miércoles, 22 de diciembre de 2010

Balada triste de trompeta

Con Balada Triste de Trompeta Àlex de la Iglesia no sólo ha elaborado su obra más personal; es también una de las peores películas de su filmografía. Óiganme bien: dos payasos, el payaso triste y el payaso tonto, luchan por el amor de una trapecista durante la época del tardofranquismo. ¿Qué hemos hecho los espectadores de este país para tener que soportar este tipo de líneas argumentales que parecen sacadas de un frenopático? Pienso en una mano inocente, una mano que saca un papelito de la gran chistera de nuestra Historia con la idea para una película definitiva: un legionario en celo recorre el frente de la batalla del Ebro en busca de la mascota  que le ha robado el corazón  (en la escena final, la cabra es defenestrada desde la Basílica del Pilar en un castizo homenaje a Vértigo); un grupo de teatro underground de la Movida se cuela en el Congreso de los Diputados disfrazados de guardias civiles y cargados con todo tipo de drogas la mañana del 23F (uno de los actores lleva una cámara en la mano y se apellida Almodóvar); un cobrador del frac se ve implicado, sin comerlo ni beberlo, en el caso Malaya y acaba convertido en un esbirro por el amor de una divorciada con pretensiones de marquesa… Parece ser que no hay salvación para nosotros. No puedo evitar pensar en Gil de Biedma. De todas las historias de la Historia, la más absurda sin duda es la de España, porque tiene la grandeza de una Nancy legionaria.
Àlex de la Iglesia es completamente consciente de esta faceta grotesca de nuestra idiosincracia ibérica, y la utiliza como excusa para ir más allá. Desde el principio de su carrera puso las cartas sobre la mesa: la misión de su cine era entretener, nunca emocionar. Y entretuvo, vaya si entretuvo. Aún recuerdo la primera vez que vi El día de la bestia, con esa escena inicial en la que una inmensa cruz cae, como la mano de Dios, aplastando en su descenso al sacerdote anciano interpretado por Saturnino García. Ahí había un director que no daba tregua, que no tenía piedad. Ahí había una filmografía incipiente que abanderaba el lado delirante, enfermizo y esperpéntico de la comedia humana, asumiendo con un alegre desenfado los riesgos que esta postura pudiera entrañar. Ahí había unos personajes  vivos que te hacían reír, que te asustaban, con ese modus operandi quijotesco de sufrir torturas y vejaciones cada vez que se intentaba discernir la magia (negra, en este caso) de la grisura nuestra de cada día.



Una serie de televisión, cuatro ataques de vértigo, seis o siete películas, y trescientos cincuenta y nueve muertos más tarde, el cine de Àlex de la Iglesia cada vez me provoca más sarpullidos.  Pienso que algunas de sus películas deberían de venir con advertencias, como las botellas de lejía: Manténgase fuera del alcance de los niños. Producto irritante. ¿Y qué es lo que me irrita de esta película en particular? La pasión por hacer cine de este director continúa intacta. La mala baba y la imaginación desbordante también. Pero estos elementos no bastan y un cineasta (especialmente si se es Presidente de la Academia) debe de asumir ciertas responsabilidades. Digámoslo claramente: Balada... tiene un tufo autocomplaciente que no casa para nada con el discurso que De la Iglesia dio en la última ceremonia de los Goya. Si en Enero del 2010 el mensaje transmitido a los espectadores y telespectadores de toda España estaba marcado por las palabras humildad, agradecimiento, ilusión y orgullo, ¿por qué esta película está plagada de violencia, anacronismos y desmanes gratuitos? Si  una industria como la cinematográfica se caracteriza no sólo por su poder de convocatoria y por su glamour, sino también por lo difícil que es acceder a ella y porque no concede nada gratis, ¿por qué en esta película el sentido del espectáculo se confunde tantas veces con la falta del sentido del ridículo?  

