domingo, 28 de noviembre de 2010

Policía, adjetivo

·      Rumanía es un país lleno de ciudades tristes y hombres que conversan con el frío. No es un destino turístico recomendable pero algunas de sus últimas producciones cinematográficas aparecen catalogadas por los críticos con cinco estrellas.  Se habla de una Nueva Ola rumana porque es algo más chic y eufónico que hablar de un neorrealismo rumano (o, ¡dios no lo quiera!, un Dogma rumano), o quizás porque toda la  repercusión internacional que está teniendo este cine se originó en Cannes, hace ya algunos años. Fue en este festival donde se estrenó y premió películas como La muerte del Sr. Lazarescu o 4 meses, 3 semanas y 2 días. Fue aquí también donde la anterior obra de Corneliu Porumboiu, 12:08 Bucarest se llevó la Caméra d’or en el año 2006.
12:08 Bucarest era una pequeña joya y estaba plagada de las características elementales de esta Nueva Ola rumana, a saber: acción mínima rayando en lo simplemente anecdótico (tachado); personajes acorralados, a veces mediocres, a veces delirantes, siempre obscenamente humanos (tachado); humor negro, cierto gusto por el ridículo y/o la escatología, cierta mise en scène humilde y claustrofóbica (tachado, tachado, tachado).  Esta película se iniciaba con una escena que se repetía otra vez, de forma recíproca, al final. Había varios planos en los que se veían  las luces de la ciudad rumana de Vaslui apagándose lentamente al amanecer. Esta acción duraba unos 5 minutos y después daba lugar al meollo central de la película, a la paranoia y las mentiras y al oprobio que parecen ser el pan nuestro de cada día en la vieja república ex comunista, para luego acabar de nuevo con las luces. Esta vez, encendiéndose una vez más por las calles,  luces tristísimas iluminando la pantalla, como una verdad humilde que ya no importase a nadie.

Policía, adjetivo tiene un comienzo similar a 12:08. Si en ésta el espectador presenciaba el recorrido metafórico de la electricidad desapareciendo de las calles de Vaslui en Policía, adjetivo asistimos al recorrido real que hacen dos personajes: el acecho a que somete Cristi, el protagonista de la película, a Víctor, un adolescente sospechoso de tráfico y consumo de cannabis, cuando éste va camino del instituto. Hay calles y más calles. Hay silencio. Cristi, como no, es un policía atormentado pero quien espere un thriller de esta película que vaya al video-club de su barrio y se alquile Paseando a Miss Daisy. Porque aquí la investigación policial es una excusa. Aquí no hay disparos, ni venganza, ni alcoholismo, ni perdición. Aquí de lo que se trata es de explorar la conciencia, de desvelar la verdad moral que se oculta detrás de un supuesto acto de justicia. Aquí lo que tenemos es a un joven detective recorriendo las calles de una ciudad fantasma, tomando apuntes sobre un niñato que parece más inofensivo que un tigre de peluche. Y el frío...





Después de esta escena inicial averiguamos que Cristi tiene sus dudas con respecto a la investigación que está llevando a cabo y que se está debatiendo entre arrestar o no a Víctor, entre obedecer o no a su superior, ya que considera que no hay suficientes pruebas que inculpen al joven. Y esto es la película, la historia de ese dilema. Hay escenas algo tediosas donde se muestra los tejemanejes de la burocracia rumana. Hay horas muertas vigilando la entrada a la casa de Víctor. Yo por poco me dormí. O quizás me dormí en un par de ocasiones, pero cuando volví a abrir los ojos, Cristi seguía allí, impasible, oculto detrás de una esquina. Le tuve que gritar: ¡Cristi, hijo mío, haz algo que te vas a quedar pajarito! Pero él, nada,  a lo suyo.

Aún así debo reconocer que la película me pareció muy buena. Hay una escena que es una chulería  diegética, donde la mujer de Cristi castiga a éste (¡y a nosotros!) con 3 escuchas consecutivas de la misma canción. Hay también la magnífica escena final, rodada en una sola toma, donde el jefe de Cristi, el capitán Anghelache (otra contundente interpretación de Vlad Ivanov, el abortista de 4 meses, 3 semanas, 2 días) utiliza el diccionario y una dialéctica algo Tarantiniana para convencerlo de que su deber como policía es arrestar a Víctor. Es en esta escena donde el toque Porumboiu se muestra en todo su esplendor. Poco importan las pequeñas imperfecciones como que el actor Ion Stoica   señales de aburrimiento tamborileando su asiento con los dedos o que el attrezzista haya colocado un frutero sobre la mesa (¿en dónde se ha visto que los comisarios de policía coman fruta?). Es en los espacios cerrados, en las emboscadas dialécticas, donde los protagonistas de Porumboiu tratan de llegar a la verdad. No se trata, por supuesto, de una  verdad platónica donde se exponen los objetos en toda su perfección carente de sombras, sino de la verdad de la caverna, allí donde los hombres son esclavos de sí mismos, la vida es una burda burocracia y la realidad un sueño fantasmagórico. El filósofo en este caso, no es aquel que se libera de las cadenas y sale a la luz, sino aquel que se hunde y, de una manera antiheroica, se rinde ante la naturaleza arbitraria de las palabras.

Porumboiu añade con esta obra otro acierto a la Nueva Ola rumana, otra película que, hasta cierto punto, logra conmover al espectador con su poética de la derrota.

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