martes, 8 de noviembre de 2011

Melancholia

Desde el comienzo de su carrera, Lars von Trier lleva entablando un diálogo impredecible con el público. Un diálogo anómalo, cargado de elocuencia, malentendidos y exhabruptos. Un diálogo que lo mismo podía sonar a declaración de guerra que a confesión de amor. Ya tras la proyección de Dancer in the Dark en Cannes, hubo manos ocupadas en aplaudir tamaña obra y manos que buscaban desesperedamente hacerse con un huevo o con un buen tomate para lanzar al director danés a la cara. La fama de provocador de Lars von Trier hace que cada uno de sus estrenos venga acompañado por ese tipo de arrebatos suscitados por el odio o el flechazo instantáneos. Este año el escándalo vino por las desangeladas declaraciones del director sobre su simpatía hacia Hitler. Declaraciones que, dado el actual clima de corrección política, fueron condenadas severamente, provocando la expulsión de von Trier del festival de Cannes y su descalificación como persona non grata. Para mí, todo este revuelo fue una exageración. ¿Acaso no es el humor socarrón de von Trier una de las mejores bazas de su cine? ¿Acaso no es Hitler la figura más indicada para sacar a colación en una conferencia de prensa sobre una película que nos habla del Apocalipsis?


A pesar de todo, no es posible negarle a von Trier esa curiosidad innata, esa capacidad por adentrarse con cada nueva película por terrenos desconocidos o, al menos, ligeramente planteados en la película anterior. Desde este punto de vista, podemos considerar Melancholia como una exposición más respetable de ideas temáticas y formales ya aparecidas en Antichrist. Esto no es difícil de conseguir, ya que Antichrist es, simplemente, una de las películas más aberrantes de la pasada década. No por mostrar escenas de mortalidad infantil, tortura o mutilación de la genitalia femenina. Sino por el hecho de que von Trier, que por aquel entonces padecía una depresión, rodara una película, cuya única finalidad pareciera ser la de deprimir a todo aquel que la viera. Este atentado de ombliguismo artístico no sería tan grave si aquel que lo perpetró no fuera considerado como uno de los directores más irreverentes e incoformistas del panorama actual. Viendo la diarrea mental que es Antichrist uno duda de  las capacidades fílmicas de von Trier. Viendo Melancholia, sin embargo, uno ve como el tema de la depresión puede ser tratado de una manera más inspirada, lo que ayuda a reconciliarse con el mundo poético y fatalista del danés.

Para empezar, el inicio operístico en cámara lenta de Melancholia, con el acertadísimo acompañamiento musical del Tristam e Isolda de Wagner, ayuda a crear la atmósfera enrarecida, como de cuento de hadas perverso, que nos acompañará a lo largo del film. Von Trier, tan aficionado a estructurar en capítulos sus películas, nos deleita en este susodicho prólogo con un homenaje a grandes y poco convencionales pintores del pasado. Uno no sabe si se encuentra en una sala de cine o en una pinacoteca. Ahí se encuentran los guiños a Delvaux y a Millais y a Boticelli, además del claro homenaje a Brueghel el Viejo, que van suscitando en el público la fascinación de un viejo álbum de cromos. Impagable es ese primer plano de Kirsten Dunst alzando los ojos al cielo y presenciando la lluvia de pájaros muertos, que nos lo dice todo: esto que estais viendo ahora no es másque una naturaleza muerta. Y todo por culpa del planeta Melancholia, que parece dirigirse irrevocablemente hacia la Tierra, y que amenaza con colisionar con ella en su vagabundeo cósmico. La premisa, tan surrealista, sirve como bomba de relojería perfecta, y nos marca una estructura narrativa con un final nítido e inaplazable, a la que nos entregamos con el corazón encogido, fríos y maravillados.


Debajo de su temática apocalíptica, Melancholia, dividida en dos actos, nos ofrece la historia de dos hermanas, que von Trier narra empleando dos tonos en los que se siente como pez en el agua: el retrato de costumbres y el psicodrama. La primera parte de la película lleva el título de Justine, y nos cuenta los avatares de este personaje, interpretado por Kirsten Dunst, el día de su boda. La belleza y el éxito profesional de la joven, el lujo y la delicadeza con los que ha sido organizada la boda, parecen formar parte de una delgadísima pátina de felicidad que desaparece al primer rascado. Von Trier disecciona las convenciones sociales con un pulso magistral, ofreciéndonos acertadísimas interpretaciones de sus actores. Cabe destacar en esta primera parte el dueto (o duelo) actoral entre John Hurt y Charlotte Rampling, que interpretan a los padres de la novia (él, sentimental y casquivano; ella, borde y retorcida), y que ejemplifica a la perfección la polaridad existente en la obra de von Trier en general, y en esta película en particular: el fatalismo y la exaltación poética inherentes a la existencia humana. En este caso, la inminente llegada del Apocalipsis no es el único elemento sombrío de la película. También están, cómo no, las relaciones humanas, siempre tan confusas, tan equívocas e hirientes. Justine, enferma bipolar y adivina, es la persona más sola del mundo en la noche de su boda, y vaga de un lado a otro por un paisaje de smokings y malhumor, sin saber muy bien cómo afrontar el carácter efímero de la felicidad. Por supuesto, ninguno de los personajes parece comprender qué sucede con Justine. El novio (Alexander Skarsgard) pasa de la idolatración al hartazgo; el jefe de Justine (Stellan Skarsgard) pasa de la admiración al repudio; el cuñado (Kiefer Sutherland) va de la condescendencia a la impaciencia; y así. Lentamente, y no por primera vez, von Trier va resquebrajando el mundo de las convenciones sociales, y nos muestra, a través de las mil grietas, eso que late debajo, llamémosle miedo y perplejidad. Y tragamos el anzuelo, porque la belleza de las imágenes cautiva con una fuerza magnética, irresistible: la limusina atascada en el camino rural, el suntuoso convite, la novia orinando en un hoyo de golf, el globo blanco del amor, que arde elevándose en la noche y que cae hecho cenizas...   



Después del festín visual que es la boda, los invitados no son los únicos que acaban borrachos. El público también queda un poco ebrio, y una inevitable modorra se apodera de nosotros. Quizás por eso la segunda parte, que lleva el título de Claire, la hermana interpretada por Charlotte Gainsbourgh, se haga un poco tedioso. Por eso, y porque se trata de una lentísima cuenta atrás, en la que las protagonistas se dedican a esperar la ya inevitable colisión de Melancholia con la Tierra. La Gainsbourgh deja atrás los excesos metódicos de Antichrist, y nos ofrece una interpretación sosegada, más acorde con su belleza. Como contrapartida, tenemos el retrato que Dunst hace de Justine, el cual le valió el premio a la mejor actriz en el festival de Cannes de este año. Como buena bipolar, Justine pasa de la alegría a la tristeza, y de ésta a la desesperación, con la misma facilidad con la que otros se cambian de calcetines. Kirsten Dunst nos ofrece el lado más sensual y frágil de este personaje, que es también, al fin y al cabo, el retrato que van Trier nos hace de la Tierra. Y, por supuesto, Justine y Claire morirán, como toda buena heroína vantrieriana, víctimas de una tragedia que se llama Melancolía, y que implica la destrucción del mundo tal y como lo conocemos.

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