematográficamente, las archiconocidas letanías de la adolescencia occidental se convierten en moco de pavo cuando las enfrentamos a las tribulaciones del adolescente oriental. Y es que la vida es mucho más radical y violenta, más visceral y desoladora cuando se ve desde la óptica de unos ojos rasgados por la genética, y no por la narcolepsia. Uno ve a los jóvenes retratados en películas como All about Lily Chou Chou, 15 Beijing Bicycles y piensa: "Joder, crecer en el lejano Oriente tiene que DOLER de verdad". Se podría pensar que The King of Pigs, al utilizar el formato de animación para narrarnos una historia de acoso escolar, suaviza un poco la temática. Pero el truco no cuela.
 
 


The King of Pigs nos cuenta la historia de dos amigos, Kyung-min y Jong-suk, que se reencuentran en su vida adulta para rememorar los años de colegio, cuando eran humillados y golpeados de lo lindo por sus compañeros. La película cuenta cómo el acoso escolar estaba basado en la diferencia de clase de los alumnos, siendo los "perros" -de clase social más elevada- los que hacían la vida imposible a los "cerdos" -de estatus más humilde-. Pero en The King of Pigs la crítica social brilla por su ausencia, salvo alguna pincelada de alegato antimaterialista. La vida de nuestros protagonistas es de pena, y la única esperanza parece residir en Chul, un misterioso compañero, que utiliza las mismas armas que sus agresores para mantenerlos a raya: violencia, mala hostia, y el desprecio más absoluto por el prójimo. Kyung-min y   Jong-suk se verán atraídos por el aura rebelde de Chul, por lo que parece ser la única esperanza para salir del infierno. Y Chul está más que dispuesto a ayudar a los dos amigos, transmitiéndoles la única lección que la vida le ha enseñado: es mejor no estar insensibilizado contra todo.
 
 
 
Yeun Sang-ho, el director de esta película, no concede respiro alguno a sus protagonistas. Cuando no están siendo machacados físicamente o psicológicamente, el director acentúa algún rasgo miserable de sus caracteres: si Kyung-min aparece retratado como un pusilánime, Jong-suk se nos muestra a veces como un fatuo. El hecho de que los portagonistas, instalados ya en la vida adulta, sean los que narren la historia sólo sirve para recalcar lo poco que ambos han cambiado en todos esos años. Esto sólo sirve para intensificar esa atmósfera claustrofóbica, de cárcel o pesadilla, que flota durante toda la película. Ver tanta brutalidad, tanta tristeza, sin lograr llegar a conclusión alguna es como ver funcionar una máquina de centrifugado. Es por eso que la última revelación que aparece en The King og Pigs, tan brutal, tan triste, nos deja un poco impávidos. Tantas vueltas y, al final, la ropa sigue sucia.
 
Nunca antes una película con tantos colorines me ha dejado el alma tan gris.  
 
 
 

martes, 26 de febrero de 2013

Argo

Argo é la úrtima penícula der Ben Affleck quién, ar paresé, la ha dirigío, produzío y protagonisao, er hijoputa le da a tó los palos. No, fuera guasa. A mí er Benny é un actor que me gusta desde que lo vi en ese flim donde se namoraba de una tortiyera, ziempre me ha paresío un tío mu formá. Er cabronaso é guapo pero no va de guapo, ¿zabeh lo que te digo? Totá, que en Argo er Benny interpreta a un agente de la Zía con barba que llo cuando lo vi pensé que z'abía escapao der biopís der Camarón, pero lla mesplicaron que er menda, que en la penícula se shama Tony, como mi primo, é un hispano y er pelo é mu importante pa la carahterisasión. Ya ve tú, loh moroh de la penícula llevan tós bigoteh, pa que no halla confucioneh a laora de distinjir los maloh de loh güenoh. Pueh cágate, er Tony ese esistió en la vida reá y er menda ze ideó un plan pa rescatá a unoh políticoh americanoh qu'estavan secuestraoh en Marrueco o por ahí. Y, ahora biene lo más güeno, er plan era aserse pasá por un equipo de rodahe sinematográfico desos que van con er cataleho en er oho buscando paisahes y tetas pa meté en la peli. De retrasao mentah, vamo. ¿Poh te quiere creéh que loh mandamaseh de la Zía le dan lus verde oliva ar plan? Zervisio de inteligensia mih cohoneh. Pero é un puntaso porque er Tony ze va a Holivuh a trapisheá con loh artistah. Tú zabeh, que si pacá que si payá, un cashondeo. Totá que la trola crese como los cuernoh de mi novia y er Toni acaba con una peli que se shama "Argo", como er nombre reá de la peli ¡qué flipe!, baho er braso y ze va a Egipto o a donde seah que están loh políticoh secuestraoh.
 