Aquí venimos, a pasar otra tarde de nuestras vidas en una sala llena de horteras, a gastarnos 10 eurazos de nuestros propios bolsillos, a quemarnos las pestañas con el cine, y hay quien considera que hacemos todo esto porque nos va el sadomasoquismo. No señor, yo veo películas porque soy un viejo romántico intrigado por la vida,  así que por favor no me vengas con frase del tipo: si no fuera un payaso, sería un asesino, que me desbaratas y me escueces la rabadilla.
A ver, entiendo que esta historia vaya de un payaso triste que tuvo una infancia rota por la Guerra Civil y que, una vez adulto, se haya enamorado de la chica equivocada. Este payaso se llama Javier (Carlos Areces, entregadísimo) y parece vivir en un continuo susto. Entiendo también que haya un payaso tonto que se llame Sergio (Antonio de la Torre, terrorífico) y que éste sea un hijoputa sin escrúpulos, porque así es como deben ser los enemigos. Entiendo que haya una trapecista despampanante (Carolina Bang, despampanante) que, de alguna manera, tenga el corazón dividido entre el mameluco que la pone tibia de cardenales y el gordito apocado que la admira boquiabierto desde el suelo. Vale, es una historia de amor fou, tómate todas las licencias que necesites para contárnosla. Pero cuéntanos la historia. Si tienes un personaje que es un tímido enamoradizo que nunca ha conocido la felicidad,   ¿a cuento de qué viene que se desfigure el rostro? ¿No ves que el personaje pierde lo único que le pertenece, lo único que mantiene vivo el recuerdo de su padre, y que es la dignidad de un payaso? Y es que Àlex de la Iglesia quería una película con payasos que causaran terror, una película que mostrara el Valle de los Caídos y el atentado contra Carrero Blanco, una película que fuera un guiño a Raphael y a Telly Savalas.  Es fácil imaginar a De la Iglesia como un niño que juega mezclando los Madelman con el barco pirata de los click, las barriguitas con los toboganes coloreados del Pista Looping. Estas iniciativas lúdicas suelen ser bastantes inspiradas, pero un niño no tiene por qué dar cuenta de la coherencia de su juego. Un director de cine, sí.


A pesar de todo el despropósito que contiene, Balada Triste de Trompeta ha sido galardonada en el festival de cine de Venecia con el León de Plata a la mejor dirección y el premio al mejor guión. Lo que me convence de que Quentin Tarantino no sólo tiene cada vez menos credibilidad como cineasta, sino también como presidente de un Jurado. Porque si algo nos enseña Balada… es de que Àlex de la Iglesia, aunque tiene la capacidad para hacer buenas películas, no siempre lo consigue. Quizás debería descansar de tantas persecuciones sin sentido y tantos ejercicios de funambulismo. Quizás debería de inspirarse menos en Con la muerte en los talones y más en Vértigo. Quizás debería echarle un vistazo a mi idea esa de la cabra y el legionario enamorado. Título provisional: El día del bestia.


Travis Bickle: "Si no viera películas porno, sería un asesino".

domingo, 12 de diciembre de 2010

Another year

Hay directores que hacen películas como si fueran chefs de cocina. Por sus platos, podéis conocer cuáles son sus debilidades culinarias, qué ingredientes son más propensos a utilizar, o cuándo te han servido un plato recalentado. James Cameron, por ejemplo, sólo sabe hacer palomitas pero raramente acierta con el punto de sal. Haneke suele servir solomillos de primerísima calidad que suele estar sangrante y que hay que comérselos en la cocina. Sofia Coppola hace sushis con pescado hervido y arroz brillante. Etcétera.


