martes, 29 de mayo de 2012

Breathing


En Viena no sólamente hay suicidios. Los vieneses también mueren por la enfermedad, por la vejez, por los asesinatos. Es decir, que la palman como Dios manda: de manera prosaica y sin escenografías. Breathing, ópera prima de Karl Markovics, está ambientada en Viena y está llena de muertos, pero ninguno de ellos parece ser un suicida. Hay también un adolescente taciturno, Roman Kogler (Thomas Schubert), quien lleva toda su vida en instituciones y que actualmente vive en un reformatorio por  culpa de un homicidio que cometió hace algunos años, a la espera de un juicio donde se juega su libertad condicional. Kogler carece de la temeridad, la desesperación o la inconsciencia necesarias para quitarse la vida. Sin embargo, posee lo suficiente de estas tres cualidades como para querer seguir viviendo. Y eso que su existencia está en un punto muerto y su futuro parece borroso y poco promisorio.  Pero Breathing no es una película depresiva o un psicodrama al uso, sino que se trata de un minucioso y absorbente estudio sobre el arte de la redención.


Cuando empieza la película, Kogler acaba de dejar de mala manera un trabajo como aprendiz de soldador y avanza, ofuscado, por una carretera desierta. Si nos ponemos alegóricos y decimos que se trata de la carretera de la vida, posiblemente acertaremos. Es en este lugar donde aparece por primera vez el personaje de Stefan (Gerhard Liebmann), un trabajador social encargado de procurar la libertad condicional para Kogler y a quien Kogler se lo pone muy crudo. Ya hemos hablado aquí antes de la irritabilidad de la juventud, de ese perpetuo estado de cabreo, insolencia, enfurruñamiento y latente violencia en el que viven. Aire fresco. El cine está lleno de jóvenes inadaptados porque la tensión que generan es siempre más dramática y, por ende, más estimulante, que las buenas maneras. Y Kogler es el chico raro del que nadie quiere ser amigo. Y no es de extrañar porque, en realidad, Kogler no quiere ser amigo de nadie. En el coche de Stefan ambos discuten. Stefan: Tienes que poner tu mierda en orden; Kogler: Que te den por culo. El diálogo éste es inventado, por supuesto, pero por ahí van los tiros. A lo largo de la película, habrá más escenas en el coche y más discusiones. Siempre habrá algún sitio al que ir, siempre habrá un asunto que airear. Tomando en cuenta simplemente las escenas que transcurren en el coche de Stefan, uno percibe la maña de Markovics al escribir el guión. Casi sin darnos cuenta se nos narra una evolución, desde esta primera escena con gritos y portazos hasta un viaje en coche con niña y colchón de Ikea al fondo. Y es que los personajes de esta película están abocados al entendimiento.






Markovics llena el mundo de Kogler de acciones automáticas y repetitivas, sin dejar resquicio alguno para que el personaje manifieste su lado más humano o para que el espectador sienta cierta simpatía por él. Curiosamente, algunas de estas acciones (el examen visual al que se ve sometido cada vez que vuelve de la calle al reformatorio, sus largos en la piscina) implican una desnudez física en el personaje que no se corresponde en absoluto con una desnudez emocional. El hermetismo de Kogler raya. Su jeta enfurruñada nos pone de mala hostia. Y, sin embargo, Breathing acaba siendo tan entrañable que, al final, nos entran ganas de dar una palmada en el hombro al chaval y enseñarle a hacer flautas de boj con una navaja. La metamorfosis comienza cuando Kogler decide solicitar un trabajo de aprendiz en una funeraria. Esta elección no nos hace estimarlo más, pero nos despierta la curiosidad por el personaje. Y éste irá creciendo lentamente ante nuestros ojos, sin que nos demos cuenta, acompañado por la música jazzística y sugerente de Herbert Tucmandl. En la funeraria las cosas no parecen comenzar con buen pie. No sólo es un trabajo demandante y triste, sino que Rudolf (Georg Friedrich) uno de sus compañeros de trabajo, parece empeñado en hacerle la vida imposible. Los muertos, eso sí, no dicen ni mu. En una de las visitas a la morgue, Kogler descubre el cadáver de una mujer que lleva su mismo apellido y se preguntará si no se trata de su propia madre, que le abandonó nada más nacer.




Y así, Breathing se nos irá revelando como la historia de un joven en búsqueda de una identidad y de un lugar en el mundo. La cámara parece dar un paso atrás para ver mejor el mundo desolador de Kogler, lleno de muertos, malos rollos y penitenciarías. Y, poco a poco, el frío de Viena irá desapareciendo hasta dejar un poso de calor como el que dejan dos manos que acaban de estrecharse. Repito una vez más que esta evolución sucede casi sin que nos demos cuenta, porque ese sigilo de la película es una de sus mayores bazas. Los ojos de Kogler irán desde el fondo quieto y silencioso de la piscina hasta su superficie, como una mirada que va desde los muertos hasta los vivos, como un corazón a punto de asfixiarse que, en el último momento, da un respiro.

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