 
Llo no entiendo musho de sine pero er prinsipio de Argo donde er Benny t'esplica como zi fuera un telediario lo que había pazao en Turquía en aqueyos tiempoh ehtá mu bien. Llo me dihe, "Mira er cabronaso, zi parese er Oliver Estón". Pero zi te digo la verdá, llo la política me la paso por er forro lo cohoneh. Y zi voi ar zine a ve una penícula de trileh tiene que aver metrayeta y puñaláh. Y en Argo lo único que asen to er tiempo é hablá y venga a hablá, que paese que an estao esnifando farlopa o qué zé llo. Casi iguá que en La noshe má ojcura donde también s'habla lo sullo, pero polo menoh ze mata a gente también.
 
Totá, que ar paresé la otra noshe le dieron er Oscah a Argo, y la entrega la iso la Michel Obama que, to ai que desirlo, está güenorra la tía. Y llo me dihe, "Carahota, ¿pohqué no le da er premio a La noshe má ojcura que fue idea de tu marío?" Pero ar paresé a loh artistah también leh gujta zeh héroeh, azí que Argo, que é como Tin America pero zin er ángeh de ejta (y loh maloh zón moroh y no shinoh), tenía toa lah papeletah pá ganá. Que ya ze zabe que loh artistah zon tós mu pasíficoh y, dejpué de to lo c'apasao en America con loh asesinatoh de tantoh inosenteh, no s'iba a premiah una penícula toah shena de víhtimah mazacrá. Y güeno, Argo eh unah americaná zin ejplozioneh, que é como una servesa zin alcó, azín que tampoco é como pa ponerse a tirá coheteh. Y ar Benny lla l'andao mah premioh de la cuenta. Benny, zi me leeh er bloj, ehte mensahe é pa ti: "Benny, dame er Oscah a mí, cabronaso, que tuh no lo nesesita pa ligá en lah dijcotecah".      

lunes, 25 de febrero de 2013

Amour

Después de 89,458 días de cenas íntimas, cartas arrebatadas, Kama Sutra y paseos por el parque cogidos de la mano, uno tiene que poner los cojones sobre la mesa y hacer frente a la realidad. La intimidad se va llenando de pastillas y dentaduras postizas, las perdices provocan acidez de estómago, el champán incontinencia, las fresas diarrea. A partir de cierto momento la vida consiste en ver cómo un barco cargado de recuerdos se va hundiendo irremisiblemente.
 
Michael Haneke ha titulado su última película con la sugestiva palabra Amour, un título acertado si tenemos en cuenta que se trata de la historia de dos tortolitos, un título engañoso quizás si consideramos que dichos tortolitos son dos octogenarios. No me malinterpreten. Reconozco que soy un cínico pero también tengo mi corazoncito. Creo que el amor puede existir perfectamente en la tercera edad, y si no que le pregunten a la Duquesa de Alba. Pero el tema amoroso suele estar asociado, al menos en la cultura occidental, a la idea del amor romántico, el cual suele estar regido por unos parámetros muy manoseados cuando se utiliza como contenido para una canción pop, una película romántica, o un libro de literatura femenina. Amour no es una película romántica, claro, y quizás hubiera sido más acertado llamarla Senectud, Misericordia o, parafraseando una canción de Fito Páez, El amor después del amor (aunque este último título le pegaría más bien a una película de Rohmer). Es decir, la intención de Amour no es hacer sentir bien al público, no hace entrega del alijo de endorfinas que promete en su título. Amour nos habla del miedo, de la enfermedad, de la muerte. ¿Qué esperaban? Esto es una película de Haneke. Para ver un catálogo de clichés sobre el amor, descárguense la última de Richard Curtis. O la penúltima, o la antepenúltima, etc. 
 
