lunes, 20 de agosto de 2012

360

Un día transcurre cuando cualquier punto de la Tierra elegido al azar regresa a la misma posición en que se encontraba 24 horas antes, tras haber recorrido 360 grados de un círculo imaginario. Es por eso quizá que este número inspire cierta idea de totalidad. Toda la andanzas humanas, sus aventuras, sus  miserias, contenidas en un aleph de cifra. 360. El mundo que gira. El reloj que avanza. El tiovivo del amor.



360 es la última película de Fernando Meirelles y está basada en La Ronde, la famosa obra de Arthur Schnitzler que ya inmortalizara Max Ophüls en una película. Confieso que cuando entré en el cine no sabía nada sobre las fuentes de 360. Mi único conocimiento de la película, a través de un trailer efectista, era que se trataba de una historia con muchos personajes, en la que los caminos de éstos se entrecruzaban por cosas del destino o el azar. Confieso también que esta argucia narrativa me atrae sobremanera, ya que algunas de mis películas favoritas están construidas con ella (como, por ejemplo, la ya mencionada La Ronde, Short Cuts o Amores Perros). Confieso, por último, que esta argucia narrativa es un arma de doble filo y que, por culpa de ella, me he tragado algunas películas insufribles de cuyos nombres no quiero acordarme pero que, desgraciadamente, ay, me acuerdo: Love Actually, París, Crash. 

El caso es que con 360 piqué el anzuelo. Y de qué manera. Peter Morgan ha escrito un guión que parece basado en uno de esos chistes de estereotipos tipo "Van un alemán, un francés y un español y..." En este caso, la nacionalidad va acompañada de profesión, dejad que le de un sorbo al cubata, y os lo digo: "Pues van una puta eslovaca, un mafioso  ruso, un fotógrafo brasileño y un hombre de negocios inglés..." Suena a coña pero, desgraciadamente, ay, esos son los personajes de la película. Faltan el hombre de negocios alemán, el ex-presidiario por acoso sexual americano y unos pocos más. Dichos personajes  irán interaccionando unos con otros, en encuentros casuales en los que, o bien se acaba hablando de sus emociones, o bien se acaba follando. Todo ello con el telón de fondo de un mundo globalizado, lleno de aviones, móviles y cámaras web. Aún así, con con tanto ir y venir de los personajes, por hoteles y aeropuertos internacionales, es difícil dejar pasar por alto la falacia del título. Ese 360 de connotación global transcurre en suelo europeo y norteamericano. Hay dos brasileños que moran en Londres y un dentista parisién y musulmán. Esto hace que esa mirada global por la que aboga la película sea aún más cliché. Especialmente si se le compara con otras obras de similar y más lograda intención, como es el caso de Babel. 

El caso es que, al contrario que las películas que he disfrutado y en las que aparece una multitud de personajes, 360 parece menos interesada en desarrollar la circunstancias íntimas de los caracteres que en perseguir esa carambola formal de los encuentros y desencuentros entre los mismos. La película, por eso, se resiente de cierto lastre de artificiosidad, cosa que no mejora con las escenas de pantalla partida que Meirelles y Daniel Rezende, su montajista,  componen repetidas veces, quizás con la intención de expresar esa interconectividad tan de siglo XXI, pero que a un servidor le parecen tener el mismo nivel de creatividad que el circuito cerrado de unos grandes almacenes. Lo importante no es encuadrar a los personajes en sí, sino definirlos, es decir, encuadrar, sus intenciones. Y ahí es donde falla la película. Morgan es un guionista incisivo, cuyos trabajos más celebrados son aquellos que se centran personajes reales que ostentaron (u ostentan) un gran poder. Así tenemos al brutal Idi Amin en The Last King of Scotland, la distante Reina de Inglaterra en The Queen o el provecto Richard Nixon en Frost/Nixon. En sus diálogos, uno puede admirar las diferentes capas de mordacidad, de inteligencia, de testosterona que se le suponen a las altas esferas. Poco o nada de esto hay en 360. Parece que, al hablar de la gente corriente (y ficticia), la pluma de Morgan se diluyera en un miasma de tonterías y lugares comunes. O quizás, las relaciones sentimentales sean, con diferencia, menos intoxicante que el poder.



Hablando de poder, uno no puede evitar pensar de nuevo en La Ronde que, aún siendo una obra menor de Ophüls, no por ello deja de tener hallazgos maravillosos. Uno de ellos, posiblemente el principal, fue la inclusión del personaje que no aparecía en la obra original de Schnitzler, y que estaba interpretado por el siempre magistral Anton Walbrook. Este personaje era una especie de maestro de ceremonias que nos iba introduciendo a los personajes y que parecía tener un control absoluto sobre el destino de éstos. Sus apariciones, misteriosas, metalingüísticas, enriquecían la obra, proyectando sobre los distintos caracteres una mirada que resaltaba la naturaleza teatral, ficticia, de éstos. Mediante ello, Ophüls se encargaba de poner en perspectiva la insignificancia de los protagonistas ante los caprichos del amor y el deseo. Morgan, sin embargo, nos ofrece unos personajes que parecen ser dueños de su destino y que se muestran levemente tocados por una sentimentalidad que casi siempre resulta ñoña. Así, nos encontramos al señor de negocios que llama a su mujer para decirle que la quiere, justo después de verse frustrado su encuentro con una prostituta; el ex-presidario que, estando en una habitación con una brasileña inconsciente, logra reprimir sus instintos más lujuriosos; el dentista que reniega del amor por miedo o respeto a la palabra de Alá. Toda la jodienda que en La Ronde aparecía de manera implícita, aquí parece evitarse por culpa de un sospechoso pudor. Casi todas las historias de 360, a pesar del sustrato de soledad que contienen y el cual no se explota lo suficiente, parecen apelar a una sentimentalidad navideña, donde los deseos son más planos que una pantalla plana, y el amor aparece retratado como la enfermedad más tonta que uno pueda padecer. Tan sólo algunas escenas sueltas (el monólogo de Anthony Hopkins en la cita de Alcohólicos Anónimos, el tramo final  de thriller trepidante) se salvan de esa vacuidad de papel gauché que transpira casi toda la película.

En lo que respecta al estilo visual, el de Meirelles es elegante, dinámico, moderno. Lleno de esos tonos azules que tan bien quedan en las películas digitales y en los coches deportivos. Esto ayuda a que 360 sea digerible. Eso, y el hecho de que no dure 360 minutos.

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