Cuando Mike Leigh se pone el delantal dice: “Aquí vamos a cocinar todos”. Y sus actores se lo creen y hacen coro en torno a una olla que no siempre tiene garbanzos. Leigh tuvo una educación teatral y boga por una creación orgánica  donde los actores se remanguen la camisa y levanten personajes a partir de la premisa Mucha mierda o ¡Mierda va! que es como se exteriorizan los personajes en el método de Stanislavski. Método algo arriesgado pues, como ya postularon Hitchcock y Buñuel en su tiempo, los actores no tienen alma. Pero Leigh ha sabido sacar partido a su fórmula y, a lo largo de los años, ha ido creando platos que, sin ser sublimes, satisfacen como un desayuno inglés, un plato con consistencia, grasa y colorido, el plato de la clase obrera.


En Another Year Leigh nos sirve un drama redondo, una historia crepuscular donde se puede admirar la maquinaria de los actores al interaccionar entre ellos para crear personajes de carne, hueso y bambalinas. Este método, el de poner a sus actores en situación y hacer que ellos vayan 

martes, 30 de noviembre de 2010

Over your cities grass will grow

Fue en primavera cuando vi Beautiful losers, un documental del 2008 que trataba de una joven generación de artistas americanos. Ahí estaban Harmony Korine, provocador y autodestructivo, el polifacético Mike Mills, o el visionario Aaron Jones. Hablaban de su arte y hablaban de la  vitalista Margaret Kilgallen, una de las artistas del grupo, que había muerto prematuramente dejando un puñado de edificios pintados de flores y de mujeres en acción. Beautiful losers. Gente tatuada e inquieta, gente que se desplazaba en monopatín y que podía tocar el banjo. Gente guay. Jóvenes hermosos que habían irrumpido en la escena artística americana promulgando una obra urgente e inmediata, una obra que bebía directamente de los comic-books, de la publicidad y de la cultura underground. En la película se entreveraban ejemplos de las obras de estos artistas con sus propias declaraciones y era como entreverar los efectos de una droga con la lectura de unas páginas de Escohotado.  Es decir, que este documental causaba un efecto recreativo y alucinógeno a la vez que lúdico e informativo. La pantalla bullía como una verbena levantada a 3 metros de la butaca.



Llegó el otoño y con él Over your cities grass will grow,  una película de Sophie Fiennes, hermana de Ralph, de Joseph y de Martha. El día que fui a verla llovía. 


Entra Anselm Kiefer en escena. 


Este señor es un artista alemán y no está para bromas. Nada de jiji jajá, nada de superhéroes, nada de pesadillas juveniles con pulpos y latas de cerveza, porque el mundo está lleno de muertos. Si en Beautiful losers uno podía entrever el dolor pequeño de la enfermedad, la timidez o las adicciones, en Over your cities... impera un dolor bíblico, un dolor cósmico, la gran patada de Dios en el culo de la humanidad, algo tan inconmensurable que el artista necesita algo más que un lienzo o una pared para poderlo expresar.







La de Kiefer parece ser una de las obras más fatalistas y desasosegadoras de la Europa de entre siglos y Sophie Fiennes sólo necesita colocar la cámara en medio de ella para captar con nitidez algunos de los matices más lúgubres del infierno. Esa sinceridad narrativa parece ser marca de la directora, que ya en su previo documental (The pervert's guide to cinema, con el impagable Slavoj Zizek) se ciñó a poner la cámara frente a las obsesiones, teorías y elucubraciones  cinéfilas del filósofo esloveno. El único “exceso” de montaje que se permitía esta película era el de insertar la figura discursiva de Zizek como protagonista de escenas claves de algunos clásicos como Los pajaros o Terciopelo azul. Esta ocurrencia no sólo congeniaba perfectamente con el espíritu socarrón e iconoclasta del filósofo, sino que daba una idea del compromiso que Fiennes asume con sus personajes. Los protagonistas de sus documentales son protagonistas totales, y ella es la amañadísima guía que nos conduce directamente hasta el meollo de estas personalidades fascinantes.  