 
Haneke lleva un tiempo dinamitando las convenciones burguesas, anunciando, como un profeta bíblico, los íntimos horrores a los que parece estar abocado el hombre moderno. Es toda su obra la descripción certera de un peligro inminente. Si en algunas de sus películas -y pienso en Funny Games, Código Desconocido o Caché- la amenaza proviene tanto del prójimo como de nuestra actitud frente a él, en sus más reciente filmografía, la amenaza parece venir de dentro: la amenaza dentro de la familia, la amenaza dentro del cuerpo. En La cinta blanca (quizás su obra más asequible por el distanciamiento que provocaba la voz narrativa y el blanco y negro), Haneke nos hacía testigos de las acciones tremebundas que ocurrían en una pequeña comunidad en la época previa a la I Guerra Mundial. Todo el misterio y el aliento literario de que hacía gala esta película desaparece en Amour, que nos ofrece un retrato crudo y sin concesiones de una pareja de ancianos enfrentándose a la enfermedad.

Georges (Jean-Louis Trintignant) y Anne (Emmanuelle Riva) han vivido una vida larga y plena. Cuando lo vemos por primera vez ambos están sentados en un auditorio, aguardando el inicio de un concierto de piano. Ambos están lúcidos, ambos aún disfrutan de los pequeños placeres de la vida. Hasta que Anne sufre una apoplejía. Amour es el recuento de esa enfermedad y sus devastadoras consecuencias en la vida de la pareja. Sobresale en esta historia el retrato de Georges, marido devoto y enamorado, quien se entrega con dedicación suprema a la doble tarea de cuidar de Anne al mismo tiempo que intenta salvaguardar la dignidad de ésta. Conmueve la ternura del personaje, la delicadeza con que Trintignant lo compone y que se complementa con el carácter más fuerte de Anne acentuado por la presencia imponente de Riva. Haneke va describiendo, con esa precisión suya tan científica, los detalles del lento deterioro de Anne. Como siempre, su fuerza radica en el encuadre preciso, la manera que tiene Haneke de colocar la cámara y que le aporta a su cine esa musculatura narrativa infalible no exenta de aliento poético. Amour, a pesar de su temática, contiene algún que otro momento de éxtasis cinemático, como en la cautivadora escena inicial -un flashforward de la película- en la que un grupo de policías irrumpe en el piso cerrado a cal y canto de Georges y Anne, para descubrir el cadáver de ésta sosteniendo un ramo de flores; o la escena del primer ataque de Anne en la cocina, que es toda una lección de tempo y economía narrativa.

 

 Pero esa maestría de Heneke con la cámara, esas interpretaciones sublimes de unos actores tan acertados, esa efímera poesía, están puestos al servicio de una historia que no es sólo deprimente sino que es además común a todos. No hay nada de excepcional en esta historia de amor de Georges y Anne, si descontamos la resolución última de Georges con respecto a su mujer. Lo excepcional es el cliché, las mariposas en la barriga, los violines, el corazón saliéndonos por la boca. Lo otro, los 40 años más tarde, la enfermedad, la soledad, la inminencia de la muerte, es ley de vida, y maldita la hora en que nos gastamos 6 libras para que venga alguien a recordárnosla. 

sábado, 23 de febrero de 2013

The Master

Paul Thomas Anderson es un cineasta al que un servidor idolatró durante una época -allá por los años 90, cuando ir al cine era algo así como una orgía perpetua-, no por su virtuosismo tras la cámara o por su eficacísima dirección de actores, sino por la temática que trataba en sus películas. Anderson hablaba del sexo y de la muerte con un desparpajo inusitado, utilizando una imaginería tan desbordante como íntima, tan innovadora como reivindicativa de la tradición. Claro está que eran los 90, y casi otro tanto se podía decir de Fincher,  Jonze o Tarantino, pero uno no ve todos los días el nacimiento de una filmografía con la imagen de Julianne Moore follando y poniéndose hasta el culo de coca. Uno no recibe todos los días lecciones valiosísimas para su incipiente educación sentimental.  

