jueves, 30 de junio de 2011

Little white lies

París es una ciudad llena de pijos insufribles. Esto es lo que se empeña en mostrarnos una y otra vez parte del cine francés actual, como si no supiéramos ya lo caro que está tomarse un café en una terraza de  St-Germain. Los hemos visto de todo tipo y calado: el pijo insatisfecho de Haneke, el pijo prepotente de la Jaoui, el pijo romántico de Klapish, el pijo neurótico de Leconte, y así hasta llenar una discoteca.
Guillaume Canet nos aporta una nueva versión en este catálogo burgués: el pijo soliviantado. Con Tell no one, Canet nos ofreció un thriller lleno de mala baba, en el que un pediatra francés perdía a su mujer en un brutal asesinato, para, 8 años más tarde, volverla a encontrar vivita y coleando.  Así que ya se pueden imaginar lo nervioso y susceptible que se ponía el doctor. El thriller tenía maneras pero la banda sonora venía de una cedeteca superpija y arruinaba un poco la atmósfera noir. Entre huidas y cadáveres y mensajes encriptados el espectador no daba crédito a la música elegida para acompañar al protagonista en su periplo. Dos perlas: Lilac wine versión Jeff Buckley, y With or without you de los U2. ¡En un thriller! ¿No se supone que en este género de películas los mecheros deben encender cigarrillos o alumbrar pasadizos, y no encenderse para acompañar a una balada? Utilizar éxitos musicales en las bandas sonoras de las películas es muy de cine británico, muy de no saber hacer una película, pero vamos a meterle una canción de Wet,Wet, Wet y su cuela, cuela.

Ahora Canet viene con Little White Lies que es, nos dicen, una comedia de costumbres, y en la que Canet pone su granito de arena de crítica social. ¡Qué egoístas son los pijos!, nos viene a decir Canet, ¡qué hipócritas e infantiles! Pero esta crítica sólo se desvela en los últimos 10 minutos de una película que dura más de dos horas. ¿Y qué sucede en los previos ciento cuarenta minutos?
Pues esto: Ludo, un pijo vividor, sale de una discoteca a altas horas de la madrugada, sonriente, pletórico, respirando esa vida que se nos presenta cuando uno no duerme por las noches. Ludo se monta en su moto y se lanza por las calles de París. Esto sucede en un plano secuencia inicial que nos convence de que nos encontramos ante una película importante. Y esto es porque, con una sola secuencia, directa y contundente, Canet nos pone en la piel de su personaje. Luego viene un coche que se lleva a Ludo por medio y que nos convence de que nos hallamos, quizás, ante una de las mejores escenas de apertura de las películas vistas este año. Pero ésta no es la historia de Ludo, sino la historia de los demás. La historia de Max, por ejemplo, interpretado, al igual que el pediatra de Tell no one, por François Cluzet. Max es uno de los amigos de Ludo, que acude al Hospital, junto con el resto de la pandilla, para darle ánimos y preocuparse por su estado de salud. Todos están más o menos afectados por el accidente, todos se sienten más o menos vulnerables. A la salida del Hospital el grupo decide que, a pesar de la reciente hospitalización de Ludo, los planes para las vacaciones siguen adelante. Es una especie de tradición el ir a pasar unos días al chalé de Max en la costa, y allí se dirigen todos, en amor y compaña, porque Ludo lo hubiera querido así. Entre los componentes del grupo se encuentra: Vincent, un quiromasajista que no tiene mejor idea que declarar su amor a Max justo antes de las vacaciones; Marie (Marion Cotillard), ex novia de Ludo, bohemia y algo perdida; Eric (Gilles Lellouche), actor y epicúreo; Antoine, abstraído y obsesionado con su antigua novia; las mujeres, los perros y los niños.   



En esta película el pijo soliviantado es Max, que no logra aceptar ese amor incondicional que le ofrece su viejo amigo Vincent, y que se estresa con los quebraderos de cabeza típicos de cualquier anfitrión. Canet nos ofrece este conflicto y las desaventuras amorosas de los demás personajes con mucha dosis de autocomplacencia, y con más banda sonora horribilis (Damien Rice, Janis Joplin). Pero logra captar con sensibilidad el mecanismo interno de las relaciones de grupo, aderezadas por el humor, la ternura y la complicidad. 
Sin embargo, y quizás por su largo metraje, la película acaba perdiendo un poco de su pulso  y frescura inicial, y las relaciones que retrata acaban resultando un poco anquilosadas, como una amistad de 20 años.
Los pijos del siglo XXI, con sus neurosis, y sus crisis, y sus hipótesis tontas sobre el amor. Por favor, que venga Renoir a explicarnos de nuevo cómo era aquello de cazar liebres y pasar el fin de semana charlando con el marido de tu amante. Y sin tener que recurrir a las rebajas de la sección de música del Fnac. 

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