Si antes fue Zizek, ahora es el turno de Anselm Kiefer. Sophie Fiennes se concentra en el trabajo más reciente de este artista, aquel que viene realizando desde que se trasladó a vivir a una fábrica abandonada en las afueras de Barjac, un pequeño poblado al sur de Francia. Es en este lugar donde Kiefer ha montado su propio laboratorio de creación en el que dar rienda suelta a sus fantasmagorías. En Over your cities... vemos al artista quemando libros, rompiendo cristales, fabricando ceniza. La mirada de Fiennes se mantiene imperturbable y serena ante tanto apocalipsis. Si se desplaza en delicadísimos travellings es tan sólo para describir la laboriosidad y la claustrofobia de los túneles que el artista ha cavado en el subsuelo de Barjac.

Irónicamente, la fluidez del diálogo que la directora establece con su personaje se ve interrumpida en la escena más banal de la película: la interviú al artista. Lo más elocuente que un creador nos pudiera indicar sobre su trabajo debería estar resumido en el titulo de su obra. Sobre vuestras ciudades crecerá la hierba. Después de habernos arrastrado por corredores subterráneos, después de haber asistido a la creación de un bosque carbonizado, después de ver moles de cemento alzarse en un paisaje apocalíptico, lo que Anselm Kiefer nos tiene que decir nos viene al pairo. ¿Qué más hay que añadir a tanta creación y destrucción simultáneas? ¿Quién se va a creer el ritmo civilizado de una conversación después de haber presenciado tanto desgarro? El artista debe de ser un profeta callado. Anselm Kiefer abre la boca y da a entender que es un verdadero coñazo. En realidad, los artistas de Beautiful losers eran también  imposibles a su manera.

Por suerte Sophie Fiennes conoce el alma de los espectadores y, tras ese intermedio academicista, nos devuelve con pulso firme allí donde sabe que pertenecemos. A la noche y a las pesadillas. A los dominios de las sombras. Al mismísimo corazón de las tinieblas.

domingo, 28 de noviembre de 2010

Policía, adjetivo

·      Rumanía es un país lleno de ciudades tristes y hombres que conversan con el frío. No es un destino turístico recomendable pero algunas de sus últimas producciones cinematográficas aparecen catalogadas por los críticos con cinco estrellas.  Se habla de una Nueva Ola rumana porque es algo más chic y eufónico que hablar de un neorrealismo rumano (o, ¡dios no lo quiera!, un Dogma rumano), o quizás porque toda la  repercusión internacional que está teniendo este cine se originó en Cannes, hace ya algunos años. Fue en este festival donde se estrenó y premió películas como La muerte del Sr. Lazarescu o 4 meses, 3 semanas y 2 días. Fue aquí también donde la anterior obra de Corneliu Porumboiu, 12:08 Bucarest se llevó la Caméra d’or en el año 2006.
12:08 Bucarest era una pequeña joya y estaba plagada de las características elementales de esta Nueva Ola rumana, a saber: acción mínima rayando en lo simplemente anecdótico (tachado); personajes acorralados, a veces mediocres, a veces delirantes, siempre obscenamente humanos (tachado); humor negro, cierto gusto por el ridículo y/o la escatología, cierta mise en scène humilde y claustrofóbica (tachado, tachado, tachado).  Esta película se iniciaba con una escena que se repetía otra vez, de forma recíproca, al final. Había varios planos en los que se veían  las luces de la ciudad rumana de Vaslui apagándose lentamente al amanecer. Esta acción duraba unos 5 minutos y después daba lugar al meollo central de la película, a la paranoia y las mentiras y al oprobio que parecen ser el pan nuestro de cada día en la vieja república ex comunista, para luego acabar de nuevo con las luces. Esta vez, encendiéndose una vez más por las calles,  luces tristísimas iluminando la pantalla, como una verdad humilde que ya no importase a nadie.