Ha pasado el tiempo, hemos crecido y el cine de PTA también se ha hecho mayor. Ya no hace películas corales ni urbanas. Es lo que normalmente sucede, uno madura, deja la ciudad y se muda al extrarradio. En el caso de PTA, concretamente, al desierto. Y en este paisaje agreste, lleno de predicadores, el cine de PTA se ha sublimado, se ha hecho más magro, como más contaminado de efluvios bíblicos, lo cual quizás no le venga nada mal si pensamos que todas sus películas, con la excepción quizás de la astracanada que es Punch Drunk Love, exploran los claroscuros, los altibajos,  los tomaydacas de  las relaciones paternofiliales. ¿Acaso no tenía Frank Mackey (el personaje interpretado por Tom Cruise en Magnolia) un padre distante que se estaba muriendo de cáncer? ¿Y no era Boogie Nights algo así como la parábola del hijo pródigo, siempre y cuando el hijo pródigo tuviera la polla más larga de la industria del porno? ¿Y no es There will be Blood la historia del antipadre (el Plainview interpretado por Daniel Day Lewis) y el antihijo (los gemelos Sunday interpretados por Paul Dano)? A pesar de la diferencia en registros, épocas y puntos de vistas, la filmografía de PTA es de una coherencia intachable.


 
En The Master volvemos a encontrar esa dinámica de amor-odio que mueve las relaciones que se establecen entre tantos personajes Andersonianos. Freddie Quell (Joaquin Phoenix), un ex-marine borrachuzo y rijoso,  lleva una vida a la deriva en la América de la posguerra mundial. Todas sus intenciones consisten en coger cogorzas con los menjunjes que él mismo se prepara y en follar, o pensar en follar, twentyfourseven. Es un personaje que da casi tanto asco como el Plainview de There will be Blood. La vida errática de Freddie dará un giro de 180 grados cuando se cruce en el camino de Lancaster Dodd (Philip Seymour Hoffman), un señor que se proclama a sí mismo como médico, escritor, físico nuclear y filósofo, y que es el líder de un movimiento pseudoreligioso conocido como la Causa. Se ha hablado ya de que el personaje de Dodd está basado en Ron Hubbard, el fundador de la Cienciología. Pues bien, The Master puede ser visto como la historia fallida de un lavado de cerebro. A lo largo de su relación con Dodd, Freddie irá pasando por distintos estados anímicos: admiración, convencimiento, fe, descubrimiento y desengaño, mientras  va reconociendo y asumiendo sus propios demonios interiores.  

Habrá quién, con toda la razón del mundo, hable del duelo actoral entre Phoenix y Hoffman como una de las grandes bazas de la película, si no la mayor. A mí, sin embargo, ese sintagma, duelo actoral, me suele dar repelús, ya que me hace pensar en actuaciones pomposas, ecuánimes, previsibles. Y esto tiene menos que ver con el método utilizado por los actores para interpretar sus papeles, que con la naturaleza encorsetada de sus personajes. Entre la grandilocuencia de Dodd y el desgarro de Freddie, entre la interacción del padre dominante con el hijo rebelde,  pocos momentos hubo en que se me pusiera la carne de gallina, pocos granos de arena se me metieron en los ojos, por mucho desierto que apareciera en pantalla.   


En fin, que The Master, a pesar de ser una película grandiosa -y pienso en su fotografía en 65mm, en su diseño de época- a mí me parece una película fallida. Después de tanto sermón de Dodd y de tanto mohín de Freddie, uno acaba harto de la fealdad y el aburrimiento de la vida adulta. Por supuesto la culpa de esto es mía,  por sentimental. Y es que uno no puede dejar de echar de menos la exuberancia incandescente de la juventud.

miércoles, 20 de febrero de 2013

Zero Dark Thirty

Nos fuimos al cine y la única sala en la que daban la película que queríamos ver era la llamada "Director´s lounge", una pijada con bar propio, butacas aerodinámicas y confortabilísimas, y una entrada de precio exhorbitante en la que, además del derecho a entrar en la sala, venía incluído un vaso de vino, un cucurucho de patatas fritas y una cajita de chocolatinas obsequio de la casa. Nos sirvieron, entramos, nos acomodamos. Íbamos a ver la cacería de Osama Bin Laden en ficción, es decir, en diferido, y nos daban tapa, bebida y postre, como si estuviéramos en un avión en pleno vuelo transoceánico. Rumbo a América, pensé. No el país, sino el ideal. Saboreé el vino. No estaba nada mal. No pude evitar sentirme como Nerón o Calígula, haciendo tiempo antes de que empezara la función del circo romano con un vaso de caldo entre las manos. Sí, dentro de poco iba a presenciar torturas, muertes violentas, el espectáculo de la carne haciéndose trizas, y tenía un cartucho de patatas fritas sobre una bandeja abatible al alcance de la mano. That´s entertainment. Di otro sorbo a la copa. El sabor era inconfundible. Sabía a decadencia.

