martes, 25 de junio de 2013

Mud

Cuando el niño sale de casa por la ventana en mitad de la noche, su infancia se queda atrás, olvidada en la habitación a oscuras, entre los juguetes y las caricias de mamá y el sueño interrumpido, y, en ese acto clandestino, uno presiente la libertad, el mundo que aguarda ser descubierto, la cara y el corazón a punto de ser rotos por primera vez por alguien, y esas cosas tan interesantes que traen el hacerse mayor. Mud, la nueva película de Jeff Nichols, nos habla un poco de todo esto, recreando, con la magia fascinante de los cuentos, la edad imprecisa que transcurre entre el último juguete y la primera novia. El fin de la niñez. La preadolescencia. ¡El horror! ¡El horror!

Para ello, Nichols, con olfato narrativo, elige un territorio fronterizo y asilvestrado: el delta del río Arkansas al desembocar en el Mississipi, un lugar plagado de barcas, cadáveres y mitologías para rednecks. En Mud, el río es una arteria por la que navegan Charles Portis, Mark Twain y Charles Dickens sentados en la misma canoa. 



Mud nos narra las peripecias y tribulaciones de Ellis (Tye Sheridan) un joven proveniente de una familia pobre y desestructurada quien, junto a su amigo Neckbone (Jacob Lofland), entablará una curiosa relación con Mud (Matthew McConaughey), un proscrito fantasioso y cautivador que vive en una isla desierta. Ellis y Neckbone se comprometen a ayudar a Mud a reconstruir una embarcación con la que poder escapar de la isla y reunirse con su tortolita, Juniper (Reese Witherspoon). En la imaginación suceptible de Ellis, Mud, el asesino, y Juniper, la pibita ligera de cascos, son la viva reencarnación de Romeo y Julieta.   

Nichols retrata con sensibilidad el alma soñadora de Ellis, quien idealiza, desde la tierna mirada de los 14 años, tanto el supuesto amor que Mud siente por Juniper, como el amor que él mismo empieza a sentir por una chica mayor, May Pearl. O quizás todo estos amoríos platónicos son utilizados por Ellis para asimilar, de alguna manera, el derrumbe de las relaciones entre sus padres. Entre besos robados y promesas de felicidad el horizonte, como en una tragedia lorquiana, se va poblando de asesinos. 

Creo que no es gratuita la mención del poeta granadino. En Mud, los objetos adquieren un protagonismo inusitado, y pasan de la metáfora al simbolismo en un parpadeo. Así, la primera vez que los niños se encuentran con Mud en la playa, éste juguetea con una caña pequeña, cuyo anzuelo irá lanzando al agua y recogiendo, mientras que con su conversación va, poco a poco, pescando a los jóvenes. Mud vive en un barco entre los árboles, y Ellis en una casa sobre el río; ambas viviendas reflejan la fragilidad o la fugacidad del presente de sus habitantes.

Fugacidad... todo parece estar diseñado en esta película para recordarnos la edad pasajera de su protagonista. ¿Horas de rodaje? Pongamos que Nichols grita acción cuando sus personajes le pueden hablar al sol de tú a tú. Cuántos amaneceres en esta película, cuántos crepúsculos. Las sombras van creciendo y, al anochecer, siempre hay una hoguera o una linterna que encender. Sugestiones...



Los actores se ajustan a sus personajes como unos pies a unas botas de piel de serpiente. McConaughey está muy bien en su papel de asesino simpático fuera de la ley (una interesante contrarréplica al asesino antipático y brazo de la ley que ya encarnara en Killer Joe), y los niños encandilan toda la película con sus miradas aun inocentes. En algunos momentos, la película parece acercarse peligrosamente al territorio sensiblero, pero la dureza de sus personajes, unido al gran pulso narrativo de Nicholls, eluden el escollo a tiempo. Por lo demás, todas las emociones expuestas en Mud, están supeditadas al tono general de la película, que es elegíaco. Porque en esta película la niñez muere. Pero el río sigue fluyendo.  