Policía, adjetivo tiene un comienzo similar a 12:08. Si en ésta el espectador presenciaba el recorrido metafórico de la electricidad desapareciendo de las calles de Vaslui en Policía, adjetivo asistimos al recorrido real que hacen dos personajes: el acecho a que somete Cristi, el protagonista de la película, a Víctor, un adolescente sospechoso de tráfico y consumo de cannabis, cuando éste va camino del instituto. Hay calles y más calles. Hay silencio. Cristi, como no, es un policía atormentado pero quien espere un thriller de esta película que vaya al video-club de su barrio y se alquile Paseando a Miss Daisy. Porque aquí la investigación policial es una excusa. Aquí no hay disparos, ni venganza, ni alcoholismo, ni perdición. Aquí de lo que se trata es de explorar la conciencia, de desvelar la verdad moral que se oculta detrás de un supuesto acto de justicia. Aquí lo que tenemos es a un joven detective recorriendo las calles de una ciudad fantasma, tomando apuntes sobre un niñato que parece más inofensivo que un tigre de peluche. Y el frío...





Después de esta escena inicial averiguamos que Cristi tiene sus dudas con respecto a la investigación que está llevando a cabo y que se está debatiendo entre arrestar o no a Víctor, entre obedecer o no a su superior, ya que considera que no hay suficientes pruebas que inculpen al joven. Y esto es la película, la historia de ese dilema. Hay escenas algo tediosas donde se muestra los tejemanejes de la burocracia rumana. Hay horas muertas vigilando la entrada a la casa de Víctor. Yo por poco me dormí. O quizás me dormí en un par de ocasiones, pero cuando volví a abrir los ojos, Cristi seguía allí, impasible, oculto detrás de una esquina. Le tuve que gritar: ¡Cristi, hijo mío, haz algo que te vas a quedar pajarito! Pero él, nada,  a lo suyo.

Aún así debo reconocer que la película me pareció muy buena. Hay una escena que es una chulería  diegética, donde la mujer de Cristi castiga a éste (¡y a nosotros!) con 3 escuchas consecutivas de la misma canción. Hay también la magnífica escena final, rodada en una sola toma, donde el jefe de Cristi, el capitán Anghelache (otra contundente interpretación de Vlad Ivanov, el abortista de 4 meses, 3 semanas, 2 días) utiliza el diccionario y una dialéctica algo Tarantiniana para convencerlo de que su deber como policía es arrestar a Víctor. Es en esta escena donde el toque Porumboiu se muestra en todo su esplendor. Poco importan las pequeñas imperfecciones como que el actor Ion Stoica   señales de aburrimiento tamborileando su asiento con los dedos o que el attrezzista haya colocado un frutero sobre la mesa (¿en dónde se ha visto que los comisarios de policía coman fruta?). Es en los espacios cerrados, en las emboscadas dialécticas, donde los protagonistas de Porumboiu tratan de llegar a la verdad. No se trata, por supuesto, de una  verdad platónica donde se exponen los objetos en toda su perfección carente de sombras, sino de la verdad de la caverna, allí donde los hombres son esclavos de sí mismos, la vida es una burda burocracia y la realidad un sueño fantasmagórico. El filósofo en este caso, no es aquel que se libera de las cadenas y sale a la luz, sino aquel que se hunde y, de una manera antiheroica, se rinde ante la naturaleza arbitraria de las palabras.

Porumboiu añade con esta obra otro acierto a la Nueva Ola rumana, otra película que, hasta cierto punto, logra conmover al espectador con su poética de la derrota.

domingo, 21 de noviembre de 2010

La nana

La nana es una película chilena y está hecha con esa inmediatez tan de cierto cine latinoamericano (y pienso en obras como Año Uña o Japón o Historias mínimas) que parece que estuviera creada por un vecino con inquietudes artísticas. Estas son películas hechas con muy poco dinero, rodadas casi sin tiempo por un equipo que desconoce el respaldo de una industria, y que carecen de cualquier tipo de apoyo estatal. Uno se imagina preguntándole al cineasta de turno cómo logró llevar a cabo una obra tan viva, tan inteligente y oyéndole responder:

-Fue sin querer queriendo.