Zero Dark Thirty, la última película de Kathryn Bigelow, transcurre en una década ominosa, aquella que va desde el 11 de Septiembre del 2001 hasta el asesinato de Bin Laden en mayo del 2011. Ambas fechas aparecen en sendas escenas de la película, las cuales resaltan por el gran contraste cinematográfico con el que están rodadas. Si bien la escena del 11 de Septiembre dura apenas un minuto y se nos presenta con una discreta pantalla en pitch black sobre la cual se oyen las voces entrecortadas de las víctimas despidiéndose de sus familiares, la escena de la caída de Bin Laden, clímax de Zero Dark Thirty, está narrada al milímetro y sin elipsis, con visión nocturna y a sangre fría, de tal manera que el espectador tiene la vaga sensación de estar en los pantalones de Barak Obama, en las bragas de Hillary Clinton, y encontrarse frente a un monitor en la Casa Blanca, un 2 de Mayo de 2011, mientras contemplan cómo sus fuerzas especiales le van poniendo puntos suspensivos -con formas de agujeros de bala- a la Historia...


Entre medio de las dos fechas hay diez años, los cuales dan para muchos rollos de película. Pero la Bigelow y su guionista, Mark Boal, se concentran en una única línea argumental, la investigación llevada a cabo por Maya (Jessica Chastain), una agente de la CIA obsesionada con una sola cosa: atrapar a Bin Laden. Fuera quedan la guerra de Irak o de Afganistán, fuera el sempiterno conflicto palestino, fuera la primavera árabe. Entre el paréntesis de sangre que forman las dos efemérides antes mencionadas, ésto es lo que hay mayormente: 10 años de burocracia. En Zero Dark Thirty se pasan muchas horas en la oficina, rellenando instancias, solicitando favores, inspeccionando ficheros. Es una guerra sucia y sin cuartel. Para recabar datos, se acude a la tortura de prisioneros. Al compulsar una reclamación, uno se encuentra frente a frente con un coche bomba.

El relato que nos entrega Bigelow, sin embargo, es absorbente y de un ritmo acertadísimo. Pasando de puntillas por las reticencias que pueda tener un hipotético espectador, el cual está en su derecho de rechazar todo ese horror tan de telediario de sobremesa, Bigelow se ha concentrado en los hechos, en un puñado de hechos, y nos lo ha narrado con una maestría herodotiana. Queda aquí para la posteridad un nuevo álbum de la Historia contemporánea, mostrándonos su verdadero rostro: las trampas, las vendettas, las luchas de poderes, las infamias, los orgullos heridos, el eterno llanto de las madres. Personalmente, eché de menos más drama, más protagonismo de cada uno de sus personajes, ya que se podía haber aprovechado el potencial fresco humano de la película: los prisioneros de Guantánamo, los agentes del FBI, la Casa Blanca, los terroristas de Al Qaeda, los miembros de las Fuerzas Especiales, el mismísimo Bin Laden. La historia de su captura bien podía haber dado para una serie de televisión, algo así como un cruce entre Homeland y The Wire. Pero Zero Dark Thirty es la historia de Maya, la flecha que une un 11 de Septiembre con un 2 de Mayo 10 años más tarde, y, como tal, un típico personaje de la filmografía de Bigelow.



