miércoles, 9 de febrero de 2011

The King's Speech

The King’s Speech va camino de convertirse en la película familiar de la temporada. Digo familiar, pero en realidad estoy pensando en un término americano, la feel good movie, lo que en español vendría a traducirse como película reconfortante. Me refiero a ese tipo de películas que suele hacer carambola con los sentimientos del espectador, normalmente a través de historias que muestran el espíritu de superación de sus protagonistas, o historias que apelan a la solidaridad, o a la disciplina, o a la justicia, en fin, cualquiera de esos principios que sirven como referentes para medir la grandeza del alma humana. Ejemplos magistrales de este género se encuentran grabados en el imaginario colectivo: ¡Qué bello es vivir!, Cadena perpetua, A matter of life and death... Uno es testigo de las frustraciones de George Bailey, de los sufrimientos de Andy Dufresne, de las tribulaciones metafísicas de Peter Carter y dicha experiencia cinematográfica se encuentra siempre imbuida por una intrínseca luminosidad.
Hay sin embargo dos elementos en The King’s Speech que la convierten en una excepción atípica en este grupo de películas. El primero es el estar basada en hechos reales. Las películas reconfortantes suelen ser mayoritariamente obras de ficción, frecuentemente adornadas de un toque sobrenatural, quizás porque este recurso argumental sea la mejor forma de medir la entelequia que es el alma humana. Por supuesto que existen precedentes que también se han inspirado en la realidad. Shine, por ejemplo, otra obra beneficiada con la presencia de Geoffrey Rush, estaba basada en la vida del pianista David Helfgott. Pero parece ser que no hay nada como poner un ángel, un milagro o un amigo del alma en una película para hacernos sentir realmente bien. El segundo elemento atípico es la elección del personaje protagonista. ¿Qué espectador en su sano juicio puede sentirse identificado con los personajes de la Realeza que aparecen retratados en el cine? El príncipe de Zamunda era un papanatas, The Queen un fantasma quisquilloso y anacrónico, The King of Scotland un energúmeno sanguinario. Ningún rey, por muy mísero que sea, por muy infelice, tiene que preocuparse por pagar una letra o por resucitar. Ningún rey tiene amigos. El poder en general y la Monarquía en particular tienen poco o nada que ofrecer al público, a no ser que se nos case una Infanta, o que alguna cadena retransmita en diferido alguna decapitación del siglo XVIII.
The King’s speech se encarga de demostrar lo equivocado que estoy en todo esto que acabo de decir.


Con un estilo intimista y algo convencional, Tom Hooper nos cuenta la historia del rey George VI de Inglaterra (Colin Firth), un monarca sin vocación, retraído y tartaja, un hombre que tuvo que hacer frente a un destino no elegido cuando su hermano Edward VIII (Guy Pierce) abdicó del trono de Inglaterra debido a la relación que mantenía con la divorciada americana Wallis Simpson. Consciente del lastre que supone su tartamudez para su vida pública, el hasta entonces duque de York, Bertie en los círculos mas íntimos, había requerido la ayuda de sucesivos doctores, logopedas, psicoterapeutas y profesores de dicción, con escaso o nulo éxito. Por supuesto, todo cambia cuando, gracias a su mujer Elizabeth (Helena Bonham Carter), Bertie entra en contacto con un excéntrico profesor de dicción (el ya mencionado Geoffrey Rush en el papel de Lionel Logue), quien le ayudará a superar su complejo y con el que desarrollará una profunda amistad.
Todo en esta película está hecho con mimo, y no me refiero al showman de la cara blanca. La puesta en escena es elegante, la ambientación es creíble, los personajes están tratados con cariño y respeto. Por supuesto, nada de esto sería tan evidente si no estuviera respaldado por el trabajo de un buen puñado de actores.
Helena Bonham Carter hace un papel secundario delicioso, interpretando a, o mimetizándose en, una joven Reina Madre. Recientemente la he visto en un rol similar, interpretando a Enid Blyton en un biopic de la BBC. Le queda bien a Helena esos papeles de señoras de moral victoriana, con permanentes y un carácter algo rancio. Parecen engarzarse perfectamente en su carrera, dotándola de una callada ironía: de las jóvenes románticas y liberadas de Ivory a las estrictas y quisquillosas matronas inglesas. Personalmente, prefiero a Bonham Carter en este tipo de papeles, en contraposición a aquellos que interpreta a las órdenes de su marido, cuando todo es histeria y maquillaje.