Pero no, en estas obras no hay lugar para los accidentes, el metraje no chirría, uno casi puede oír el mecanismo perfecto de un corazón latiendo al otro lado de la pantalla.
Sebastián Silva escribió el guión de La nana inspirándose en su propia empleada del hogar y utilizó como set de rodaje la casa de sus padres. Pero su voracidad e instinto cinematográficos no se quedaron ahí. Sólo hay que fijarse en la cuidada composición de algunos planos, en la complementaria narrativa visual de la primera y última escena de la película, en el inspiradísimo casting de actores, para darse cuenta que Silva hace cine con la misma naturalidad con la que otros hacen pulseras y las venden en las calles. Hay que mencionar por supuesto el trabajo de Catalina Saavedra interpretando a Raquel, la nana del título, la empleada en el hogar de los Valdés, que ve su mundo amenazado cuando la señora de la casa decide contratar a una nueva sirvienta para ayudarle en las tareas domésticas. Los ojos de esta actriz, que son hermosos y expresivos, interpretan con una fuerza hipnótica y nos muestran lo que hay en el corazón  de las tinieblas: cicatería, frustración y, como estamos en Chile, miedo torero.

Ya avanzada la película descubro que agriarse el carácter es en realidad el único despilfarro que Raquel se puede permitir y se me ponen los pelos de punta. Es en ese lento strip-tease del alma de la protagonista donde Silva y Saavedra trabajan con un cuidado íntimo, con un respeto hacia un personaje que en otras manos podría haber acabado en un retrato caricaturesco.
                                      
Es fácil imaginar un remake español con una chacha impertinente, cotilla y con acento andaluz, la némesis del señorito, el carácter cuyas herramientas consisten en mastica chicle y decir frases soeces del tipo:

-En esta casa el único coño que friega es el mío!

La nana, claro está, no tiene nada de eso.

¿Y de qué nos habla entonces esta película? Pues habla, creo yo, de la pobreza. De la pobreza social y de la pobreza de espíritu  (no nos olvidemos que Chile es un país que ha hecho recientemente un Gran Hermano con 33 seres humanos enterrados bajo tierra). Habla de la soledad de todos los días, del envejecimiento, del monstruo del tedio, de la humillación de la servidumbre. Habla también de la amistad, pero sin entrar en sentimentalismos ni condescendencias, sin caer en los clichés  de las  relaciones platónicas. Todo lo que sucede en esta obra aparece teñido por el velo de lo cotidiano, y esto la hace más aterradora y depresiva, pero también  más entrañable.
Y para eso, para divulgar esa magia minúscula que se esconde debajo de las alfombras, Silva nos ha abierto las puertas de su casa. La nana nos refriega, nos empaña , nos desinfecta y, al final, nos deja la conciencia cinéfila más limpia que una patena.

sábado, 20 de noviembre de 2010

Noche de estreno

Llegó la hora. Esto es otro maldito blog de cine.
Decía Augusto Monterroso que existían tres temas: el amor, la muerte y las moscas, las cuales, para mí, vienen a representar el aburrimiento. Existe un cuarto tema que Monterroso, en su sabia humildad, nunca se hubiera atrevido a reconocer. Este tema es el yo y alrededor de él giran, ya como satélites, ya como insectos, los otros tres. El yo, con sus vanidades y sus miserias y sus pretensiones y sus irreprimibles ganas de escribir un blog. Voy a hablar de las películas que he visto, de las que me han emocionado y de las que me han hecho perder el tiempo. Nada que no hayas leído ya antes. El cine es amor y muerte y, algunas veces, aburrimiento 24 veces por segundo.
Voy a tratar de entretener, de ahí las fotos de la cabecera de este blog: pedófilos, trepas, censores, solitarios, asesinos, chocholocos, falsificadores, jetas y paranoicos en general. En sus manos encomiendo mi espíritu.
No sé que mas decir. Hoy es noche de estreno. Se apagan las luces.