miércoles, 12 de octubre de 2011

Kill List

Si ir al cine es como hacer turismo sin moverse de la butaca, Kill List es entonces un mal viaje. Abusando de las buenas intenciones del espectador, esta película nos aleja de la franja de comodidad a la que estamos acostumbrados, arrastrándonos a parajes donde reinan la desorientación y el miedo. Esto no estaría mal si, al final, uno recibiera cierta recompensa (por la que previamente ha pagado en taquilla). Pero las secuelas que Kill List deja son las de un jet-lag demoníaco y un estómago delicado tras un fin de semana con disentería.

Para empezar uno debe apechugar con la abigarrada mezcla de géneros (thriller, terror, ¡drama social!) que Ben Wheatley, su director, utiliza. Esto sería plausible si la mezcla fuera sutil y lograda, pero Kill List parece ir saltando de un género a otro abruptamente, como si hubiera tres historias independientes pero incompletas que Wheatley hubiera querido unir con el fin de crear cierta unidad. Esta unidad, sin embargo, falla a nivel narrativo, sobre todo al final. Existe, eso sí, a lo largo de toda la película, un raro equilibrio que se establece entre el tono hiperrealista con el que está rodada (con la improvisación de los actores, los encuadres descuidados, la cámara en mano) y cierta atmósfera de irrealidad que lo impregna todo. El montaje frenético (incluso en las escenas domésticas), la música fantasmagórica y ciertos giros del guión (como la escena donde la invitada dibuja un enigmático signo tras el espejo del cuarto de baño de los anfitriones) nos dejan con la terrible sospecha de que hay un monstruo aguardándonos a la vuelta de la esquina.


La historia comienza con el matrimonio formado por Jay (Neil Maskell) y Shel (MyAnna Buring) discutiendo por asuntos domésticos. Todo parece ir mal entre ellos y ni siquiera la presencia de su hijo sirve para calmar el ensañamiento con el que ambos se atacan mutuamente. Jay es un veterano de la guerra de Iraq con problemas psicológicos y financieros, caldo de cultivo perfecto para el violento ambiente familiar que presenciamos. La cosa parece ir de mal en peor cuando Gal (Michael Smiley), otro veterano y amigo de Jay, acude con su novia (Emma Fryer) a lo que parece ser una fiesta en casa del matrimonio y acaba convirtiéndose en un campo de batalla donde Jay y Shel airean sus trapos sucios. Después de esta escena, un consejero matrimonial hubiera sugerido el divorcio, pero Gal tiene una idea mejor: él y Jay volverán a trabajar como pistoleros a saldo, ganarán un buen pellizco con el que Jay podrá salvar la mermada economía familiar y con ésta su matrimonio.
Este comienzo, a pesar de los ligeros toques de humor, acaba resultando banal, casi depresivo, y uno es consciente de la antipatía natural de todos los personajes, excepto de Gal, que es gloriosamente interpretado por Smiley.



A partir de este momento las cosas se vuelven aún más antipáticas. Jay y Gal se ponen en contacto con el “Cliente”, el cual les entrega una lista de víctimas a liquidar, y les hace firmar un contrato con sangre (¡con sangre!, ni que fuera el Tratado de Maastricht…) para asegurarse de que los pistoleros a sueldo cumplirán con su parte del trato. Este garabato hematológico es sólo un aperitivo de lo que vendrá a continuación.
Wheatley es consciente de los gustos y las sensibilidades del público. Sabe de las clavijas que hay que apretar para causar una variado registro de respuestas: asco, miedo, angustia, tensión, desconfianza,…Y quiere, por todos los medios, que no nos olvidemos de su película. Por eso coloca, en mitad de ella, una escena que choca no sólo por su brutalidad, sino porque desentona en cierta manera con el tono sugestivo y poético sucio que ha venido utilizando hasta ese momento. El bibliotecario, la segunda de las víctimas de Jay y Gal, es sorprendido con un inmenso catálogo de porno infantil. Ciego de ira, Jay decide liquidarlo a martillazo limpio, empezando por las rótulas, que eso siempre duele, hasta llegar a la cabeza, que es lo que salpica más y lo que de verdad mata. Es en esta escena donde uno empieza a desconfiar de las mañas de un director que se regodea en la verosimilitud de una ejecución macabra y que, al mismo tiempo, pone tanto empeño en resaltar las posibles vías de acceso a un mundo hasta ahora oculto.



Y es así como, con la cara llena de sangre y los nervios a flor de piel, Jay y Gal llegan a la última parte de la película, que es algo así como un guiño a The Wicker Man, con sus fiestas paganas, sus antorchas y su destape bucólico. La manera en que este final se acopla al resto de la película es un poco caprichosa y ni siquiera las pequeñas pistas que hay diseminadas a lo largo del metraje parecen aportar lo que un final de este calibre necesitaría: coherencia con el resto del metraje. Una vez más, parece que Wheatley utiliza una pirotecnia efectiva, pero que no se sabe a cuento de qué viene. El resultado de esto es que cuando, en el último minuto, se descubre la maquinación diabólica, la broma griega, uno está deseando de desabrocharse el cinturón e irse a casa. Es tan fácil viajar desde la placenta caleidoscópica del cine, que nos atrevemos a todo, incluso a cosas como Kill List. Por eso es culpa sólo nuestra si más de una vez hemos acabado en una situación intolerable, preguntándonos cómo demonios hemos llegado hasta allí y si el seguro cubrirá el trauma de la experiencia.

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