En Maya podemos ver semejanzas con la policía Turner de Blue Steel, al ser ambas mujeres que ostentan cierta autoridad en un mundo eminentemente masculino,  y con el sargento James de The Hurt Locker, por esa dependencia ("war is a drug") que la lleva a sacrificar cualquier iniciativa de vida familiar en aras de sus servicio al Estado. Aunque en el caso del sargento James llegábamos a vislumbrar su vida familiar, y cómo ésta lo aburría de la muerte, en Zero Dark Thirty la vida privada de Maya es algo que sospechamos inexistente. Llevando a las últimas consecuencias esa premisa tan de cine americano, según la cual un personaje es el trabajo al que se dedica, Kathryn Bigelow nos dibuja una Maya entregada en cuerpo y alma a su misión imposible. La voluntad obsesiva del personaje, el carácter frío, la pose autosuficiente la emparentan directamente con un Terminator, con la excepción de que Maya cuenta con las hermosas facciones de Jessica Chastain. Como es pelirroja, guapísima, y buena actriz, no pude evitar pensar en su actuación como la de una Julia Roberts con vis dramática, o la de una Julianne Moore metafísica. Quizás el rasgo más destacable de la Chastain sea la contención, esos momentos -hay un puñado de ellos en Zero Dark Thirty- en los que está callada y mirando, y uno apenas llega a entrever toda la turbulencia oculta en su interior. Pienso en la última escena de la película, que nos muestra a una Maya de vuelta a casa, una vez cumplida la misión que le ha costado 10 años de su vida. Esos ojos, ¿qué es lo que ven? Esas lágrimas, ¿por quién se está derramando? La agente Maya vuelve a casa después de todo ese tiempo e intuye, o quizás sabe ya, como el sargento James de The Hurt Locker, que ese lugar no existe.  ¡Ah, la vida con el enemigo es mejor que la vida sin éste! Y si no que se lo digan al protagonista de la siguiente noticia:

http://internacional.elpais.com/internacional/2013/02/11/actualidad/1360619425_938030.html
 


lunes, 14 de enero de 2013

Una pistola en cada mano

Año nuevo, viejas crisis de la masculinidad. Los hombres ya no se empalman, ya no educan a sus hijos, ya no se van muriendo como lo hacían nuestros bisabuelos. Cesc Gay, al que seguíamos un poco desde los adolescentes pajilleros de Krámpack, se hace eco de lo que un puñado de cuarentones tiene que decirnos en los albores de la pitopausia. El resultado es una película con un título tan tonto como equivocado, Una pistola en cada mano. Equivocado porque esta película es de todo menos beligerante. Hay mucho diálogo que no llega a ninguna parte, eso sí, que por algo está hecha y ambientada en Cataluña. Y el cine catalán siempre ha dado muestras de más palique y teatralidad que el cine hecho en el resto de España. Cesc Gay, heredero no tanto del cine de Ventura Pons como de las adaptaciones que éste hizo de obras de Sergi Belbel y Quim Monzó, nos trae unas estampitas dialogadas donde el humor, el absurdo cotidiano y una levísima amargura van dejando sus sedimentos en cada una de las réplicas y contrarréplicas que los personajes de Una pistola en cada mano se van lanzando unos a otros, como si fueran lanzadores de sables puestos frente a frente.

Esta obra no es por tanto una radiografía generacional (como quizá lo fuera o tuviera intención de serlo En la ciudad) y se conforma con marearnos un poco la perdiz de la masculinidad. Una hipotética estadística sobre los hombres en los cuarenta usando los personajes de esta película daría un resultado espeluznante: del 100% de la población heterosexual que ronda los cuarenta (no hay gays en la película de Gay) el 33.3% tiene crisis de identidad, el 33.3% tiene crisis de pareja, y el 33.3% restante tiene crisis de poder (económico, sexual o parental). Cesc Gay hilvana fino el perfil de sus protagonistas, lo que vemos es lo que hay, y lo que hay es, cuando menos, patético: cornudos, neuróticos, inseguros, divorciados, adúlteros, estupefactos, infantiloides. Los elementos para una comedia redonda están ahí. La carcajada llega inevitable, fulminante, repetidas veces. Sin embargo el resultado final deja un poco que desear.

                        

En Una pistola en cada mano se plantean varias situaciones interesantes (el divorciado que quiere volver con su mujer, el hombre casado que quiere echar una cana al aire con una compañera de trabajo , el cornudo enfrentado al amante de su mujer) pero, a la hora de la verdad, los conflictos quedan sin resolverse, y las escenas queman toda su pirotecnia en la chispa de los diálogos. Dicho esto, los personajes de la película tienen una soltura y una cercanía, que nos hace interesarnos por sus historias o sus histerias casi inmediatamente. Esto se debe a la gran labor de guionista de Gay pero, sobre todo, al elenco de actores, que pone en pie un fresco de personajes sustanciosos, tan elocuentes como desvalidos. Todos están bien, pero a mí me cautivaron especialmente las interpretaciones de Eduard Fernández, por su actitud chulesca en un personaje al que le venía que ni pintada, y la de Javier Cámara, por su sempiterna calidez.