De Geoffrey Rush ya sabemos que es un actor magistral con una técnica impecable capaz de imbuir muchas de sus interpretaciones de una infalible socarronería. Algo parecido se puede decir de Guy Pierce, aunque su físico se preste más a dar vida a personajes turbulentos. En esta película nos regala un papel breve pero esencial, retratando a un príncipe dandy y arrogante con la perversidad de un niño consentido.

Pero una vez más, la actuación que más me sorprende es la de Colin Firth. Durante mucho tiempo pensé que este actor estaba encasillado por la industria británica en papeles secundarios de cornudo. Ahí estaban sus interpretaciones en El paciente inglés, Shakespeare in love, Bridget Jones o Love actually. Él no lo veía así, y hasta habló en cierta ocasión sobre su propio físico, reconociendo que posee cierta neutralidad que lo hace maleable para interpretar todo tipo de caracteres. Su agente posiblemente no piense lo mismo: "¡Quía, Colin Firth!, tú eres un hombre atractivo pero triste y estás abocado a representar cada uno de los matices del desamparo". Ahí están por supuesto esos papeles nombrados anteriormente, pero fue con A single man con el que el abanico de sus posibilidades interpretativas se abrió como la cola de un pavo real. Un hombre no está triste solamente porque le ha dejado su novia. Un hombre también puede estar triste por sentirse emocionalmente masacrado, por ser testigo de la lenta decrepitud de su cuerpo, por estar rodeado de almas mediocres. Un hombre puede estar triste por conocer toda la belleza del mundo y saber que no le pertenece. O por ir a una farmacia y no encontrar Prozac. O por vete tú a saber el motivo.




Con su interpretacion en The King’s speech Colin Firth profundiza en estos registros ya conocidos y los enriquece poniendo en pie un personaje lleno de matices. Del príncipe Albert, duque de York, se sabe que era un hombre familiar; que a veces tenía unos ataques de ira terribles; que, cuando fue consciente de su responsabilidad para salvar la corona de Inglaterra como único sucesor de su hermano al trono, lloró desconsoladamente por más de una hora en el hombro de su madre. Todo esto aparece retratado en la película con un profundo respeto (aunque en la versión para la pantalla la escena del llanto se produce con la duquesa de York como paño de lágrimas). La relación que se estableció entre Bertie y Lionel Logue fue extraña, extenuante, llena de desigualdades. Para Bertie, Lionel era un súbdito más. Para Lionel, Bertie era otro paciente en su lista. Por supuesto, las diferencias iniciales que había entre los dos se fueron aceptando, dando lugar a una relación cordial y afectiva, que duró por el resto de la vida de ambos.

La película narra la historia de esta amistad hasta llegar a su punto culminante, el discurso al que hace referencia en su título. Este discurso es el que el ya rey George VI da a su nación para anunciar la inminente guerra contra la Alemania Nazi, y para ofrecer el apoyo moral que su pueblo necesita en uno de los momentos más terribles de su Historia. El mensaje, solidario, monumental, libre de demagogias ofrece en su pronunciación la batalla que un hombre inicia contra sí mismo. Un hombre que hace frente a escuadrones de palabras y ejércitos de oraciones que avanzan hacia su garganta y que son domeñados con las armas simples de una voz y una dicción acertadas. Una victoria que es como un discurso de paz y unidad frente a la adversidad, que es como un lenguaje impoluto entrando en todos los hogares, en todas las oficinas, en todos los pubs de un país, que es como la voz de un hombre que hace frente a su propio desamparo para auxiliar el desamparo de los demás, novias, madres, abuelos, niños soldados, avanzando hacia la barbarie cogidos de la mano, llorando, cantando, ya quizás sin miedo, ya quizás convertidos todos en héroes.   
Todo eso sucedió, por supuesto, en un tiempo muy anterior a los emoticonos.  
Estoy seguro de que los Oscars lloverán sobre esta película con la misma intensidad con la que las bombas Nazis llovieron sobre el East End en la noche de los tiempos.



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