lunes, 17 de junio de 2013

O Som ao Redor

Diez años después de Cidade de Deus, de Fernando Meirelles -cuyo éxito dio lugar a una oferta de películas brasileñas marcadas por el protagonismo de los malandros, la mise en scène de las favelas, y el discurso nihilista de la violencia y la pobreza (Bus 174, Cidade dos Homens, Tropa de Elite 1 y 2, Carandiru)- se estrena por estas latitudes O Som ao Redor, y da la impresión de que el cine de Brasil ha decidido hacer lo mismo que su Gobierno: un lavado de cara con vistas a los próximos eventos deportivos mundiales. Sin dejar de hacer hincapié -aunque de manera más sutil que sus predecesoras- en los males endémicos que azotan a este país, O Som ao Redor nos ofrece el retrato de una clase media mayormente despreocupada: ahí están el ama de casa aburrida, el agente inmobiliario enamorado, el patriarca jocundo. Si no fuera porque todos van en chanclas, o porque en Europa la clase media despreocupada ya no existe, uno se pensaría que esta película estuviese rodada en Oporto. 

Pero Kleber Mendonça Filho nos quiere contar otra historia, y su postal del Brasil no es tanto el retrato de una ciudad en plena efervescencia urbanística, como la radiografía poética de un vecindario en pleno vórtice cambiante. Ante la presencia imponente de los rascacielos de Recife, Mendonça Filho parece fijarse más en las pequeñas cosas: un balón rebotando en una callejuela, una pareja de adolescentes besándose tras una esquina, cosas sin importancia que parece tener un peso dramático significativo. La vida, supongo.     



O Som ao Redor comienza con un plano secuencia en el que vemos a una niña paseándose en patines por los límites de un condominio. Vemos el parking, vemos la zona de juego donde un grupo de niños juega al fútbol mientras sus madres charlan despreocupadamente. El ambiente general es lúdico y relajado, pero también extrañamente inquietante. Esta pauta establecerá el tono general de la película. Las historias que se nos cuentan serán así: anodinas como una siesta, espeluznantes como el filo de una pesadilla a medianoche. Es como si la limpiadora -para hacer referencia al lavado de cara que mencionábamos antes- ocultara toda la mugre debajo de la alfombra. La suciedad no se ve, pero sigue ahí. Bia, el ama de casa,  fuma marijuana para combatir la desidia; Joao, el agente inmobiliario, se dedica a buscar al delincuente que robó el estéreo del coche de su novia. Sí, Brasil ya no es el país del crimen y el tráfico de droga a gran escala, pero el malestar, cierto malestar, sigue ahí presente. Es por eso que el vecindario contrata los servicios de unos agentes de seguridad, quienes se dedicarán a patrullar el barrio, para controlar cualquier atisbo de delincuencia. Mendonça Filho utiliza todos estos elementos para darle más juego a la verdadera protagonista de la película: su propia mirada de director.  



O Som ao Redor parece adolecer así de la intención típica de las óperas primas, las cuales suelen estar menos interesada en lo que nos quiere contar que en el cómo nos lo va a contar. Y, sin embargo, a Mendonça Filho le ha salido un producto donde las decisiones estilísticas parecen remitir a la coherencia interna del relato. Un relato que, si bien puede irritar a algunos espectadores por sus lagunas narrativas y la parsimonia de su ritmo, posee una capacidad para sorprendernos con los asuntos más cotidianos. Decidido a mostrarnos un microcosmos indolente durante lo que parece ser un boom urbanístico, Mendonça Filho utiliza la cámara como si fuera un microscopio, y nos intercala, entre las vidas obtusas de sus personajes, aquello que parece ser verdaderamente significativo: los detalles fantasmagóricos, los sueños angustiosos, los presagios salvajes. Todo un poco lyncheano, vaya. Es así, utilizando una narración sesgada, elíptica, caprichosa, como se nos irá desvelando algo que no tiene nombre, una especie de malestar cotidiano latente entre los rascacielos. Pero ese descontento que se intuye en Ao Som o Redor no es nada irreal. Es bastante real, y ha venido para quedarse.